En los primeros días de noviembre de 1492,
Cristóbal Colón envió a dos de sus hombres, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres,
a explorar el interior de la isla de Cuba. A su vuelta contaron que habían
visto a los indígenas «mujeres y hombres, con un tizón en la mano e hierbas para
tomar sus sahumerios», es decir, que llevaban en sus manos un tizón encendido
por un extremo mientras lo chupaban por el otro, aspirando y exhalando el humo.
Al tizón llamaban tabaco, formado por hojas secas, enrolladas, del cojibá
ó cohivá, nombre indio de la planta del tabaco.
Hoy se tiene por el primer fumador de
tabaco de nuestro mundo occidental a Rodrigo de Jerez, natural de Ayamonte
(Huelva), marino en la expedición de Colón. Y a América por la cuna del tabaco.
Cuando vieron por acá cómo Rodrigo de Jerez echaba humo por la boca y las
narices le acusaron de mantener relaciones con el diablo y tuvo que habérselas
con la Inquisición.
Pero el tabaco se hará pronto popular en
Europa. Se dice que fray Romano Pane, en 1518, remitió a Carlos V semilla del
tabaco que el emperador ordenó cultivar. Es posible que este cultivo sea el
inicio del tabaco en nuestra tierra. En Francia fue conocido en 1560 por Juan
Nicot, embajador francés en Lisboa, que lo obtuvo de un flamenco venido de la
Florida. Nicot, que ha dado nombre a la nicotina, presentó la planta y el
producto en polvo a Francisco II, rey de Francia. Su madre, Catalina de
Médicis, que padecía de fuertes jaquecas, lo usó en polvo y resultó remedio
milagroso que recomendó y divulgó por su reino.
A finales del siglo XVI el uso del tabaco,
especialmente en polvo, estaba extendido por Europa. El cardenal Santa Cruz lo
introdujo en Italia; el cardenal Tornabona, en Roma; el rey de las Dos
Sicilias, en Calabria y Cerdeña; Walter Raleigh lo trajo de Virginia a
Inglaterra.
Y con su uso vinieron las censuras. Se dice
que en Rusia se llegó a castigar el consumo del tabaco con la amputación de la
nariz. Y el papa Urbano VIII prohibió su uso en polvo o rapé en las iglesias,
costumbre que se había extendido entre los fieles e incluso entre los
sacerdotes celebrantes. Recogida esta bula por el cardenal Borja, éste ordenó
su publicación y cumplimiento en la diócesis de Sevilla. Y así, el domingo 27
de julio de 1642 se leyó entre los dos coros de la catedral la bula del Papa en
la que prohibía bajo pena de excomunión latae sententiae que «ninguna
persona, eclesiástica, regular, ni seglar, así hombres como mujeres, de
cualquier estado, grado, condición, dignidad, calidad, orden o estatuto,
exención etiam del Hospital de San Juan de Jerusalén o de otro cualquier
privilegio que sean, puedan tomar, ni tomen tabaco en hoja, ni en polvo, ni en
humo, por boca o narices, en ninguna de las iglesias de Sevilla, ni de todo su
Arzobispado, ni en su ámbito, ni patio de ellas».
Pero hacía algún tiempo que al tabaco se
atribuían virtudes terapéuticas aprendidas de los indios. Nicolás Monardes
(+1588), médico sevillano, fue el primero que lo cultivó en Europa como
medicina curativa. En su libro Historia medicinal de las cosas que se traen
de nuestras Indias Occidentales y que sirven en la medicina, trata
extensamente del tabaco y ofrece unas curiosas observaciones para su aplicación
médica. Por ejemplo, recomienda calentar la hoja seca para su aplicación en la
parte enferma o el frotamiento de los dientes con un cepillo embebido en jugo
del tabaco.
El chocolate, también venido de América,
fue igualmente motivo de censuras. Los hombres de Hernán Cortés fueron los primeros
que apreciaron el cacao que los indios mexicanos utilizaban como moneda de
transacción y el suculento manjar, sólido o líquido, llamado chocolate, que de
él sale. En España fueron los franciscanos o quizá los cistercienses los que
primero apreciaron el valor del cacao y propagaron la exquisita bebida caliente
y nutritiva del chocolate, que satisfacía el paladar y quitaba el hambre. Y de
España pasó a Europa. Grandes discusiones se alzaron por aquel entonces sobre
si el chocolate rompía el ayuno o no. El padre Escobar hacía el siguiente
silogismo: «Liquidum non fragit ieiunium» (el líquido no rompe el ayuno); es
así que el chocolate es un líquido; luego no rompe el ayuno. A este argumento
se acogió entre otros el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII de Francia,
que lo tomaba a diario. Pero a otros moralistas no convencía tal argumento.
«Yo veo –decía Solórzano Pereira– que todos los ingredientes de que se compone
son comestibles y muy sustanciales, y que esta bebida da gran fuerza, calor y
sustento y quita la hambre por mucho tiempo, y así tiene todos los requisitos
de todas las bebidas que por semejantes causas resuelven que quebrantan el
ayuno los doctos padres Esteban Fagúndez y Antonio Diana, que citan otros... A
lo cual añado lo que notablemente dice Bernal Díez del Castillo, conviene a
saber que Moctezuma, emperador de México, después de comer, solía tomar esta
bebida del chocolate con vasos de oro, para estar más apto para entregarse
luego a sus concubinas. Con quien parece que conviene el padre Eusebio de
Nieremberg, enseñando que la fuerza de esta bebida, si se toma simple, es
refrigerar y causar mucho nutrimento; pero si se toma compuesta, excitar para
el uso venéreo. Por donde se podrá entender si es a propósito para el ayuno,
que se hizo principalmente para mitigar estos lascivos deseos, y así lo llamó
con razón san Ambrosio muerte de la culpa, destrucción de los delitos, sujeción
y maceración de la carne, remedio de la salud, raíz de la gracia y fundamento
de la castidad».
En Sevilla, esta polémica del chocolate y
el ayuno llegó a los papeles con la publicación del prestigioso médico Gaspar
Caldera titulada Tribunal Medicum, Magicum et Politicum y la
controversia epistolar que posteriormente sostuvo con el cardenal Francisco
María Brancacio.
Enzarzados en estas disputas de escuela
sobre si el chocolate rompía o no el ayuno, esta bebida se hizo costumbre tal
que había señoras que en mitad de las largas funciones de iglesia eran servidas
por sus criadas. Ello propició que Inocencio XI escribiese al nuncio en Madrid
para que solicitara de los prelados de estos reinos de España remediasen
ciertos abusos que habían llegado a su noticia, como es el tomar chocolate en
los templos. Y así, recogiendo el sentir de Roma, el arzobispo Ambrosio Spínola
formuló el 6 de agosto de 1681 excomunión mayor contra aquellos que tomasen
chocolate en las iglesias de Sevilla.
Ocurría que, llevados de la moda, tanto el
tabaco como el chocolate, o lo que fuera, se llevaban a las iglesias, donde la
gente fumaba, comía o bebía a placer. Si no hacía cosa de peor educación, como
escupir.
Fray Juan Álvarez de
Sepúlveda, que escribió un curioso libro sobre la Historia de la imagen de
Nuestra Señora de Aguas-Santas, patrona de Villaverde del Río, se queja en
él de estas irreverencias en los templos, cosa que no se dan en otras
repúblicas de Europa, como es, según señala, el pasearse, reír, escupir o
hablar. Y se lamenta: «El dolor es que, habiendo fabricado la Lonja para
desterrar el comercio de este santuario [la catedral], comienzan ya a llorar
los escritores que el remedio no aprovecha. Puédese temer que el brazo de Dios
que levantó el azote en Jerusalén, vuelva a descargar el golpe en los sevillanos
comerciantes para que aprendan, la boca por el suelo, a respetar lo sagrado».