miércoles, 30 de enero de 2019

La primera niña huérfana de las Hermanas de la Cruz


El 30 de enero de 1846 nació en Sevilla Santa Ángela de la Cruz, hace de ello 173 años. Y como siempre que llega esta fecha escribo algo de la Santa de Sevilla, fundadora de la Compañía de las Hermanas de la Cruz, hoy lo dedicaré a la primera niña huérfana que fue acogida en su internado.
La Compañía de la Cruz lleva dos años de existencia cuando vino por Sevilla un rudo invierno, triste y negro, de comienzos de 1877. La epidemia de viruelas y las inundaciones han lanzado a las calles puñados de pobres hambrientos que, como en tiempos pasados, se apiñan en torno al palacio de San Telmo... o del Alcázar, a la espera de una limosna.


Santa Ángela de la Cruz

Verán: Sevilla se ha convertido en pequeña corte. En el Alcázar reside Isabel II con sus hijas Pilar, Eulalia y Paz. En San Telmo, los duques de Montpensier y familia. Asentado en el trono Alfonso XII, lsabel II, que se encontraba desterrada en París, añora volver a España. Cosa en la que Cánovas no muestra maldito interés. Pero la reina está empeñada y Cánovas tiene que ceder. Llegan a un acuerdo: Regresará a España, pero no podrá permanecer en Madrid; elegirá como residencia Barcelona o Sevilla.
Eligió Sevilla.
El 30 de julio de 1876 desembarcó en Santander. La esperaba su hijo, el rey Alfonso. Tras unos meses de residencia en El Escorial se instala en el Alcázar sevillano.
Poco después, regresaron también los duques de Montpensier, pero el resentimiento seguía vivo entre ambas familias. Isabel II no quiso saludar a su hermana María Luisa y cuñado Montpensier cuando llegaron a la ciudad, y prohibió a sus hijas el menor trato con la familia de su hermana: no podía olvidar las apetencias al trono del duque y las zancadillas que propinó siempre que pudo para colocar sobre sus sienes la corona de España. Pero Montpensier busca la reconciliación y lo va a lograr. Cuenta con un resorte magnífico: su linda hija Mercedes, de quien está perdidamente enamorado el rey Alfonso XII. Las relaciones rotas hacía ocho años se hilvanan una tarde que los duques anuncian visita al Alcázar: besos, abrazos... Al día siguiente, Isabel II devuelve la visita a San Telmo. Desde ese momento las infantas juegan con sus primos y primas. El embrujo sevillano ha traído la paz a la pequeña corte de Sevilla.
Pero en la calle el ambiente no es tan idílico.
El Guadalquivir se ha salido de madre y la epidemia de viruelas hace estragos. El invierno es negro para los pobres.
Las Hermanas de la Cruz redoblan sus esfuerzos. No hay tiempo para la fatiga cuando el dolor se halla desparramado por la ciudad.
Ocurrió un caso singular en aquella epidemia.
Un obrero pierde a su mujer y queda con una niña de corta edad. Las Hermanas acuden solícitas a cuidarlos. También pilla él la enfermedad. A punto de morir, suplica a las Hermanas:
–¡Por Dios, Hermanas, no abandonen a mi pobre hija!
Ante un grito de piedad así, ¿qué hacer? ¿Qué responderle? En el diagrama que Sor Ángela se había dibujado sobre la Compañía de la Cruz no aparecía la posibilidad de acogida de niñas huérfanas.
Pero aquel hombre se muere. Y busca el consuelo de una respuesta positiva.
¿Qué hacer?
Sor Ángela consulta el caso con el Padre Torres Padilla.
–Adelante– le contesta.
Y Sor Ángela tomó a la niña consigo.
El buen hombre, sacramentado, murió gozoso dando gracias a Dios y a las Hermanas de la Cruz.
Y en la Compañía se inició con aquella niñita la primera experiencia de internado de niñas.

jueves, 24 de enero de 2019

Napoleón y la Iglesia


El cardenal Ercole Consalvi, fino diplomático romano, acompañó a Pío VII en su exilio de Fontainebleau, cuando Napoleón se coronó a si mismo delante del papa y lo mantuvo de «huésped» durante todo el invierno de 1804-5 antes de que pudiera volver a Roma. Napoleón amenazó con hundir la nave de la Iglesia:
Y el cardenal Consalvi, secretario de Estado de Pío VII, le replicó:
–No, no podrá.
Napoleón volvió a replicar:
Je detruirai votre Eglise!
Y de nuevo el cardenal Consalvi:
–No, no podrá. ¡Ni siquiera nosotros hemos podido hacerlo!
Lección que aprenderá en 1820 cuando, ya exiliado en la isla de Santa Elena, dirá:
–Los pueblos pasan, los tronos caen, la Iglesia permanece. 


No es posible resumir en un folio los largos desencuentros del emperador con la Iglesia: la ocupación de los Estados Pontificios, la deportación de Pío VI, la autocoronación imperial en París en presencia de Pío VII, etc. Me limitaré a recordar, a través de sus palabras, la relación que Napoleón sostuvo con la Iglesia y su idea de la Religión como instrumento necesario del poder, de «su poder». En un curioso libro titulado «Napoléon a dit», aparece retratado el emperador a través de citas, aforismos y opiniones. He aquí algunas de sus frases:
–Una sociedad sin religión es como un barco sin brújula.
–Se cree en Dios porque todo lo proclama a nuestro alrededor y porque los más grandes espíritus han creído.
–Yo estoy bien lejos de ser ateo, pero no puedo creer todo lo que se me enseña a pesar de mi razón, bajo pena de ser falso e hipócrita.
–El ateísmo es un principio destructor de toda organización que quita al hombre todos sus consuelos y todas sus esperanzas.
–El cambio de religión, inexcusable para los intereses privados, puede comprenderse quizá por la inmensidad de sus resultados políticos. Enrique IV lo dijo: «París bien vale una misa».
–Lo que hace superior a Mahoma es que en diez años conquistó la mitad del globo, mientras que hicieron falta trescientos años al cristianismo para establecerse.
–En China, el pueblo adora a su soberano como a un dios. Es lo que debe ser. Es ridículo que los papas ejerzan su poder sobre los súbditos de un soberano.
–El hombre no debe nada sobre lo que concierne a sus últimos días. En este momento [en Santa Elena], sin duda, yo bien creo que moriré sin confesor; y, sin embargo, he aquí a un tal que me confesará tal vez.
–Si Jesús no hubiera sido crucificado, no sería Dios.
–La religión es el reposo del alma, es la esperanza. Es el ancla de salvación de los malos.
–Todo sacerdote que se mezcla en asuntos políticos no merece el trato que es debido a su carácter.
–La sociedad no puede existir sin la desigualdad de fortunas, y la desigualdad de fortunas sin religión. Cuando un hombre muere de hambre al lado de otro que abunda, le es imposible aceptar esta diferencia si no es por una autoridad que le dice: «¡Dios lo quiere así! Es necesario que haya pobres y ricos en el mundo; pero después, y durante la eternidad, el reparto se hará de otra manera».
–Los conventos de monjas atacan a la población en su raíz. No se puede calcular la pérdida para un Estado de diez mil mujeres enclaustradas; se debería permitir los votos sólo a los cincuenta años.
–En el mundo no hay más que una alternativa: mandar u obedecer. Se pretende que, para bien saber mandar, sea necesario en principio saber bien obedecer. ¡Qué error! Yo jamás he obedecido, yo siempre he mandado.
–Es el carácter, la aplicación y la audacia las que me han hecho lo que soy.
Ya en el destierro de Santa Elena, cercana su muerte, declaró en su testamento que moría en la religión católica y romana, cuya fe restableció en Francia protegiéndola de continuo, aunque en su fuero interno jamás aceptara dogmas.
El 21 de abril de 1821, quince días antes de su muerte, mandó llamar a un sacerdote corso. Desde su llegada a la isla, Napoleón había asistido a su misa todos los domingos, pero ahora le llama para preguntarle:
–¿Sabe usted lo que es un catafalco iluminado? ¿Ha instalado ya usted alguno? Pues bien, le tocará instalar el mío. Y después de mi muerte, transportará el altar junto a mi lecho y celebrará usted la misa según el rito habitual, hasta que me hayan enterrado.
El sacerdote pasó casi una hora encerrado con él. Pero, según testigos presenciales, Napoleón no confesó. Se limitó a conversar con el cura. Por otra parte, Napoleón, que no había comulgado desde hacía cuarenta años, no siente llegado el momento de hacerlo.
Días después, el cura vino a verlo sin haber sido avisado. Pide que le dejen solo con el moribundo, y sale al poco rato, diciendo:
–Le he dado la extremaunción. El estado de su estómago no permite otro sacramento.
Napoleón murió el 5 de mayo de 1821. Sus últimas palabras, en medio del delirio, fueron:
France… Téte d’armée… (Francia… Cabeza de ejército…).

sábado, 19 de enero de 2019

Obra de chinos: Traslado de la Virgen de la Antigua y del Coral


He leído en la prensa cómo este fin de año los chinos han realizado una obra de chinos. Han movido la estructura de un viejo hotel de 5.000 toneladas 35,5 metros de su ubicación original. Se trata del Hotel Xianjiang, inaugurado en 1954 en la ciudad de Changsha, un procedimiento que se realizó en 40 horas.
Esto me hace recordar cómo en Sevilla, siglos atrás, se han realizado parecidas obras de chinos, pero en miniatura. Me refiero a la Virgen de la Antigua, pintura mural, trasladada en 1578 de la ubicación que tuvo en la catedral mezquita al emplazamiento actual en su capilla. Y al traslado de la Virgen del Coral, de la iglesia de San Ildefonso, en 1807.
















Virgen de la Antigua y Virgen del Coral

La Virgen de la Antigua, proveniente de la catedral vieja, se hallaba en un principio en el lugar que ahora ocupa la verja de entrada a esta capilla en la catedral, en posición invertida hacia dentro. Ubicarla en el lugar privilegiado de ahora fue todo un trabajo de ingeniería realizado en noviembre de 1578, bajo la dirección del arquitecto Asencio de Maeda, maestro mayor de la catedral. (Zúñiga y González de León dicen que ocurrió el 18 de noviembre; Juan de Loaysa, el 15 de noviembre, y otras memorias, el 22 de noviembre).
Bien, sea el día que fuere, lo importante es señalar lo arriesgado de la operación. Se cortó el muro, forrado con recios tablones, todo alrededor de la imagen y, con rodillos y poleas, fue llevado suavemente al lugar que ahora ocupa. Se logró «sin que de ella ni un leve terrón se desmoronase». La operación duró dos días. El arzobispo había pedido rogativas por el éxito de este trabajo de delicada ingeniería y el cabildo catedral procesionó a esta capilla para celebrar una misa en acción de gracias, oficiada por Alonso Fajardo de Villalobos, obispo dimisionario de Esquilache, canónigo y arcediano de Sevilla. La operación fue achacada a milagro y a las muchas oraciones de los sevillanos.
La Virgen de la Antigua se muestra de pie, de tamaño natural, tal vez mayor, con el Niño en el brazo izquierdo y ofreciéndole una rosa con el derecho. El Niño sostiene en sus manos un pajarillo. A los pies de la imagen aparece una mujer rezando de rodillas. Hay quien dice que se trata de doña Leonor, esposa de Fernando de Antequera, muy devota de esta imagen. Su esposo, que fuera rey de Aragón, debió hallarse retratado al otro lado, pero con la incuria del tiempo y el traslado se debió de perder.
Rezar ante la Virgen de la Antigua, antes y después de la partida hacia América, era costumbre devota de todos los marineros. Por eso, también, su devoción está tan extendida en el continente americano. Cristóbal Colón le dedicó la primera capilla en la isla de Santo Domingo; Hernán Cortés erigió iglesias dedicadas a su culto en México; la catedral de Darién, en Panamá fue erigida bajo su advocación... Todos los misioneros de los primeros tiempos de la conquista de América llevaban la devoción de la Virgen de la Antigua por todos los rincones de las Indias.
El templo de San Ildefonso, de estilo neoclásico, flanqueado por dos torres en su portada, se levantó en la primera mitad del siglo XIX. La vieja iglesia, construida sobre una mezquita, se hallaba a finales del siglo anterior tan deteriorada, que hubo que echarla abajo y levantar una iglesia de nueva planta. Pero en ella había una Virgen del Coral, pintura mural del siglo XIV, de tanta veneración en Sevilla como la Antigua en la catedral o la Virgen de Rocamador en San Lorenzo. Como no podía ser trasladada a ningún sitio ni se podía transportar un muro, se decidió cubrirla con un cajón de madera calafateado.
La primera piedra de la nueva iglesia no se puso hasta el 12 de enero de 1800, domingo infraoctavo de la Epifanía, cuya construcción discurrió con excesiva lentitud. El 2 de julio de 1807 tiene lugar un curioso ejercicio de ingeniería que ya no sorprende en Sevilla, porque cosa igual se hizo con la Virgen de la Antigua en 1578. Pero se vivió con emoción y cierta inquietud. Ultimada la nave del Evangelio, había que trasladar a su cabecera el muro que oculta la pintura de la Virgen del Coral. El proceso es delicado. Pero se realizó con total éxito. «Para esta deseada traslación –se cuenta en documento de la época citado por Gestoso– el inteligente arquitecto ha tomado todas las medidas y reglas del Arte en virtud de que el dicho muro, que ha estado sostenido con tornapuntas por espacio de 13 años, en cuyo largo tiempo no ha podido dejar de conocerse la piedad del Altísimo para con esta ciudad que se deleita y tiene sus mayores satisfacciones en el culto y veneración de su Santa Madre, pues expuesta al temporal al movimiento que excita el tránsito continuo de todo género de carruajes cubierta con unas miserables tejas y un solo tabique se ha encontrado la pintura tan ilesa y hermosa como si estuviera acabada de ejecutar por el artífice y como si hubiera estado en lo más oculto y defendido del Templo».
Para asegurar el éxito, se invocó a la divinidad con una misa solemne oficiada por el coadministrador de la diócesis, don Juan de Acisclo de Vera, arzobispo de Laodicea, ese mismo 2 de julio de 1807. El traslado se hizo con todo éxito y la pintura mural de la Virgen del Coral fue colocada en la cabecera de la nave del Evangelio. «Se cortó el muro en que estaba pintada la imagen y con tornos y aparejos se transportó al hueco prevenido al propósito con toda felicidad; quedando asegurada la conservación de aquel cuadro, objeto de particular y tiernísima devoción de muchas personas y familias», cuenta Velázquez en su Crónica. «Está pintada sobre un cañizo de cañas: es algo más pequeña que las de la Catedral y de San Lorenzo... Está muy restaurada, pero se conservan sus líneas generales y algunos trazos antiguos, siendo lo más puro las caras y manos: viste túnica que fue grana, con mangas sumamente ceñidas y capa con un gran cuello redondo y de pie. El Niño, que lo sostiene con su brazo derecho, está desnudo en su parte superior, rodeándole el cuello una cadena, de la que pende en su centro una ramita de coral; tiene un pajarillo en la mano derecha, y con la izquierda toma el cabo de una fruta que su Madre le ofrece con la misma mano. Debió tener nimbo y fondo dorado, pero el restaurador del siglo XVII seguramente lo sustituyó por una gloria bastante obscura con cabezas de querubines. Esto no obstante, las líneas generales, el plegado y el corte de los trajes, la posición y manera de la cabeza, todo nos da la evidencia de su época, que es, como decíamos, la de don Pedro [el Cruel], siendo el desviamiento de la cintura tal, con respecto al tronco, que la hace aparecer como descoyuntada» (Sentenach).
Tanto en el siglo XVI como en el XIX, en una Sevilla sin chinos, se realizaron dos traslados de imágenes murales que bien podemos catalogar de obra de chinos.

sábado, 12 de enero de 2019

Expulsión de los moriscos


La historia de los moriscos en España ocupa el período comprendido entre los años 1492 y 1609, en que son expulsados. Descendientes de los mudéjares –moros que permanecieron en España bajo el dominio de los reyes cristianos, conservando sus creencias religiosas y sus costumbres–, los moriscos son esos moros convertidos al cristianismo, aunque frecuentemente acusados de que bajo la apariencia de conversión seguían practicando su antigua religión. Es la historia de un siglo largo de difícil convivencia con los cristianos viejos, con represiones, sublevaciones y guerras, especialmente en los lugares donde se hallaban más extendidos (Granada, Valencia, Aragón).


 ¿Se hizo inevitable la expulsión? En los contemporáneos no se han detectado voces discrepantes, sintiendo al unísono la necesidad de esta limpieza étnica, que en nuestro tiempo nos parece aberrante. Hay que situarse en el siglo XVI para sentir con ellos el miedo visceral al «peligro turco», o la marcha de los acontecimientos de Marruecos, o la conspiración descubierta de los moriscos valencianos con la reina de Inglaterra. En su expulsión hay un hecho religioso, sin duda, pero adobado con necesidades estratégicas de la Corona y antagonismos económicos.
Lo cierto es que Felipe III ordena su expulsión, comenzando por los de Valencia en 1609. Siguen los de Andalucía a comienzos de 1610, para terminar con los de Aragón, Cataluña, Castilla y Extremadura, estos últimos de más difícil solución al ser pocos y hallarse más diseminados. En total, unos 300.000 moriscos salieron de España al finalizar el año 1610.
El bando de expulsión de los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Córdoba y Sevilla (con inclusión de los de la villa de Hornachos, en Extremadura) fue publicado en Sevilla el 12 de enero de 1610, hace 409 años. El edicto tenía unas cláusulas especialmente severas: no podían sacar más bienes que los que podían llevar consigo. Si marchaban a países cristianos, se les permitía llevar a sus hijos. Si marchaban a Berbería o a Turquía, destino más lógico de la mayoría de aquellos desgraciados, tenían que dejar a los hijos menores de siete años. Esta cruel disposición de separar a los hijos de sus padres se atenía a la lógica de aquel tiempo de poder salvar a los niños educándolos en la religión cristiana.
En Sevilla se reunió «un crecido número de estos niños, desde los que se encontraban en la lactancia, hasta los que próximamente cumplían la edad marcada, y como el Estado no proveyó directamente el sustento y crianza de estos pequeñuelos, fue forzoso procurar el concurso de personas piadosas que de ello se encargaran. El marqués de San Germán se dirigió, en este sentido, al Cabildo eclesiástico, aceptando voluntariamente los capitulares, en 10 de febrero, amparar a 232 muchachos; mas el marqués les entregó el día 14 a 300, de los que encargaron 186 a los prebendados, 40 por cuenta de la Fábrica de la Iglesia, y los 68 restantes a personas honradas. Nombró el Cabildo diputación para que velase por estas desgraciadas criaturas y para que recibiese los que pudiese entregar el comisionado y procurar que se entregasen a personas piadosas por mano del Cabildo» (Hazañas).
Fueron 30.000 los moriscos salidos del reino de Sevilla y sólo del Aljarafe 5.024. Un romance, citado por Caro Baroja, recoge los lamentos llorosos de las mujeres que invocaban en su dolor a la Virgen de Belén o del Rosario y sentían afecto a sus parroquias y devociones cristianas. Un mercader, incluso, dejó 4.000 ducados de manda a la Virgen de la Hiniesta...

De la muy noble Sevilla,
que por copia se han sacado
treinta mil y más van juntos
hombres, mujeres, muchachos,
de grande y pequeña edad,
de pobre y de rico estado.
Del Aljarafe vinieron
cinco mil y veinticuatro:
otros cabos que no cuento
casi llegan a otro tanto.
Y las moriscas mujeres
torciendo las blancas manos,
alzando al cielo los ojos
a voces dicen llorando:
-¡Ay, Sevilla, patria mía!
¡Ay iglesia de San Pablo,
San Andrés, Santa Marina,
San Julián y San Marcos!
Otras lloran por los sitios
donde tenían sus tratos.
Otras llamaban a voces
a la Virgen del Rosario
y a la Virgen de Belén:
¡Ella sea en nuestro amparo!
Y muchos de los moriscos
antes de ser embarcados,
dejaron muy ricas mandas
a los templos señalados.
Hubo entre ellos mercader
que en San Julián es nombrado,
que a la Virgen de la Iniesta
dejó cuatro mil ducados.

Imaginemos la difícil situación de estos infortunados moriscos en los países de acogida. Muchos de ellos no llegaron siquiera: han muerto en el camino o en los barcos donde son transportados. Los que sobreviven y son acogidos en países musulmanes sienten hostilidad porque se les considera cristianos; los acogidos en Francia o Italia, porque se les considera herejes. España perdió con esta sangría de hombres y mujeres los mejores braceros para el cultivo de la tierra con sus sistemas de irrigación de canales, acequias y compuertas que sólo ellos dominaban.

domingo, 6 de enero de 2019

La monja que nació en lo alto de la Giralda


Tengo el gusto de presentar la segunda edición de la biografía de una monja sevillana que tuvo el honor de nacer en lo alto de la Giralda, bajo el cuerpo de campanas, en la rampa número 30 —la Giralda tiene 35 rampas—, en esas alturas donde la torre «parece que se descalabra en las estrellas», el 7 de febrero de 1842, lunes, a las cinco de la mañana, según consta en su partida de bautismo. Fue sor Bárbara de Santo Domingo, dominica del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, enterrada en el coro de la iglesia conventual.


 Su padre, Casimiro Jurado, de oficio hojalatero, natural de Sevilla, campanero segundo de la Giralda, prestaba el servicio de tocar el alba por un sueldo mensual de 110 reales y una habitación de balde, la última, la más inmediata a las campanas, con su esposa María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal, en la raya de Extremadura, y sus dos hijos, José –¿nacido también en la Giralda?, creo que sí–, y Bárbara, dos años menor que su hermano.
En la Giralda vivió sor Bárbara su infancia y juventud, hasta que a sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar en religión. Sor Bárbara subía y bajaba continuamente esas rampas, como sus padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su casa, su hogar, su morada, era esa minúscula habitación, de tres metros cuadrados o poco más, sin otra abertura que la puerta de arco moruno de herradura, en la cara este de la Giralda, la que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Dos días más tarde de su nacimiento, 9 de febrero de 1842, fue bautizada en la pila de la Catedral de Sevilla con los nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda, Ricarda de la Santísima Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por complacer a su madrina de bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es motivo de orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila bautismal de mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base, donde fue bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos, y tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres eran buena gente, muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el Seminario y le quedó la costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que compartirá con su hija. Tocaba las campanas cuando era su momento, y gastaba el día haciendo cacharros de lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la veían fatigada y le decían que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto me da la vida. Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho, subiendo cántaros de agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua… Subir y bajar treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho, y para cuatro personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas, con esos ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento, un día una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le contestó:
–No me hace daño: me crie con mucho calor en la torre.
El 6 de junio de 1853, lunes, dentro de la octava de la conmemoración de San Fernando, tocaba su hermano José Jurado, con 13 años, la campana llamada de San Fernando «en el segundo repique de Prima». Es una campana de volteo, que implica destreza y peligro. ¿Estaba su padre? ¿Andaban por allí los otros campaneros? ¿Había repique general? ¿Jugó peligrosamente José con la campana tratando de colocar su pie sobre su cabeza de madera y permanecer suspenso peligrosamente en el abismo? ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo o ha visto hacerlo a su padre y a los otros campaneros? Cuando… ¡zas! Voló por entre la campana y el arco y cayó sobre el tejado de la Biblioteca Colombina.
El Porvenir, único periódico que en esa fecha está disponible en la Hemeroteca Municipal, ni siquiera se hace eco de la noticia. Pero ocurrió. Su partida de defunción, en los archivos del Sagrario de la Catedral, dice elocuentemente: «En la ciudad de Sevilla, capital de su provincia, a siete de junio del año de la fecha, yo el infrascrito Cura del Sagrario de esta Santa Patriarcal Iglesia mandé dar sepultura eclesiástica al cadáver de José Jurado, de esta naturaleza, soltero, de trece años, hijo de Casimiro, de profesión campanero, y de esta Ciudad, y de María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal. Falleció el día anterior, de resulta de haber sido arrojado de la Torre de esta Santa Iglesia Catedral, por la campana llamada San Fernando, en el segundo repique de Prima día en que la Iglesia celebraba la festividad de San Fernando».
Ese dolor de la pérdida de su hermano hizo revivir en Bárbara unos deseos que barruntaba ya desde muy pequeña. Hacerse monja. Su madre confirma que Bárbara, ya desde los seis años, manifestaba deseos de ser religiosa. Un canónigo enseñó a Bárbara a tocar el piano, lo que le serviría para entrar en el convento sin pagar dote. Y en el convento de dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación está introducida. Murió muy joven, a los 30 años, el 18 de noviembre de 1872. Pero esta es una bonita historia que cuento en este libro titulado «Sor Bárbara de la Giralda, la hija del campanero».

miércoles, 2 de enero de 2019

La Inquisición de Sevilla y la Susona


Dos domi­nicos, fray Miguel Morillo y fray Juan de San Martín, fueron los primeros inquisidores nombrados por los Reyes Católicos en Medina del Campo. Uno había sido vicario de los conventos de reformados de la provincia de Castilla y el otro provincial de la de Aragón. El 2 de enero de 1481 –hace 538 años– dieron su primera proclama en Sevilla, que fue como un clarinazo para la inmediata desbandada de conversos judíos hacia tierras de señoríos, especialmente del marqués de Cádiz, o hacia Portugal. Había que echar tierra de por medio ante lo que se avecinaba.



La política inquisidora de los Reyes Católicos venía apoyada por una bula de Sixto IV, fechada el 1 de noviembre de 1478. «Sabemos que, en diferentes ciudades de vuestros reinos de España, muchos de los regenerados en Jesucristo por su propia voluntad y a través de las sagradas aguas del bautismo, han vuelto secretamente a la observancia de leyes y costum­bres religiosas de la superstición judía... Deseamos, pues, tener en cuenta vuestra petición y aplicar los remedios propios para reprimir los males que nos señaláis. Os autorizamos a designar tres o, por lo menos, dos obispos u hombres firmes que sean sacerdotes seculares, religiosos de orden mendicante o no mendicante, con edad mínima de cuarenta años, conscientes y de vida ejemplar, maestros o bachilleres en teología, o doctores y licenciados en derecho canónico, minuciosamente examinados y elegidos, que crean en Dios y a los que juzguéis dignos de ser nombrados en la actualidad en cada ciudad o diócesis de dichos reinos, según las necesidades... Además, concedemos a estos hombres, por lo que se refiere a todos los acusados de crimen contra la fe y a quienes les ayudaren o favorecieren, los especiales derechos y jurisdicciones que la ley y la costumbre atribuyen a los ordinarios y a los inquisidores de la Herejía».
La proclama del 2 de enero ordena­ba a los grandes señores, especialmente al marqués de Cádiz, bajo pena de excomunión, que entregasen los fugitivos en un plazo máximo de quince días y que secuestraran sus bienes. Las denuncias se sucedieron y los calabozos se llenaron de judíos conversos. Una enorme conmoción estremeció la ciudad, dividida entre los que acogieron con entusiasmo a los inquisidores y los que se sintieron perseguidos. «Fueron luego los inquisidores al Cabildo de la Santa Iglesia, donde presentaron y mostraron sus bulas y provisiones reales…».
La resistencia fue encabezada por Diego de Susón, notable marrano de la ciudad, padre de la tristemente célebre Susona, conocida como la Fermosa Fembra. Y con él, nombres tan significados y curiosos como Benedona, padre del canónigo; Abalofia, el Perfumado, que tenía las Aduanas de cambio del rey y de la reina; Alemán, Poca sangre, el de los muchos hijos alemanes; Pedro Fernández Cansino, veinticuatro de Sevilla y jurado del Salvador; Alonso Fernández, el de Lorca; Gabriel de Zamora, el de la calle Francos, veinticuatro; Ayllón Perote, el de las Salinas; Medina el Barbudo; Sepúlveda y Cordonilla, hermanos, que tenían la casa del pescado salado de Portugal y Bartolomé Rodilla, su sobrino; Jaén el veinticuatro; El Manco y su hijo Juan Demente; los Aldafes de Triana, hermanos, que vivían en el Castillo; Juan de Jerez y su padre; Álvaro de Sepúlveda el Viejo; Cristóbal López Mondadura... y otros muchos ricos que vivían en Utrera y Carmona. Confabulados ante el peligro que se cernía sobre ellos se dijeron:
–Qué os parece cómo vienen contra nosotros. Nosotros no somos los principales de esta ciudad en tener e bien quistos del pueblo. Fagamos gente. Vos, fulano, tened a punto tantos hombres de los vuestros, e vos, fulano, tened a punto vuestras gentes.
Y se repartieron las armas, gentes y dineros. El plan consistía en acabar con los inquisidores.
La conjura se abortó por la delación de la joven Susona, «muy gentil dama y enamorada y requebrada», prendada de un cristiano viejo, que acusó a su padre. Inmediatamente, los arrestos de los conjurados se sucedieron en cadena. Y el pánico se desató en la ciudad. En la redada cayeron tres ediles veinticuatros de la ciudad, magistrados, sacerdotes...
El 6 de febrero se encendió la primera hoguera de la Inquisición. Cuando le llegó el turno a Susón de subir al quemadero, le arrastraba la soga, «y como él presumía de gracioso», dijo a uno de sus custodios:
–Alzadme esta toca tunecí.
Y así comenzó en Sevilla la nueva Inquisición que tuvo en el Castillo de Triana su sede administrativa y sus macabros calabozos.
Susona, la Fermosa Fembra, pagó con creces en esta vida su repugnante vileza. El obispo auxiliar Reginaldo Romero la metió en un convento, pero salió de él, casó con un hombre principal, cuyo nombre han silenciado los papeles, tuvo hijos, «y después vino a tanta miseria que fue amiga de un especiero». «Está su calavera en una pared, frontero de la calle del Agua, a la salida de lo angosto que va al Alcázar, por donde va el agua al Alcázar. Esta calle se llama del Ataúd, porque es hecha a este talle, mandólo así en su testamento, y el Visitador la mandó poner allí, efectuando la cláusula que decía: ¡que su calavera estuviese así en la casa, donde había vivido mal, para ejemplo y castigo de sus pecados!».
Tenía su casa Susón en la calle del Ataúd, junto a la del Agua en el barrio de Santa Cruz. Después cambió de nombre esta calle por el de la Muerte, tal vez en recuerdo de la Susona. Y desapareció en 1833 por derribo de sus casas. Durante siglos, se dice, se cuenta, la calavera de la Fermosa Fembra presidió macabramente el portal de aquella casa para recuerdo indeleble de tan triste suceso.
En el marco incomparable del Barrio de Santa Cruz, antigua Judería, se barajaban como moneda corriente nombres tan sugestivos y contrapuestos de calles como Ataúd o Muerte frente a Agua, Vida, Gloria...