He
visto unos vídeos de cómo lapidan a una mujer en Afganistán por adulterio y
también en Siria. Un espectáculo brutal y en pleno siglo XXI. Ello me ha
motivado a contaros qué sucediera en un caso también de adulterio en la Sevilla
de principios del siglo XVII. Y vean la diferencia.
Cosme
Serano, o Aguano, sastre catalán que vivía en el Pozo de los traperos, en
Sevilla, era un confiado marido casado con una tal Manuela Tablantes, de buen
ver a lo que parece, que se entendía a hurtadillas con Manuel Márquez, oficial
de Cosme en la sastrería.
Cuando
el oficial Manuel Márquez deseaba ver a la señora del sastre, gritaba:
–¡Seda,
señora maestra!
Y
ella respondía:
–Suba
por ella.
Y
el sobrado de la sastrería se convertía en el teatro de la deshonra del ingenuo
marido.
Lo
supo al fin y se querelló en el oficio del escribano del crimen, Lázaro de
Olmedo. La sentencia fue confirmada por la Audiencia el 22 de octubre de 1624,
ordenando que se entregase al querellante ambos reos para que hiciese con ellos
lo que quisiese. Se basa esta sentencia en las leyes patrias, ley 1, título
VII, libro IV del Fuero Real, que dice que «si la muger casada ficiese
adulterio, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido, y faga dellos
lo que quisiere, y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al
otro».
Cosme,
el cornudo sastre, decretó la pena máxima. Ese mismo día de la sentencia se levantó
un tablado en la plaza de San Francisco, escenario de la ejecución. Pero
algunos mozos lo hicieron desaparecer aquella noche. Se hizo otro tablado al
día siguiente, 24 de octubre, pero fue incendiado también por la noche. Nuevo
tablado el día 25 –a la tercera fue la vencida–, custodiado por dos compañías
de soldados.
A
las once de la mañana de ese 25 de octubre salieron de la cárcel cercana los
dos reos montados sobre jumentos con crucifijos en las manos. La mujer va
delante, vestida de negro. Le sigue el oficial de sastre, vestido de blanco. Al
lado del cadalso se encuentran el asistente don Fernando Ramírez Fariñas, el
teniente mayor don Luis Ramírez, el teniente Ruano y el alcalde de la justicia
don Francisco de Alarcón. La plaza está abarrotada de público. Y las ventanas y
azoteas. Ya suben los dos reos al cadalso: la mujer puesta de rodillas con el
rostro hacia la Audiencia; el amante, hacia la parte opuesta. Cosme, el marido
cornudo, aparece en ese momento saliendo de la Audiencia acompañado por el
sargento mayor y un puñado de soldados.
Todo
está preparado para el momento solemne de la ejecución. Pero algo flota en el
ambiente de que Cosme no se saldrá con la suya. El populacho grita a Cosme que
perdone a su mujer. Cosme menea la cabeza diciendo que no puede ser.
En
ese momento, se abren las puertas del vecino convento de San Francisco y asoma
una procesión de frailes que se dirige al cadalso portando un Santo Cristo. Los
soldados tratan de impedirlo y lanzan varios disparos de fusilería que hieren a
varios frailes. Pero estos llegan al pie del cadalso, interponen en la
escalerilla el Santo Cristo y se arrodillan delante de Cosme pidiendo el perdón
para los reos. Cosme dice que no y pugna con los frailes para subir al cadalso.
Su mujer se echa a sus pies y le ruega que la perdone. Cosme sigue con su
tozuda negativa. Los alaridos de la multitud arrecian ensordecedores. En esto,
cuatro frailes se abrazan a Cosme y lo inmovilizan mientras gritan
desaforadamente:
–¡Ya
ha perdonado, ya ha perdonado!
La
mujer es lanzada por la escalera como si fuera una gata y llevada en volandas
al convento de San Francisco.
–¡Ya
ha perdonado, ya ha perdonado!
Y
la noticia corre por toda la plaza.
Cosme
pretende alzar el brazo para decir que no es verdad. Pero sus gestos, su voz y
su persona quedan ahogadas entre los frailes. El adúltero es llevado también a
San Francisco y poco después la justicia lo devolvió a la cárcel.
Cosme,
desolado y llevado por la imperiosa circunstancia, no tiene más remedio que
perdonar. Pero pide, eso sí, que su mujer entre en religión y no salga del
convento sino para morir.
El
pobre Cosme no sabe que la cabra tira al monte. Su mujer, a la que le quedó el
mote de la mal degollada, se escapó del convento y anduvo a sus anchas
los días que le restaron de vida, que las crónicas de esto ya no refieren más.
El amante mozo fue llevado a galeras donde murió poco después. Y don Cosme, el
cornudo sastre catalán, hubo de padecer las coplas callejeras de los
chiquillos, cuando le cantaban:
Todos le ruegan
a Cosme
que perdone a
su mujer;
y él responde
con el dedo:
Señores, no
puede ser.
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