El
P. Damián de Lugones, guardián del convento de San Francisco de Sevilla y
provincial de Andalucía en el primer tercio del siglo XVII, tiene una obrilla
que tituló «Los juglares del púlpito» y es sustanciosa y divertida, tanto como
el «Fray Gerundio de Campazas» del jesuita P. Isla, escrita un siglo posterior.
Ahora
que con la Cuaresma abundan los quinarios de las Cofradías a la busca de
clérigos sermoneros que canten las glorias de sus imágenes veneradas, se me
ocurre recoger algunas cosas curiosas y divertidas de otros tiempos, para no
incidir en los momentos actuales.
Comienza
Lugones en su tratado a considerar los alifafes del predicador, es decir, los
achaques aunque leves que le pueden suceder «antes del parto, en el parto y
después del parto» del sermón, sugiriendo, en una época en que duraban al menos
una hora, el «Sermón de dos bb»
(breve y bueno).
Alifafes
de antes del parto: que le pidan el sermón con poco tiempo de antelación y
llueva el día de la predicación.
Alifafes
mientras predica el sermón: que el púlpito no tenga peana siendo el predicador
enano, que llore un niño sin poderlo sacar fuera, y que dormiten, hablen o se
vayan los oyentes.
Alifafes
después del sermón: mala y corta paga.
Recuerda
Lugones las peripecias de aquel predicador en la festividad de Nuestra Señora
del Rosario, en San Ildefonso de Madrid, en presencia de los príncipes e
infantes:
–Tomó
un texto conveniente a la Señora, y el sermón se esperaba que fuese conveniente
a la festividad. El orador habló sucesivamente de la Señora a los pies de la
Cruz en el Calvario, de las bodas de Caná, del paso del mar Rojo, del juicio
universal, de la confesión, de la multiplicación de los panes, del Arca de la
Alianza, del Purgatorio, de la resurrección de Lázaro, de la bestia del Apocalipsis,
del perdón de las injurias, de san Francisco, del faraón, del leproso de la
piscina, del cielo, del sol, de la luna, de las estrellas, del mar, de las
tempestades, de los truenos, de la primavera, de las flores, de la variedad de
plumajes de los pájaros, de los leones, de los animales, etc. A todo se pasó
revista con el cortejo de las compasiones más bizarras. De tiempo en tiempo,
sin saber a qué venía, se hallaba Nuestra Señora mezclada en esta tan mal
combinada compañía. Después de haber estado hablando una larga hora, ya por fin
tocó el asunto de su sermón el predicador; y uno de los señores de la Corte,
más distinguido por sus bien cultivados talentos que por sus empleos, el
marqués Scoty, oyendo que el orador tocaba el asunto, dijo en alta voz a los
que junto a él estaban: ¡En fin, ya tenemos el hipótesis! Pero esto fue todo lo
que tuvo, porque este hipótesis fue la penúltima frase del sermón.
Dirá
el P. Lugones más adelante:
–Todos
estos azotacalles espirituales, sobradamente merecen ser comparados al abogado
de Marcial, que decía muchas cosas, todas fuera de su propósito, y en el hecho
del pleito no hablaba palabra; hablaba con calor de las violencias, de las
muertes, de los envenenados, de la batalla de Cannas, de la guerra de
Mitrídates, de las infracciones de Aníbal, de la guerra púnica, de las guerras
civiles de Silas y de Mario, del insulto que Mucio Scévola hizo a Porsenna, rey
de Etruria; pero no hablaba de las tres cabras que a Marcial había robado su
vecino, que era el asunto del pleito. ¿No es esto lo que hacen nuestros
predicadores, y, sobre todo, nuestros panegiristas?...
Quizás
lo siguiente tenga todavía actualidad. Al menos, a mí me suena…
–¿Hay
alguna cosa más digna de llanto de los católicos, más injuriosa al Evangelio,
más indigna del púlpito, que el modo de predicar en las festividades de
nuestras cofradías, congregaciones, octavas de santos? Aunque el orador hubiera
igualado, excedido en elocuencia al Crisóstomo, a Fr. Luis de Granada, al
Maestro Ávila, aunque hubiera movido, edificado, convertido a muchos de los
oyentes, si no ha hecho un largo elogio de la congregación, de la cofradía, de
los mayordomos, del altar, de la iluminación, de las flores de talco, o de
papel mascado que están en el altar, de las luminarias, de las campanas, de los
timbales, de la música, del árbol de fuego, de los cohetes, etc., su sermón no
vale nada, su sermón es despreciado…
Hubo
un prelado –no dice quién fuera el P. Lugones– que asistía con su cabildo
catedral al sermón de un predicador en la octava del Corpus. Era costumbre, en
el exordio, comenzar con una frase del Evangelio o de las escrituras, que fuera
como la tesis que ha de desarrollar. Pero el orador susodicho comenzó con un
vulgar refrán:
–Media
vida en la candela, pan y vino la otra media.
Y
el obispo le dijo:
–Bájese,
Padre, que para predicar así más vale que no se predique.
Recuerdo
yo el inicio de un sermón en la misa de un misacantano. Le predicaba un
compañero y eran los tiempos aquellos posteriores al Concilio. Soltó una frase
del Evangelio como exordio de su sermón, y se le ocurrió decir a continuación:
–Palabra
de Dios.
Todo
el pueblo contestó:
–Te
alabamos, Señor.
Y
los fieles se levantaron e iniciaron el Credo. Aquella frase evangélica fue todo
lo que pudo balbucear el predicador. Resultó ser un sermón de dos bb: breve y por lo brevísimo bueno.
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