Hace años, siendo todavía seminarista,
leí El poder y la gloria, novela
aparecida en 1940 del escritor británico Graham Green, convertido al catolicismo
en 1926. A Green no le gustaba que le llamaran «novelista católico». Decía:
–No sé por qué me ponen la etiqueta de
escritor católico: soy simplemente un católico que es también escritor.
El
poder y la gloria cuenta la historia de un sacerdote que
se encuentra en el estado mexicano de Tabasco durante la década de 1930, tiempo
de persecución de la Iglesia católica, conocida como la Guerra Cristera.
Una serie de personajes discurren por su
novela: un dentista inglés, una madre que lee a sus hijas una historia
religiosa, un tipo que habla inglés y que parece que quiere huir, un jefe de
policía ateo, un teniente, un hombre que baja el río en barco y se dedica a
comerciar con bananas… Pero el protagonista fundamental es un cura, atormentado
en su conciencia, que se debate entre su vocación sacerdotal y los
remordimientos por su sentimiento de pecador, pues es padre de una joven. Se
muestra egoísta y cobarde y no pocas veces alejado de la fe que predica. Un
cura rollizo y bebedor, el pater whisky
le decían, plagado de miedos e inseguridades, que huye y se esconde de la
policía para que no lo fusilen por ser sacerdote, dice misas y confesiones
clandestinas, y se sabe que no se siente mártir.
Graham Green.
Pero, por encima de todo, lo que en esta
novela trata Green de enfatizar es la idea del poder sanador de los sacramentos
de la Iglesia sin importar el sacerdote que los administre.
Esta novela fue un best seller. Será llevada al cine con el nombre de El fugitivo (1947), dirigida por John
Ford, y creará en el seno de la Curia romana un debate que a punto estuvo de ser
incluida en el Index librorum
prohibitorum.
Subrayo, de pasada, que ni Mi lucha de Hitler, ni las obras de
Lenin, Mussolini o Stalin, de la misma época más o menos, llegaron a ser
incluidas en el Index. Y no me
pregunten por qué. Será precisamente esta novela, considerada hoy como una de
las grandes novelas católicas del siglo XX, la que estuvo en la mesa del Santo
Oficio para su expurgación.
Para los censores romanos era totalmente
inaceptable que un sacerdote pudiera ser un bebedor y tener una hija. Un censor
llegó a afirmar que Graham Green tenía una «tendencia anormal» a representar
«situaciones en las que interviene una forma u otra de inmoralidad». Y Green
pensaba que «la herejía es sinónimo de libertad de pensamiento».
A instancias de Roma, el cardenal
Griffin, arzobispo de Westminster, acudió a visitar al escritor para pedirle
que prohibiera la publicación de nuevas traducciones y la reedición de las
antiguas. Además, debía «corregir adecuadamente» el original en inglés, porque
un sacerdote no podía ser alcohólico ni tener una hija.
Pero Green se negó a modificar nada y a
punto estuvo su obra de ser incluida en el Index
si no hubiera sido por la intervención de Giovanni Battista Montini, entonces sustituto
de la Secretaría de Estado para los asuntos internos de la Iglesia con Pío XII,
quien paró la condena de los censores alegando que reflejaba «una comprensión
deficiente de los grandes méritos de la obra».
La primera versión del Index Librorum Prohibitorum fue
promulgada por el papa Pablo IV en 1559 y sobre ella se fueron realizando
revisiones a lo largo de los años para su actualización. La vigésima y última
versión apareció en 1948 y fue abolida formalmente por Pablo VI (Montini) el 14
de junio de 1966.
Desde 1917 la Congregación del Índice
formó parte del Santo Oficio y si por entonces lo ocupaban obras de personajes
de la literatura y de la filosofía, después de la Segunda Guerra Mundial, en
1945, se redujo a la inclusión de teólogos progresistas.
Llegó el Concilio Vaticano II y se puso
en duda la existencia del Santo Oficio. El cardenal Ciriaci llegará a decir que
«el exceso de condenas también ha de ser condenado». Y Montini, ya elegido
Papa, rebajará el poder del Santo Oficio con el nuevo nombre de Congregación
para la Doctrina de la Fe.
El cardenal conservador Alfredo
Ottaviani, nombrado prefecto de la nueva Congregación para la Doctrina de la
Fe, se verá obligado al desmantelamiento de esa institución centenaria que se
llamaba Index Librorum Prohibitorum.
De hecho –dirá Ottaviani en su descargo–
el Index ya no era de mucha utilidad.
Y llegados aquí, me dirán ustedes:
–¿Por qué toda esta disertación?
Ah, porque todavía hay formas sutiles y
torpes de algún purpurado ante ciertas obras actuales. No gusta que se cuente
que un cura, y peor aún que un obispo o cardenal, haya tenido un vástago, cosa
que se ha prodigado en la historia de la Iglesia. Y no hay que rasgarse las
vestiduras por ello. El primero que se nos viene siempre a las mientes es
nuestro paisano Alejandro VI, el Papa Borja, pero su antecesor, Inocencio VIII,
no le va a la zaga en tener vástagos, y el sucesor Julio II también fue un buen
pájaro, del que se cuenta que, cuando Miguel Ángel le estaba erigiendo una
estatua en Bolonia, después de haber abocetado la mano derecha en forma de
bendición, le preguntó qué cosa quería que le pusiera en la mano izquierda.
–¿Un libro, quizá? –le dijo Miguel
Ángel.
Y Julio II le respondió gritando:
–¿A mí
un libro? ¿Me tratas como un niño? Yo quiero una espada.
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