miércoles, 24 de julio de 2019

Tabaco y chocolate en las iglesias

En los primeros días de noviembre de 1492, Cristóbal Colón envió a dos de sus hombres, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres, a explorar el interior de la isla de Cuba. A su vuelta contaron que habían visto a los indígenas «mujeres y hombres, con un tizón en la mano e hierbas para tomar sus sahumerios», es decir, que llevaban en sus manos un tizón encendido por un extremo mientras lo chupaban por el otro, aspirando y exhalando el humo. Al tizón llamaban tabaco, formado por hojas secas, enrolladas, del cojibá ó cohivá, nombre indio de la planta del tabaco.
Hoy se tiene por el primer fumador de tabaco de nuestro mundo occidental a Rodrigo de Jerez, natural de Ayamonte (Huelva), marino en la expedición de Colón. Y a América por la cuna del tabaco. Cuando vieron por acá cómo Rodrigo de Jerez echaba humo por la boca y las narices le acusaron de mantener relaciones con el diablo y tuvo que habérselas con la Inquisición.


Pero el tabaco se hará pronto popular en Europa. Se dice que fray Romano Pane, en 1518, remitió a Carlos V semilla del tabaco que el emperador ordenó cultivar. Es posible que este cultivo sea el inicio del tabaco en nuestra tierra. En Francia fue conocido en 1560 por Juan Nicot, embajador francés en Lisboa, que lo obtuvo de un flamenco venido de la Florida. Nicot, que ha dado nombre a la nicotina, presentó la planta y el producto en polvo a Francisco II, rey de Francia. Su madre, Catalina de Médicis, que padecía de fuertes jaquecas, lo usó en polvo y resultó remedio milagroso que recomendó y divulgó por su reino.
A finales del siglo XVI el uso del tabaco, especialmente en polvo, estaba extendido por Europa. El cardenal Santa Cruz lo introdujo en Italia; el cardenal Tornabona, en Roma; el rey de las Dos Sicilias, en Calabria y Cerdeña; Walter Raleigh lo trajo de Virginia a Inglaterra.
Y con su uso vinieron las censuras. Se dice que en Rusia se llegó a castigar el consumo del tabaco con la amputación de la nariz. Y el papa Urbano VIII prohibió su uso en polvo o rapé en las iglesias, costumbre que se había extendido entre los fieles e incluso entre los sacerdotes celebrantes. Recogida esta bula por el cardenal Borja, éste ordenó su publicación y cumplimiento en la diócesis de Sevilla. Y así, el domingo 27 de julio de 1642 se leyó entre los dos coros de la catedral la bula del Papa en la que prohibía bajo pena de excomunión latae sententiae que «ninguna persona, eclesiástica, regular, ni seglar, así hombres como mujeres, de cualquier estado, grado, condición, dignidad, calidad, orden o estatuto, exención etiam del Hospital de San Juan de Jerusalén o de otro cualquier privilegio que sean, puedan tomar, ni tomen tabaco en hoja, ni en polvo, ni en humo, por boca o narices, en ninguna de las iglesias de Sevilla, ni de todo su Arzobispado, ni en su ámbito, ni patio de ellas».
Pero hacía algún tiempo que al tabaco se atribuían virtudes terapéuticas aprendidas de los indios. Nicolás Monardes (+1588), médico sevillano, fue el primero que lo cultivó en Europa como medicina curativa. En su libro Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales y que sirven en la medicina, trata extensamente del tabaco y ofrece unas curiosas observaciones para su aplicación médica. Por ejemplo, recomienda calentar la hoja seca para su aplicación en la parte enferma o el frotamiento de los dientes con un cepillo embebido en jugo del tabaco.
El chocolate, también venido de América, fue igualmente motivo de censuras. Los hombres de Hernán Cortés fueron los primeros que apreciaron el cacao que los indios mexicanos utilizaban como moneda de transacción y el suculento manjar, sólido o líquido, llamado chocolate, que de él sale. En España fueron los franciscanos o quizá los cistercienses los que primero apreciaron el valor del cacao y propagaron la exquisita bebida caliente y nutritiva del chocolate, que satisfacía el paladar y quitaba el hambre. Y de España pasó a Europa. Grandes discusiones se alzaron por aquel entonces sobre si el chocolate rompía el ayuno o no. El padre Escobar hacía el siguiente silogismo: «Liquidum non fragit ieiunium» (el líquido no rompe el ayuno); es así que el chocolate es un líquido; luego no rompe el ayuno. A este argumento se acogió entre otros el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII de Francia, que lo tomaba a diario. Pero a otros mo­ralistas no convencía tal argumento. «Yo veo –decía Solórzano Pereira– que todos los ingredientes de que se compone son comestibles y muy sustanciales, y que esta bebida da gran fuerza, calor y sustento y quita la hambre por mucho tiempo, y así tiene todos los requisitos de todas las bebidas que por semejantes causas resuelven que quebrantan el ayuno los doctos padres Esteban Fagúndez y Antonio Diana, que citan otros... A lo cual añado lo que notablemente dice Bernal Díez del Castillo, conviene a saber que Moctezuma, emperador de México, después de comer, solía tomar esta bebida del chocolate con vasos de oro, para estar más apto para entregarse luego a sus concubinas. Con quien parece que conviene el padre Eusebio de Nieremberg, enseñando que la fuerza de esta bebida, si se toma simple, es refrigerar y causar mucho nutrimento; pero si se toma compuesta, excitar para el uso venéreo. Por donde se podrá entender si es a propósito para el ayuno, que se hizo principalmente para mitigar estos lascivos deseos, y así lo llamó con razón san Ambrosio muerte de la culpa, destrucción de los delitos, sujeción y maceración de la carne, remedio de la salud, raíz de la gracia y fundamento de la castidad».
En Sevilla, esta polémica del chocolate y el ayuno llegó a los papeles con la publicación del prestigioso médico Gaspar Caldera titulada Tribunal Medicum, Magicum et Politicum y la controversia epistolar que posteriormente sostuvo con el cardenal Francisco María Brancacio.
Enzarzados en estas disputas de escuela sobre si el chocolate rompía o no el ayuno, esta bebida se hizo costumbre tal que había señoras que en mitad de las largas funciones de iglesia eran servidas por sus criadas. Ello propició que Inocencio XI escribiese al nuncio en Madrid para que solicitara de los prelados de estos reinos de España remediasen ciertos abusos que habían llegado a su noticia, como es el tomar chocolate en los templos. Y así, recogiendo el sentir de Roma, el arzobispo Ambrosio Spínola formuló el 6 de agosto de 1681 excomunión mayor contra aquellos que tomasen chocolate en las iglesias de Sevilla.
Ocurría que, llevados de la moda, tanto el tabaco como el chocolate, o lo que fuera, se llevaban a las iglesias, donde la gente fumaba, comía o bebía a placer. Si no hacía cosa de peor educación, como escupir.
Fray Juan Álvarez de Sepúlveda, que escribió un curioso libro sobre la Historia de la imagen de Nuestra Señora de Aguas-Santas, patrona de Villaverde del Río, se queja en él de estas irreverencias en los templos, cosa que no se dan en otras repúblicas de Europa, como es, según señala, el pasearse, reír, escupir o hablar. Y se lamenta: «El dolor es que, habiendo fabricado la Lonja para desterrar el comercio de este santuario [la catedral], comienzan ya a llorar los escritores que el remedio no aprovecha. Puédese temer que el brazo de Dios que levantó el azote en Jerusalén, vuelva a descargar el golpe en los sevillanos comerciantes para que aprendan, la boca por el suelo, a respetar lo sagrado».

viernes, 19 de julio de 2019

Don Oppas, el arzobispo traidor


La figura de este arzobispo de Sevilla está envuelta en las leyendas que florecieron con la invasión de los árabes. De hecho, su nombre aparece en el Códice Emilianense, y según el Cronicón del Pacense era hermano del rey Witiza y por tanto hijo del rey Egica. Debe prevalecer este parentesco por provenir de documento más antiguo frente a la afirmación de la Crónica de Alfonso III, que lo califica como hijo de Witiza. Existe un Oppas, obispo de Tuy, que suscribió las actas del Concilio XIII de Toledo (683). ¿Se trata de la misma persona? Las crónicas cristianas consideran a Don Op­pas como uno de los principales witicianos que traiciona­ron al rey Don Rodrigo en la batalla de Guadalete (711). «El principio de su prelacía (en Sevilla) fue reinando Witiza, esto es, después del 702...; por otro lado debemos recono­cerle en Sevilla antes del reinado de Don Rodrigo (esto es, antes del 711), pues el arzobispo Don Rodrigo dice que Wi­tiza dio a Oppas la Iglesia de Toledo juntamente con la de Sevilla, que ya tenía; y si Witiza le dio la segunda Igle­sia, es preciso reconocerle en ambas antes del reinado de Don Rodrigo, en tiempo de Witiza» (P. Flórez). Sin embargo, no aparece en la lista de los arzobispos de Toledo.


 En la batalla decisiva (19 a 26 de julio de 711), que en­frentó junto al río Guadalete a los dos ejércitos godo y mu­sulmán, Don Rodrigo entregó el mando de las alas de sus tro­pas a los dos hermanos de Witiza, Sisberto y Oppas, quie­nes, entablada la batalla, abandonaron la lucha (19 ó 23 de julio). La Crónica de Alfonso III atribuye la ruina de la monarquía goda a la traición de Don Oppas: Per... Oppanem Spalensis Sedis Metro­politanum Episcopum ob cuius fraudem Gothi perierunt.
También las crónicas cristianas nos hablan de su inter­vención en la batalla de Covadonga, que dio inicio al reino de Asturias. Se cuenta que el valí envió un ejército al mando de Alqama para sofocar la rebelión asturiana y con ellos iba el arzobispo rebelde Don Oppas. La Crónica des­cribe un curioso parlamento novelado entre Dos Oppas y Pe­layo:

«El predicho obispo subió a un montículo situado ante la cueva de la Señora y habló así a Pelayo: ‘Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?’. El interpelado se asomó a la ventana y res­pondió: ‘Aquí estoy’. El obispo dijo entonces: ‘Juzgo, her­mano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que sin embargo reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi con­sejo: vuelve de tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y dis­frutarás de la amistad de los caldeos’. Pelayo respondió en­tonces: ‘¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la Igle­sia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?’. El obispo con­testó: ‘Verdaderamente así está escrito’. Pelayo dijo: ‘Cristo es nuestra esperanza; que por este pequeño montículo que ves sea España salvada y reparado el ejército de los go­dos. Confío en que cumplirá en nosotros la promesa del Se­ñor, porque David ha dicho: ‘¡Castigaré con mi vara sus ini­quidades y con azotes sus pecados, pero no les faltará mi misericordia!’. Así, pues, confiando en la misericordia de Jesucristo, desprecio esa multitud y no temo el combate con que nos amenazas. Tenemos por abogado cerca del Padre a nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos paga­nos’. El obispo, vuelto entonces al ejército, dijo: ‘Acercaos y pelead’.»

El combate fue una victoria para las huestes de Don Pe­layo, pero este diálogo novelado no tiene visos de realidad. Las crónicas musulmanas minimizan este encuentro, que dio origen al reino astur y no mencionan siquiera a Don Oppas, que desaparece así de las crónicas y ha permanecido en las páginas de la Historia como la figura despreciable del arzo­bispo traidor.

viernes, 12 de julio de 2019

Luis y Celia Martin, padres de Teresa de Lisieux


Tras la canonización en 1925 de Teresa de Lisieux, el cardenal Antonio Vico, prefecto de la Congregación de Ritos, y por tanto responsable de las causas de beatificación, expresó:
–Bueno, ahora pediremos a Roma que se ocupe del papá.
¿Y de la mamá?
Celia, la madre, era menos conocida que Luis, porque en su Historia de un alma Teresa habla con profusión de su padre, con quien convivió toda su vida. Celia, desgraciadamente, murió cuando Teresa tenía solo cuatro años. Pero pronto, tanto uno como otro, irán llamando la atención de los devotos de la Santa, tratando de saber el tronco común de donde ha salido esa rama maravillosa de santidad. En 1941 comenzaron a publicarse en los Annales de Sainte Thérèse de Lisieux las cartas de Celia y en 1945 apareció Historia de una familia del P. Piat, que tuvo una difusión extraordinaria.


Pronto surgen peticiones de todo el mundo de apertura de las causas de beatificación de los dos esposos. A ello contribuyó también la publicación por el Carmelo de Lisieux de dos libritos escritos por Celina, sor Genoveva de la Santa Faz, sobre sus padres: Le pére de sainte Thérèse de l’Enfant-Jésus (1953) y La mère de sainte Thérèse de l’Enfant-Jésus (1954).
Dos años más tarde, el 2 de febrero de 1956, la priora del Carmelo de Lisieux pidió al obispo de Bayeux, al que pertenecía Lisieux, que se abriese las causas de beatificación de los dos esposos. Y monseñor Jacquemin, días después, con ocasión del sesenta aniversario de la profesión religiosa de Celina, la única hija que aún vivía, anunció la apertura del proceso informativo de Luis Martin. Paralelamente, se inició también la causa de Celia en la diócesis de Sées, ya que ella murió en Alençon.
Las causas se iniciaron por separado. En 1971 fueron reunidas ambas causas. Y tras un largo proceso, por fin, el 26 de marzo de 1994, Juan Pablo II firmó los decretos de heroicidad de sus virtudes, y los proclamó a ambos venerables.
Ya solo faltaba el reconocimiento de un milagro para ser proclamados beatos y otro milagro para ser coronados como santos.
Y los milagros reconocidos por la Iglesia llegaron. El primero, por la súbita e inexplicable curación de un niño en Monza por la intercesión de Luis y Celia. Pietro Schirilò es el último de una familia de cinco hermanos. Nacido en Milán el 25 de mayo de 2002, desde el primer día de su nacimiento presentaba una grave malformación pulmonar y tuvo que permanecer en el hospital y seguir una terapia intensiva para poder respirar.
Cuenta su padre:
–Nos dimos cuenta enseguida que la enfermedad era muy grave y que no había ninguna posibilidad de curación.
Sus padres, Walter y Adela, decidieron bautizar al niño en el acto. Un carmelita italiano, el P. Antonio Sangalli, le administró el sacramento del bautismo y ofreció a sus padres una estampita de los esposos Martin.
Los Schirilò no sabían casi nada de la vida de Celia y Luis Martin. Tan solo que eran los padres de Teresa de Lisieux y supieron que habían perdido cuatro niños de corta edad.
–Descubrimos así una misteriosa proximidad con los esposos Martin –cuenta Walter.
Y añade su esposa Adela:
–Fue así como pedimos al Señor lo que sentíamos de corazón: la curación de Pietro. El Señor había puesto en nuestras manos a los esposos Martin.
 Y comenzaron una novena pidiendo a Luis y Celia Martin su intercesión ante Dios para la curación de su hijo Pietro. El 26 de junio, recién cumplido un mes de edad, Pietro tuvo una grave crisis de insuficiencia respiratoria.
–Es cuestión de horas o de días, nos dijeron los médicos –cuenta Adela.
Prosiguieron con fe su novena y el 29 de junio, festividad de los santos Pedro y Pablo, Pietro comenzó a mostrar signos de mejoría. En el espacio de dos semanas, el niño podía respirar por sí mismo, sin oxígeno, y los médicos consideraron la curación como «un hecho sorprendente».
Los padres hablaron de ello al P. Antonio Sangalli, y este religioso se convirtió en el vice-postulador de la causa de beatificación de Celia y Luis. Hoy, Pietro es un joven normal. El reconocimiento de este milagro por el papa Benedicto XVI el 3 de julio 2008 abrió el camino al proceso de beatificación de Luis y Celia Martin, que tuvo lugar tres meses más tarde, 19 de octubre, domingo del Domund, en la Basílica de Lisieux, en una celebración eucarística presidida por el legado pontificio, cardenal portugués José Saraiva Martins, prefecto emérito de la Congregación para las Causas de los Santos, y con una concurrencia de fieles de unas quince mil personas. Entre ellos el niño italiano del milagro, Pietro Schirilò, y sus padres.
El cardenal resaltó el «testimonio ejemplar de amor conyugal» de los nuevos beatos y afirmó que el ejemplo de ellos puede «estimular a los hogares cristianos en la práctica integral de las virtudes cristianas, como estimuló el deseo de santidad en Teresa».
Para la canonización, la Iglesia exige un nuevo milagro. Y este sucedió en la ciudad de Valencia en la niña Carmen, que nació cuatro días antes de la beatificación de Luis y Celia Martin, el 15 de octubre de 2008, festividad de santa Teresa de Jesús.
La niña nació a los seis meses de gestación y con graves complicaciones. La matrona le dijo a los padres:
–Hay que esperar lo peor.
La criatura presentaba un cuadro clínico alarmante: hemorragia ventricular de grado 4 (sangrado severo en el cerebro).
–Ello se complicó con los pulmones, el corazón… –recuerdan los padres.
Carmen no respondía a los tratamientos médicos, por lo que temían su muerte. Sin embargo, como la pequeña nació en la fiesta de santa Teresa de Jesús, el padre decidió pedirle a la Santa de Ávila que intercediera por ella.
Acudieron a un convento de carmelitas descalzas donde depositar sus oraciones. Las monjas les animaron a solicitar tal favor en los nuevos beatos Luis y Celia Martin, que habían curado a un niño también en trance de muerte tras su nacimiento. Las mismas monjas les acompañaron en sus rezos.
Y Carmen sanó de manera milagrosa. Los médicos certificaron que se trataba de «algo extraordinario».
Aprobado definitivamente el milagro el 18 de marzo de 2015 por el papa Francisco, la canonización de Luis y Celia Martin tuvo lugar el domingo 18 de octubre, festividad del Domund, en el marco del Sínodo de la Familia y como reconocimiento de esa hija santa de estos nuevos santos, llamada Teresa de Lisieux, a quien la Iglesia le ha dado el título de patrona de las Misiones.

viernes, 5 de julio de 2019

Los Niños Toribios de Sevilla


Los pobres no tienen otro sitio que la mendicidad de la calle. Son tantos los que merodean por las gradas de la catedral de Sevilla y a la puerta del palacio arzobispal em­pobrecidos por las secuelas de la guerra, que en el año 1717 apareció en Sevilla una curiosa orden para regu­lar la caridad pública y controlar tan lamentable espectáculo. Pero con unas disposiciones tan pintorescas que no dieron resultado alguno. Por ejemplo, todos los pobres deben llevar colgado al cuello una tablilla con las armas reales y una leyenda que rece: «Puede pedir limosna». Y debajo la firma del Asistente, don Lorenzo de Villavicencio, marqués de Valdehermoso, que lo de­cretó por orden del Consejo de Castilla.
Inútil. A los dos meses, todo igual. Nadie llevaba la tablilla humillante al cuello. Que también en los men­digos de Sevilla existe clase.
¿Y los niños?
Si son expósitos, la Casa Cuna. Los huérfanos o abandonados, prácticamente la calle.
Son quizá lo más desasistido de la sociedad sevillana. En 1725, un pobre pastor asturiano, llamado Toribio de Velasco, vende libritos de la doctrina cristiana y otros devocionarios por las calles de Sevilla. Enseguida le choca el vagabundeo por el Arenal de tantos mucha­chos perdidos, mañosos en mil raterías. Y decide reco­gerlos en su casa.
Comenzó por atraer a los más dóciles con estampas y otros regalillos. Con ellos formó una pequeña comu­nidad en su casa de la calle Peral, con los que salía a la calle a recitar la doctrina cristiana y a pedir limosna. Iban los niños ordenados de dos en dos con una cruz delante y el Hermano Toribio se acercaba a los transeúntes y les decía:
–¡Den limosna, por amor de Dios, a estos pobrecitos!
La familia infantil creció y tuvo necesidad de buscar casa más espaciosa. Pero su carácter seco y duro le juega una mala pasada. El Hospicio de Niños Toribios, así cono­cido, se convierte prácticamente en correccional. La ayuda del Asistente Conde de Ripalda, que pone a su disposición a los alguaciles del municipio, se convierte en un resorte político que se sirve del ingenuo Toribio de Velasco para limpiar la ciudad de mozalbetes ante la próxima venida de los reyes a la ciudad. Con los alguaciles al lado, más que atraer, caza a los mucha­chos.
–¡Ahí viene el hermano Toribio!– gritaba un mozalbete desde cualquier esquina. Y todos los pillastres desaparecían como tragados por la tierra.
A pesar de sus métodos expeditivos, el hermano To­ribio logró reunir más de un centenar de internados y cumplió una importante misión social. Los Niños Tori­bios, que vestían «chamarratilla corta y calzón de lienzo crudo, con un juscatón de paño pardo, que los cubre y abriga», formaron la institución más celebrada y prote­gida del siglo XVIII en Sevilla.
Toribio de Velasco murió pronto, cuando su institución comenzaba a tomar vuelo. Falleció el 30 de agosto de 1730, siendo sepultado en el convento de San Pablo, al pie de la tumba de fray Pedro de Ulloa. «Asistieron a su funeral todos los niños y las comunidades de San Pablo y del Colegio de Regina, todos con luces en la mano, y le conducían en sus hombros, desde su casa en la Inquisición Vieja, collación de San Marcos, seis mancebos hijos de la casa, a los cuales ayudaban algunos eclesiásticos y personas condecoradas» (Matute).
El día anterior había hecho testamento y dejó por albaceas al arzobispo Luis de Salcedo, al Asistente conde de Ripalda, al vicario general Antonio Fernández Rojo, a los priores de San Pablo, Regina y Cartuja y nombró por sucesor en la dirección de los Niños Toribios a Antonio Manuel Rodríguez, natural de Écija, de oficio carpintero, que convirtió el caritativo establecimiento en un verdadero correccional.
Se hallaba la institución en la casa de la Inquisición Vieja, en San Marcos, con una tropa de ciento cincuenta chavales. Había maestros de escribir y contar, e incluso de gramática latina, por si alguno se inclinaba al estado eclesiástico. Había también talleres para el aprendizaje de los oficios de zapateros, sastres, polaineros, cardadores de lana, tejedores y otros.
El 5 de julio de 1733, día de santa Filomena, se mudó a la Calzada, junto al monasterio de San Benito. «En una devota procesión se trasladaron a una casa muy capaz que con este objeto se había comprado en la Calzada de la Cruz del Campo, cerca de San Benito, habiendo aportado su valor el virtuoso arzobispo, su antiguo favorecedor, ayudado con las limosnas de otros bienhechores; y allí se dispuso oratorio decente que el mismo prelado bendijo el día 27 de diciembre, dedicándolo a la Virgen nuestra Señora en el misterio de su Concepción» (Matute).
Años después pasó al Hospicio de Indias, en San Hermenegildo. En 1802 son desalojados para colocar allí un cuartel de Artillería y trasladados al Pumarejo. En 1837 fue incorporado al hospicio que de San Nicolás fue llevado al exconvento de San Jerónimo. Fusionado con la beneficencia oficial, la obra de Toribio de Velasco, que a lo largo de un siglo tuvo sus vaivenes, desapareció.