jueves, 25 de febrero de 2016

Las ratas

Es Orán. Año 194… Una ciudad como otra cualquiera, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más. Su aspecto es tranquilo… La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera… Aquella misma tarde estaba en el pasillo del inmueble, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño, con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, dio una vuelta sobre sí misma lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor la contempló un momento y subió a su casa… Al día siguiente, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos. Encontró a su primer enfermo en la cama…
–Doctor –dijo, mientras le ponían la inyección–, ¿ha visto usted cómo salen?
–Sí –dijo la mujer–, el vecino ha recogido tres.
–Salen muchas; se las ve en todos los basureros…
Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas…
Es el libro del escritor francés Albert Camus. Su título: La peste.
Por esta novela, fundamentalmente, le dieron el Premio Nobel de Literatura en 1957, aunque oficialmente le fue concedido por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».
Las ratas habían abandonado su lugar natural en las cloacas y se habían asomado a las calles de la ciudad con sus esputos de sangre para esparcir la peste por doquier.
La peste…
«La peste», una de mis lecturas de juventud, me ha venido a las mientes al contemplar cómo en esta gran ciudad llamada España, de un tiempo a esta parte, sale de sus cloacas tanto desmelenado que asoma por los husillos, corre por sus calles, entra en las instituciones y echa sus esputos de sangre sobre las tradiciones más sagradas que nos han dejado nuestros mayores.
Ha habido últimamente tantos casos pestíferos en ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, etc., que creíamos, los que vivimos en Sevilla, que nos íbamos a librar de semejante peste.
Pues no. IU y Participa Sevilla, dos partidos de izquierda radical que apoyaron al PSOE para dar la investidura como alcalde al socialista Juan Espadas, piensan presentar en el Pleno municipal de mañana sendas mociones contra la Iglesia que incluso incluyen prohibiciones relacionadas con la Semana Santa.
Son cuatro gatos –para no seguir con el símil de las ratas, que no tengo ánimos de ofender– que se han manifestado ante el Palacio arzobispal de Sevilla mostrando sus papeles en defensa del laicismo que no va «contra nadie», dicen.
Según el diario ABC de hoy, estas son las medidas que estos cuatro gatos quieren imponer a la ciudad de Sevilla:
Prohibición a alcalde y ediles de participar en cortejos como La Hiniesta. «Ninguna autoridad pública participará, en calidad de tal, en actos de naturaleza religiosa», dice la moción.
Pérdida de la condición de autoridad pública del arzobispo. «Los representantes eclesiásticos de cualquier confesión no serán invitados a los actos civiles ni se los considerará como autoridad pública».
Quitar el nombre de calles a religiosos e imágenes devocionales. La moción de IU insta a «promover un callejero laico y aconfesional». Desparecerían del nomenclátor calles como Santa Ángela de la Cruz.
No se votará en colegios religiosos o que tengan símbolos de la Iglesia. «En períodos electorales y salvo que no haya alternativa, sólo facilitará colegios o locales no confesionales y libres de simbología religiosa».
Se apoyará la procesión denominada «Coño Insumiso». Participa Sevilla pide que se retire la denuncia contra la procesión del «Coño Insumiso», por la que hay cinco personas procesadas.
Esto último es una auténtica grosería, lo que indica el índice de zafiedad e incultura de esta gente salida de las cloacas de la ciudad. Pero habrá que recordarles a estos indocumentados que a la muerte de Santa Ángela de la Cruz en 1932, en plena República, el Ayuntamiento republicano de Sevilla tuvo a bien cambiar el nombre de la calle Alcázares donde murió y se halla la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz por el nombre de la santa. Un cuerpo inerte que fue visitado durante cuatro días dándole el último adiós la ciudad entera de Sevilla.
La peste… también a esta ciudad nuestra de Sevilla ha llegado la peste y aún no sabemos qué antídoto tomar para preservarnos de la hediondez de esta plaga.

miércoles, 24 de febrero de 2016

La «Cuestión catalana»

El 24 de febrero de 1928 –hoy hace de ello 88 años–, el cardenal Gasparri, secretario de Estado del Vaticano, comunicó a monseñor Tedeschini, nuncio en Madrid, que realizase una visita apostólica a las diócesis de Cataluña por expreso deseo del papa Pío XI para conocer de cerca la «Cuestión catalana» y especialmente sobre la predicación y la enseñanza del catecismo. La visita duró cerca de dos meses –abril y mayo– y el nuncio se entrevistó con los obispos catalanes, aunque no les dirá claramente el motivo de su misión. Les pidió tres listas de nombres de personas que pudiesen informarle:
 –Los que son favorables al catalanismo –dice Tedeschini– (advirtiendo que uso este nombre no para definir una tendencia o porque encuentre justa esta denominación, sino solo para una más fácil inteligencia que viene del uso vulgar); segundo, aquellos que creen que son contrarios al catalanismo; y tercero, los que son considerados serenos e imparciales.
Para ello, empleó interrogatorios y encuestas que pidió se llevasen a cabo.
Comenzó la visita por Barcelona el 13 de abril y siguió después por las diócesis de Vic, Gerona, Solsona, Urgel, Lérida, Tarragona y Tortosa. Fueron en total, como el mismo Tedeschini dijo, «cuarenta días de continuo movimiento por Cataluña».
Los informadores eran interrogados a raíz de un cuestionario de treinta preguntas y estaban obligados por juramento a guardar el «secreto más absoluto» de las cuestiones planteadas.
A tomar nota de estas declaraciones era el secretario de la visita apostólica, el redentorista vasco Victoriano Pérez de Gamarra. Pero pronto surgió un problema con él. Gamarra era nacionalista vasco y Tedeschini llegó a tacharlo de «traidor»:
–Se ha puesto de la parte de los catalanes –cuenta el nuncio a Gasparri– y al escribir las actas de las declaraciones de los testigos, ha cometido, a mi parecer, una traición, omitiendo particularidades o el colorido de cualquier cosa o por lo menos mitigando la viveza de las declaraciones contrarias, y por contra recalcando y favoreciendo con todo detalle las declaraciones favorables al catalanismo.
Tedeschini decidió prescindir del secretario y tomar él mismo las anotaciones.
De este viaje, el nuncio envió un extenso informe (casi trescientas páginas) al secretario de Estado, cardenal Gasparri, quien le agradeció el escrito.
Tedeschini había unido al informe una carta reservada al Papa en la que confidencialmente le decía que para resolver la «Cuestión catalana» de raíz era necesario el traslado del cardenal de Tarragona, Vidal y Barraquer, a una diócesis fuera de Cataluña y la salida del abad de Montserrat a otro monasterio, a causa del catalanismo militante de ambos.
–El remedio principal –escribe Tedeschini a Gasparri el 15 de julio de 1928– que yo, con la más sincera subordinación a las Supremas decisiones de Su Santidad, estimo no solo conveniente, mas necesario, que se adopte respecto a la así importante, vasta, y compleja cuestión, y sin la cual opino que será vano e ilusorio cualquier otra providencia... Como claramente resulta de mi informe, los exponentes, fautores y propulsores del movimiento catalanista, especialmente en orden al uso de la lengua catalana… con exclusión por tanto automáticamente de la lengua castellana, fomentando con ello el amor a Cataluña, no como región, sino como Nación, aunque federativa, y apagando el amor a España, son dos personajes, por otra parte virtuosos y en tantas cosas beneméritos, es decir, el Eminentísimo Señor Cardenal Arzobispo de Tarragona y el reverendo Abad de Monserrat. Yo sería en mi humilde parecer que fuesen reemplazados, aunque con el mejor tratamiento… Por otra parte uno y otro están enfermos: el Eminentísimo Arzobispo desde noviembre pasado, y no se sabe cuándo se curará y cuándo pueda volver a su abandonada diócesis; el Padre Abad desde hace al menos tres años por una enfermedad de corazón.
Del informe de Tedeschini salieron unos famosos decretos de cinco Congregaciones romanas a finales de 1928, bastante sorprendentes. De la Penitenciaría Apostólica, un decreto que atribuía al clero catalán el ejercicio de actividades políticas dentro del mismo sacramento de la penitencia. De la Sagrada Congregación de Ritos surgió un decreto, que se me antoja de lo más extraño: prohibía las casullas «góticas», interpretándolas «como un signo subversivo de separatismo». De la Sagrada Congregación de Seminarios, otro decreto que hablaba del catalanismo y del separatismo en los Seminarios y disponía que los seminaristas separatistas fueran expulsados y que los profesores catalanistas fueran eliminados.
Pero estos decretos tuvieron poco recorrido. Enseguida llegaron a Roma lamentaciones diciendo que tales decretos estaban fundados en informaciones inexactas. Y que algunos habían exagerado dichos decretos para aumentar el descontento de los catalanes contra la Santa Sede.
–Apenas caído el Gobierno de Primo de Rivera –se dice en un informe vaticano entregado dos años después a los cardenales de la Curia tras la proclamación de la República– renacieron las esperanzas de los catalanes y con el consentimiento del Gobierno español se pensó en la autonomía de Cataluña; la lengua catalana fue usada en los actos oficiales y de los decretos de la Santa Sede no se habló más.

jueves, 18 de febrero de 2016

Todos ruegan a Cosme que perdone a su mujer

He visto unos vídeos de cómo lapidan a una mujer en Afganistán por adulterio y también en Siria. Un espectáculo brutal y en pleno siglo XXI. Ello me ha motivado a contaros qué sucediera en un caso también de adulterio en la Sevilla de principios del siglo XVII. Y vean la diferencia.
Cosme Serano, o Aguano, sastre catalán que vivía en el Pozo de los traperos, en Sevilla, era un confiado marido casado con una tal Manuela Tablantes, de buen ver a lo que parece, que se entendía a hurtadillas con Manuel Márquez, oficial de Cosme en la sastrería.
Cuando el oficial Manuel Márquez deseaba ver a la señora del sastre, gritaba:
–¡Seda, señora maestra!
Y ella respondía:
–Suba por ella.
Y el sobrado de la sastrería se convertía en el teatro de la deshonra del ingenuo marido.
Lo supo al fin y se querelló en el oficio del escribano del crimen, Lázaro de Olmedo. La sentencia fue confirmada por la Audiencia el 22 de octubre de 1624, ordenando que se entregase al querellante ambos reos para que hiciese con ellos lo que quisiese. Se basa esta sentencia en las leyes patrias, ley 1, título VII, libro IV del Fuero Real, que dice que «si la muger casada ficiese adulterio, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido, y faga dellos lo que quisiere, y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro».
Cosme, el cornudo sastre, decretó la pena máxima. Ese mismo día de la sentencia se levantó un tablado en la plaza de San Francisco, escenario de la ejecución. Pero algunos mozos lo hicieron desaparecer aquella noche. Se hizo otro tablado al día siguiente, 24 de octubre, pero fue incendiado también por la noche. Nuevo tablado el día 25 –a la tercera fue la vencida–, custodiado por dos compañías de soldados.
A las once de la mañana de ese 25 de octubre salieron de la cárcel cercana los dos reos montados sobre jumentos con crucifijos en las manos. La mujer va delante, vestida de negro. Le sigue el oficial de sastre, vestido de blanco. Al lado del cadalso se encuentran el asistente don Fernando Ramírez Fariñas, el teniente mayor don Luis Ramírez, el teniente Ruano y el alcalde de la justicia don Francisco de Alarcón. La plaza está abarrotada de público. Y las ventanas y azoteas. Ya suben los dos reos al cadalso: la mujer puesta de rodillas con el rostro hacia la Audiencia; el amante, hacia la parte opuesta. Cosme, el marido cornudo, aparece en ese momento saliendo de la Audiencia acompañado por el sargento mayor y un puñado de soldados.
Todo está preparado para el momento solemne de la ejecución. Pero algo flota en el ambiente de que Cosme no se saldrá con la suya. El populacho grita a Cosme que perdone a su mujer. Cosme menea la cabeza diciendo que no puede ser.
En ese momento, se abren las puertas del vecino convento de San Francisco y asoma una procesión de frailes que se dirige al cadalso portando un Santo Cristo. Los soldados tratan de impedirlo y lanzan varios disparos de fusilería que hieren a varios frailes. Pero estos llegan al pie del cadalso, interponen en la escalerilla el Santo Cristo y se arrodillan delante de Cosme pidiendo el perdón para los reos. Cosme dice que no y pugna con los frailes para subir al cadalso. Su mujer se echa a sus pies y le ruega que la perdone. Cosme sigue con su tozuda negativa. Los alaridos de la multitud arrecian ensordecedores. En esto, cuatro frailes se abrazan a Cosme y lo inmovilizan mientras gritan desaforadamente:
–¡Ya ha perdonado, ya ha perdonado!
La mujer es lanzada por la escalera como si fuera una gata y llevada en volandas al convento de San Francisco.
–¡Ya ha perdonado, ya ha perdonado!
Y la noticia corre por toda la plaza.
Cosme pretende alzar el brazo para decir que no es verdad. Pero sus gestos, su voz y su persona quedan ahogadas entre los frailes. El adúltero es llevado también a San Francisco y poco después la justicia lo devolvió a la cárcel.
Cosme, desolado y llevado por la imperiosa circunstancia, no tiene más remedio que perdonar. Pero pide, eso sí, que su mujer entre en religión y no salga del convento sino para morir.
El pobre Cosme no sabe que la cabra tira al monte. Su mujer, a la que le quedó el mote de la mal degollada, se escapó del convento y anduvo a sus anchas los días que le restaron de vida, que las crónicas de esto ya no refieren más. El amante mozo fue llevado a galeras donde murió poco después. Y don Cosme, el cornudo sastre catalán, hubo de padecer las coplas callejeras de los chiquillos, cuando le cantaban:

Todos le ruegan a Cosme
que perdone a su mujer;
y él responde con el dedo:
Señores, no puede ser.

domingo, 14 de febrero de 2016

Los juglares del púlpito

El P. Damián de Lugones, guardián del convento de San Francisco de Sevilla y provincial de Andalucía en el primer tercio del siglo XVII, tiene una obrilla que tituló «Los juglares del púlpito» y es sustanciosa y divertida, tanto como el «Fray Gerundio de Campazas» del jesuita P. Isla, escrita un siglo posterior.
Ahora que con la Cuaresma abundan los quinarios de las Cofradías a la busca de clérigos sermoneros que canten las glorias de sus imágenes veneradas, se me ocurre recoger algunas cosas curiosas y divertidas de otros tiempos, para no incidir en los momentos actuales.
Comienza Lugones en su tratado a considerar los alifafes del predicador, es decir, los achaques aunque leves que le pueden suceder «antes del parto, en el parto y después del parto» del sermón, sugiriendo, en una época en que duraban al menos una hora, el «Sermón de dos bb» (breve y bueno).
Alifafes de antes del parto: que le pidan el sermón con poco tiempo de antelación y llueva el día de la predicación.
Alifafes mientras predica el sermón: que el púlpito no tenga peana siendo el predicador enano, que llore un niño sin poderlo sacar fuera, y que dormiten, hablen o se vayan los oyentes.
Alifafes después del sermón: mala y corta paga.
Recuerda Lugones las peripecias de aquel predicador en la festividad de Nuestra Señora del Rosario, en San Ildefonso de Madrid, en presencia de los príncipes e infantes:
–Tomó un texto conveniente a la Señora, y el sermón se esperaba que fuese conveniente a la festividad. El orador habló sucesivamente de la Señora a los pies de la Cruz en el Calvario, de las bodas de Caná, del paso del mar Rojo, del juicio universal, de la confesión, de la multiplicación de los panes, del Arca de la Alianza, del Purgatorio, de la resurrección de Lázaro, de la bestia del Apocalipsis, del perdón de las injurias, de san Francisco, del faraón, del leproso de la piscina, del cielo, del sol, de la luna, de las estrellas, del mar, de las tempestades, de los truenos, de la primavera, de las flores, de la variedad de plumajes de los pájaros, de los leones, de los animales, etc. A todo se pasó revista con el cortejo de las compasiones más bizarras. De tiempo en tiempo, sin saber a qué venía, se hallaba Nuestra Señora mezclada en esta tan mal combinada compañía. Después de haber estado hablando una larga hora, ya por fin tocó el asunto de su sermón el predicador; y uno de los señores de la Corte, más distinguido por sus bien cultivados talentos que por sus empleos, el marqués Scoty, oyendo que el orador tocaba el asunto, dijo en alta voz a los que junto a él estaban: ¡En fin, ya tenemos el hipótesis! Pero esto fue todo lo que tuvo, porque este hipótesis fue la penúltima frase del sermón.
Dirá el P. Lugones más adelante:
–Todos estos azotacalles espirituales, sobradamente merecen ser comparados al abogado de Marcial, que decía muchas cosas, todas fuera de su propósito, y en el hecho del pleito no hablaba palabra; hablaba con calor de las violencias, de las muertes, de los envenenados, de la batalla de Cannas, de la guerra de Mitrídates, de las infracciones de Aníbal, de la guerra púnica, de las guerras civiles de Silas y de Mario, del insulto que Mucio Scévola hizo a Porsenna, rey de Etruria; pero no hablaba de las tres cabras que a Marcial había robado su vecino, que era el asunto del pleito. ¿No es esto lo que hacen nuestros predicadores, y, sobre todo, nuestros panegiristas?...
Quizás lo siguiente tenga todavía actualidad. Al menos, a mí me suena…
–¿Hay alguna cosa más digna de llanto de los católicos, más injuriosa al Evangelio, más indigna del púlpito, que el modo de predicar en las festividades de nuestras cofradías, congregaciones, octavas de santos? Aunque el orador hubiera igualado, excedido en elocuencia al Crisóstomo, a Fr. Luis de Granada, al Maestro Ávila, aunque hubiera movido, edificado, convertido a muchos de los oyentes, si no ha hecho un largo elogio de la congregación, de la cofradía, de los mayordomos, del altar, de la iluminación, de las flores de talco, o de papel mascado que están en el altar, de las luminarias, de las campanas, de los timbales, de la música, del árbol de fuego, de los cohetes, etc., su sermón no vale nada, su sermón es despreciado…
Hubo un prelado –no dice quién fuera el P. Lugones– que asistía con su cabildo catedral al sermón de un predicador en la octava del Corpus. Era costumbre, en el exordio, comenzar con una frase del Evangelio o de las escrituras, que fuera como la tesis que ha de desarrollar. Pero el orador susodicho comenzó con un vulgar refrán:
–Media vida en la candela, pan y vino la otra media.
Y el obispo le dijo:
–Bájese, Padre, que para predicar así más vale que no se predique.
Recuerdo yo el inicio de un sermón en la misa de un misacantano. Le predicaba un compañero y eran los tiempos aquellos posteriores al Concilio. Soltó una frase del Evangelio como exordio de su sermón, y se le ocurrió decir a continuación:
–Palabra de Dios.
Todo el pueblo contestó:
–Te alabamos, Señor.
Y los fieles se levantaron e iniciaron el Credo. Aquella frase evangélica fue todo lo que pudo balbucear el predicador. Resultó ser un sermón de dos bb: breve y por lo brevísimo bueno.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Brazo en alto

En la década de los 40 del siglo pasado había dos mundos contrapuestos que se distinguían por el saludo simbólico de alzar el brazo a la romana o levantar el puño. Unos eran nazis o fascistas; los otros, marxistas y comunistas.
Las dos posturas me causan igual repugnancia. Y las dos tienen tras de sí millones de víctimas en una Europa martirizada por ambas ideologías, más por los millones de víctimas la Rusia comunista de Stalin que la Alemania de Hitler, siendo como son dos personajes igualmente repugnantes.
Lo curioso es que mirando al interior de nuestra tierra, el puño en alto sigue apareciendo por grupos de extrema izquierda como si fuera un símbolo de progresía y libertad. Ahí están los podemitas que exhiben el puño en alto como si tal cosa. Y a mí esto –lo confieso– me produce repelús.

  
La España de Franco, en sus inicios, llevada por la Falange, adoptó el saludo fascista del brazo en alto. Cosa que todos hacían y que fue diluyéndose cuando se vio que la Alemania de Hitler perdía la guerra.
Ya en 1944, cuando los obispos también levantaban el brazo, el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, prohibió que se levantara el brazo como saludo al paso de los Cristos de la Semana Santa. Fue quizás el único o de los pocos obispos que jamás levantó el brazo.
Pero el saludo era cosa normal en todos los estamentos políticos y clericales.
Cuenta Vizcaíno Casas en La España de la Posguerra:
–El saludo nacional –brazo en alto– se impuso rigurosamente. La prensa de aquellos primeros días de abril del 39, recordaba macha­conamente que se trataba de «la expresión de un afán imperial». Y el himno nacional sonaba de continuo: antes del paseíllo en las corri­das de toros, con los equipos formados para empezar un partido de fútbol, en los descansos de las sesiones cinematográficas y al ter­minar las funciones teatrales. También se dejaba oír por los altavo­ces instalados en las calles y en las plazas, cuando terminaba la emi­sión informativa de Radio Nacional. Y todo el mundo se cuadraba, alzaba el brazo y lo escuchaba en rigurosa posición de firmes. Que­daban bien los futbolistas alzando el brazo; no encajaba demasiado en los toreros, que tenían que mantener el brazo izquierdo cruzado, sujetando el capote de paseo. Y resultaba un puro desastre en la clase episcopal. Las fotografías de los obispos saludando brazo en alto son poemáticas; quizá significativas. Porque nunca lo extendían airosamente, totalmente; lo dejaban encogido, como en un término medio, como en un quiero y no puedo, como en una demostración tímida e incompleta de adhesión a las formas del Estado Nuevo.
El padre José María de Llanos, jesuita, cuenta en la revista Hechos y Dichos, mayo de 1975, la visita del general Millán Astray, en el verano de 1939, a la casa de formación de los jesuitas en la antigua cartuja de Granada:
–El entusiasmo ante Millán era común, y el aplauso cerrado. Él decía de la pasada cruzada y sus maravillas. Un escalofrío nos sacudía a la abigarrada clericalidad juvenil. El Imperio, según el general, estaba a la mano y constituía un deber. Más de una hora con no sé cuántos gritos y aclamaciones. Había que terminar lanzando los himnos. Primero el de los legionarios; era el suyo, de él; después, brazo en alto, el Cara al sol. Pero tenía que haber más. «Ahora, el de vuestro san Ignacio, el capitán; pero también brazo en alto, a lo fascista». Entusiasmo. Por último: «Y ahora, eso que cantáis, que tanto me gusta, eso del amor y no sé qué..., amor y amores... Bueno, pero ¡de rodillas!, brazo en alto». Asombro, pero satisfacción. Cerca de doscientos clérigos, incluidos algunos teólogos de más de setenta años, se postran, alzan el brazo y, con Millán Astray como primera voz, nos arrancamos fervorosos con el Cantemos al amor de los amores... A su despedida, lo acostumbrado: el teologuillo que se acerca: «Mi general, le vi una vez desde las trincheras, he hecho la guerra durante los tres años, ¡a sus órdenes!». Y Millán, que tira de la cartera y saca mil pesetas —¡de entonces!—: «Toma, para que te emborraches».
Millán Astray, genio y figura, fundador de la Legión, tuerto de un ojo y manco de un brazo, fue también quien en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, en la celebración del Día de la Hispanidad, en presencia de distintas personalidades franquistas, Miguel de Unamuno y el claustro de profesores, el obispo de Salamanca Pla y Deniel, e incluso Carmen Polo, la esposa de Franco, lanzó aquel grito de «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!».
José María Pemán, también presente, dijo:
–¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!
Y Miguel de Unamuno, rector de la Universidad, vivamente enfadado, exclamó:
–Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.
¡Pensar en España! Tal cosa me gustaría de los políticos de ahora.

sábado, 6 de febrero de 2016

La princesa que vino del frío

Se llamaba Cristina, rubia y hermosa, venida de la le­jana y fría tierra de Noruega. Hasta allí se había acercado una embajada castellana en el año del Señor de 1257 para pactar alianza con el rey Haakon y esperar el apoyo de la monarquía noruega a las pretensiones de Alfonso X el Sabio a ceñirse la corona del Imperio a la que creía tener derecho por parte de su madre, la reina Beatriz de Suabia.


Estatua y tumba de la princesa Cristina en Cobarrubias (Burgos)

Alfonso X no lograría el Imperio, pero el pacto con el rey noruego se firmó –cosa habitual en aquellas épocas me­dievales– con el casamiento de jóvenes príncipes de ambas coronas. Y así la embajada castellana trajo consigo a la linda princesita, por nombre Cristina, que pisó tierra cas­tellana en la navidad de ese año 1257.
 Alfonso X mostró a Cristina las cualidades de sus herma­nos. La princesa rubia debía decidir entre ellos su fu­turo esposo. Fadrique, valeroso y excelente jinete, con un labio partido en un accidente de caza, apasionado de la princesa; Enrique, todo belicoso, gran conocedor de caba­llos; Sancho, arzobispo electo de Toledo, enfrascado en sus asuntos ecle­siásticos; y Felipe, arzobispo electo de Sevi­lla, pero en nada inclinado a la mitra, liberal, alegre, enamorado de las aves y cánticos, magnífico cazador de osos, experto en caba­llos, temple varonil, hermosa presencia...
Fue el elegido. Los esponsales tuvieron lugar el 6 de fe­brero de 1258. Días después don Felipe renunció a la mitra hispalense y casó con la rubia noruega el 31 de marzo en la Colegiata de Santa María de Valladolid. La diócesis de Sevilla pasó a manos de Don Remondo, obispo de Segovia, quien en realidad la venía regentando desde la res­tauración de la Iglesia hispalense tras la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo.
Pero la felicidad de esta bella pareja unida por el amor duró poco. Felipe, que había abandonado los hábitos ecle­siásticos porque no se sentía con vocación, y así lo ha­bía expresado en repetidas ocasiones a su hermano el rey, formó hogar en Sevilla, lugar de la corte. Pero su joven y rubia esposa, acostumbrada al frío de Noruega, no pudo so­portar el calor tórrido de Sevilla y murió en 1262. Hay quien dice que de nostalgia de su tierra. Felipe la llevó a enterrar a la colegiata de Covarrubias, en Bur­gos, de la que él había sido abad.
En 1958, setecientos años después de aquella sonada boda, el embajador noruego colocó una lápida conmemorativa en cas­tellano y noruego sobre la tumba de esta princesa ena­morada. A su vera, una campana de la buena suerte. Una tradi­ción escandinava asegura que la muchacha que la toque encon­trará pronto el novio de sus amores.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Julián Besteiro en la cárcel de Carmona

El 30 de agosto de 1939 llegó de la cárcel de Dueñas (Palencia) a Carmona (Sevilla) un extraño pelotón de más de cincuenta curas y religiosos vascos, con sus hábitos los más de ellos, para ingresar en una cárcel que hasta la desamortización del XIX fue convento de San José de carmelitas descalzos. Habían llegado en tren desde Madrid y descendidos en la estación de Guadajoz, «muertos de sed y agotamiento», varios de ellos con más de sesenta y setenta años. En camionetas abiertas sin asientos y en tres viajes fueron llevados a Carmona, distante 11 kilómetros, acompañados de seis u ocho guardias civiles. Con ellos iba un político importante, Julián Besteiro, que fuera presidente del Congreso de los Diputados durante la Segunda República y también presidente del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores.


 –Atravesamos el pueblo, pintoresquísimo –cuenta Julio Ugarte, uno de los curas–. La prisión, también, «pintoresquísima», propia para hacer una película de las catacumbas y de los orígenes de la «Cristiandad»… Hasta nuestra llegada, esas «catacumbas» servían de cárcel especial para las prostitutas de Sevilla... un buen tema para Juan Ruiz, el arcipreste de Hita...; una prisión, además, cerrada por insalubre durante la República… Si alguna cárcel daba razón a Cervantes cuando define las de su época como lugares «donde toda incomodidad tiene su asiento», esta era la de Carmona. Los dormitorios, no sé si catacumbas o guarida de lobos, donde los ratones campaban por sus respetos, habían servido en otros tiempos de bodegas.
Venían curas de todas las edades y con condenas más bien altas.
–En tres departamentos lóbregos y durante las tres semanas que tardaron en llegar los colchones y las camas, tuvieron que dormir sobre el cemento de los húmedos subterráneos de la cárcel. El edificio reunía tales condiciones, que en invierno rezumaba humedad, la que les hizo experimentar la enfermedad del reúma, y en verano sin ventilación era agobiante. Tenían que hacer la comida en un hornillo para grupos de cinco o seis… Los retretes en inmundos cobertizos en la esquina de un patio, con dos hoyos sin asiento ni agua, provocaban nauseas por su asquerosidad, y sin división, que subsanaron colocando unos sacos de división por elemental norma de intimidad y decencia. Eran encerrados en estos tres lóbregos locales en invierno de 5,30 de la tarde a las 7,30 de la mañana, y en verano de 8,30 de la tarde a las 7,30 del día siguiente. En este lugar no había retretes, utilizaban unos «titos» sucios y repugnantes.
Durante el día tenían tres formaciones y recuentos: a las 9 de la mañana, al mediodía y al anochecer. Y en situación de firmes, con el brazo en alto, cantaban los tres himnos: el de Falange, por la mañana; el de Requetés, al mediodía; y la Marcha Real por la noche. Para terminar con los vivas de rigor: Franco, Franco, Franco.
A Julián Besteiro lo juzgaron el 8 de julio de 1939. En su juicio, el fiscal teniente coronel Felipe Acedo, antiguo alumno suyo de Lógi­ca, se expresó así en el juicio:
–Se va a juzgar a un hombre de convicciones honestas; de sentimientos honrados en su vida particular; pero, se va a juzgar no sólo a Julián Besteiro Fernández, hombre honrado en su vida privada, sino toda su actuación como hombre público. Va a juzgarse a un directivo del Partido Socialista Español; propagandista del mito revolucionario, modernizándolo, elegantizándolo; haciéndolo más asequible a las clases cultas del País; desprendiéndolo de una filosofía que ya ha pasado; de una filosofía materialista del Enciclopedismo; al autor de la revolución española del año 1917; a un líder de las masas obreras de la UGT; al presidente de las Cortes Republicanas; y se va a juzgar al hombre que, repudiando la revolución de 1934, figuró después en la candidatura del Frente Popular, y llevó, más tarde, una representación oficial ante el Gobierno de Su Majestad Británica; al hombre que llega a Londres y quiere negociar un armisticio en nombre de la República Española.
Y terminó su filípica con el siguiente epílogo:
–En nombre de la ley, os pido para el procesado, en mérito de los hechos registrados en autos y en mérito a sus actuaciones, la pena de muerte.
Finalmente lo condenaron a cadena per­petua, conmutada por la de 30 años de reclusión mayor.
Y en Carmona estará entre tantos curas, hasta que su edad y las pésimas condiciones de la cárcel lo lleven a la tumba un año después, 27 de septiembre de 1940, a los setenta años de edad.
No era un hombre creyente, pero muy respetuoso con la religión. En uno de sus discursos en las Cortes Constituyentes de la República vino a citar La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, libro que admiraba y del que vino a decir en cierta ocasión que era a su juicio la obra más profunda sobre el «carácter humano». En la cárcel de Carmona, para paliar sus estrecheces económicas, iniciará la traducción del alemán al español del libro del teólogo alemán Karl Adam Christus Unser Bruder (Cristo nuestro hermano), y en esta tarea le sorprendió la muerte.
El P. León, un chicarrón del Norte en sus hábitos de carmelita, al ver «a don Julián absorto en la lectura de la Biblia sentado en una hamaca que debió pertenecer in illo tempore al prior del convento franciscano horas y horas bajo un hermoso níspero que quedaba del que fuera jardín de los frailes», le preguntó:
–¿Qué siente usted leyendo la Biblia?
Besteiro le contestó:
–Aparte de haber considerado desde muy joven la Biblia como una de las obras más importantes escritas en todos los tiempos, resulta que además hay libros de ella que aconsonantan perfectamente con el estado desilusionado de mi espíritu.
Y citó la frase del Eclesiastés: «Todo es en este mundo vanidad de vanidades» y «La vida del hombre es la flor de heno que a la mañana se abre y a la tarde se marchita».
Santos Arana –uno de los curas que más departía con Julián Besteiro– le preguntó si quería que viniera un confesor de la parroquia próxima. Y don Julián le contestó:
–Usted, P. Santos, ha cumplido con lo que considera su deber, y yo contesto con lo que considero con arreglo a mi conciencia. Ni niego ni afirmo la existencia de Dios, pero de existir, tengo la seguridad de que me entenderé con él perfectamente sin necesidad de intermediarios, y desde luego bastante mejor que con curas y no curas, partidarios de la maldita Cruzada.
A la muerte de Don Julián, como le llamaban los curas, el párroco de la prioral de Santa María de Carmona, Juan Coronil Gómez, confesó:
–Caso único en la historia de España el que un sacerdote católico presida un entierro civil; pero ese hombre tan valioso y tan ejemplar lo merecía y de seguro ha sido acogido en su piadoso seno por el Señor.