Se
hacían obras de ampliación –tal día como hoy, 30 de septiembre de 1958– en
terrenos de la Real Sociedad de Tiro de Pichón, situada en la loma que se alza
sobre Sevilla, atravesada Triana, y que conduce a Castilleja de la Cuesta. La
azada de un obrero –digamos su nombre, para que conste: se llamaba Alonso
Hinojos del Pino– dio con un objeto metálico. Se trataba de un brazalete de oro
de 24 quilates. Y así se dio con el fabuloso tesoro tartésico conocido como Tesoro
del Carambolo.
«Todo
comenzó –cuenta el profesor Juan de Mata Carriazo– aquella mañana del 30 de
septiembre de 1958 con el descubrimiento casual del tesoro del Carambolo. Como
en aquella sazón yo era catedrático de Prehistoria e Historia de España Antigua
y Media en la Universidad de Sevilla, y Delegado de Zona del Servicio nacional
de Excavaciones Arqueológicas en su distrito universitario, fui convocado el 2
de octubre, con otros arqueólogos sevillanos, a las oficinas de un Banco, cuyo
secretario lo era también de la Sociedad del Tiro de Pichón, en cuyas
instalaciones se había descubierto el tesoro. Cuando en aquella tarde memorable
tuve en mis manos aquellas joyas, con el deslumbramiento correspondiente,
mientras mis colegas tanteaban todas las hipótesis posibles para su
clasificación (visigodas, bizantinas, precolombinas, musulmanas), yo fui rebatiéndolas
una por una; para terminar afirmando que eran tartésicas. Fue, sobre todo, un
acto de intuición. El análisis que iba haciendo de todos sus caracteres y
circunstancias me convenció muy pronto de que eran indígenas y del segundo
cuarto del milenio primero (750-500) antes de Cristo... Cuando los señores del
Tiro de Pichón nos llevaron al lugar del hallazgo, yo les pedí permiso para
emprender su excavación... Esta excavación puso al descubierto las ruinas,
calcinadas por un incendio, de una gran cabaña oblonga, de unos 6 metros
de eje mayor por unos 4,5 de eje menor, sin cimientos aparentes, cuyas paredes
debieron ser varetas o cañas, sujetas con unas pellas de barro que al cocerse
con el fuego conservaron sus nítidas imprimaciones. Pudieron emplearse también
adobes, que al calor del incendio fundió... El expolio de la excavación
consistió, principalmente, en una cantidad prodigiosa de cerámicas, todas
fragmentadas, en las que al cabo de una paciente y minuciosa clasificación
pudimos distinguir hasta veinte variedades. Ni una sola pieza completa. Ni
cuando pudimos concertar los fragmentos de algunas llegaron a definir por
completo su forma. El resto del ajuar fueron dos puntas de flecha de cobre,
algunas barritas de punta aguda que pudieron ser puntas de fíbulas, tres
molinos de mano de piedra, con la base barquiforme y la moledera esférica, una
plaza de arquero, incompleta, muchos huesos de animales, muchas conchas de
almejas, y una especie de cuchara o paleta de barro cocido, con ranuras cruzadas
en el lado cóncavo, de tipo eneolítico, con paralelos portugueses».
Los
primeros resultados fueron ofrecidos por el profesor Carriazo el 10 de octubre
en el salón de sesiones del Ayuntamiento ante las autoridades, académicos y los
miembros de un Congreso de Cooperación Intelectual que se celebraba en Sevilla.
La primera noticia al gran público apareció en las páginas del diario ABC (16 noviembre 1958) en un artículo
del mismo profesor con los resultados de tan singular hallazgo. «El tesoro y
los demás materiales obtenidos en la excavación del yacimiento, principalmente
su cerámica pintada, constituyen la revelación de toda una cultura
prehistórica, hasta ahora desconocida. Es imposible, por mucha que quiera ser
nuestra preocupación y reserva, dejar de relacionar esta cultura con el pueblo
de Tartesos, la más antigua entidad política superior de todo el Occidente
europeo, bien conocida por las fuentes literarias, pero de cuyo contenido
material no sabíamos hasta ahora nada cierto. Esta es la inmensa importancia de
estas joyas y de esta cerámica pintada, de la que puedo ofrecer una primera
información».
Y
relata en síntesis el singular hallazgo de El Carambolo. «El tesoro está
formado por 21 piezas de 24 quilates, con un peso total de 2.950 gramos. Joyas
profusamente decoradas, con un arte fastuoso, a la vez delicado y bárbaro, con
muy notable unidad de estilo y un estado de conservación satisfactorio, salvo
algunas violencias ocurridas en el momento del hallazgo».
En
definitiva, un tesoro compuesto por un pectoral rectangular decorado con
motivos florales, dos brazaletes cilíndricos decorados con rosetas y
semiesferas, ocho placas rectangulares, un pectoral similar de dimensión muy
reducida, un collar con siete colgantes en forma de anillos signatarios y otras
ocho plazas rectangulares más pequeñas.
«El
tesoro –manifestó el profesor Carriazo– ha sido ya calificado con las
atribuciones más diversas; asirio, egipcio, púnico, celta, incásico y visigodo.
Pero es con toda evidencia hispánico y andaluz. Su cronología puede oscilar,
con máxima amplitud entre los siglos VIII y III antes de Cristo. A la vista del
yacimiento, sin embargo, a nosotros nos parece tartésico, y del siglo VII al
VI. Un tesoro digno de Argantonio».
Tartesos,
reino enigmático y fantástico del extremo de Occidente, cercano a las columnas
de Hércules, ofrecía en sus entrañas una muestra de su cultura ancestral.
Tartesos es la primera cultura andaluza propiamente dicha, desarrollada en el
último período del Bronce, cuando en los demás pueblos peninsulares aún no se
había introducido el hierro. Su capital, Tarsis, de ubicación incierta en el
valle del Guadalquivir, es citada por Isaías en la Biblia y por los escritores
griegos. El momento de mayor esplendor de este pueblo, que mantiene relaciones
comerciales con fenicios y griegos, se sitúa en el siglo VI antes de Cristo. Su
rey, Argantonio, único nombre conocido históricamente de la dinastía tartésica,
aparece documentado en Herodoto y Anacreonte y debió reinar entre los años 630
y 550 antes de Cristo. Modelo de longevidad –más de cien años se le supone–, ha
impulsado a algunos historiadores a considerar bajo el nombre de Argantonio más
una dinastía que un rey concreto.