La historia de los
moriscos en España ocupa el período comprendido entre los años 1492 y 1609, en
que son expulsados. Descendientes de los mudéjares –moros que permanecieron en
España bajo el dominio de los reyes cristianos, conservando sus creencias
religiosas y sus costumbres–, los moriscos son esos moros convertidos al
cristianismo, aunque frecuentemente acusados de que bajo la apariencia de
conversión seguían practicando su antigua religión. Es la historia de un siglo
largo de difícil convivencia con los cristianos viejos, con represiones,
sublevaciones y guerras, especialmente en los lugares donde se hallaban más
extendidos (Granada, Valencia, Aragón).
¿Se hizo inevitable la
expulsión? En los contemporáneos no se han detectado voces discrepantes,
sintiendo al unísono la necesidad de esta limpieza étnica, que en nuestro
tiempo nos parece aberrante. Hay que situarse en el siglo XVI para sentir con
ellos el miedo visceral al «peligro turco», o la marcha de los acontecimientos
de Marruecos, o la conspiración descubierta de los moriscos valencianos con la
reina de Inglaterra. En su expulsión hay un hecho religioso, sin duda, pero
adobado con necesidades estratégicas de la Corona y antagonismos económicos.
Lo cierto es que Felipe
III ordena su expulsión, comenzando por los de Valencia en 1609. Siguen los de
Andalucía a comienzos de 1610, para terminar con los de Aragón, Cataluña,
Castilla y Extremadura, estos últimos de más difícil solución al ser pocos y
hallarse más diseminados. En total, unos 300.000 moriscos salieron de España al
finalizar el año 1610.
El bando de expulsión de
los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Córdoba y Sevilla (con inclusión de los
de la villa de Hornachos, en Extremadura) fue publicado en Sevilla el 12 de
enero de 1610. El edicto tenía unas cláusulas especialmente severas: no podían
sacar más bienes que los que podían llevar consigo. Si marchaban a países
cristianos, se les permitía llevar a sus hijos. Si marchaban a Berbería o a
Turquía, destino más lógico de la mayoría de aquellos desgraciados, tenían que
dejar a los hijos menores de siete años. Esta cruel disposición de separar a
los hijos de sus padres se atenía a la lógica de aquel tiempo de poder salvar a
los niños educándolos en la religión cristiana.
En Sevilla se reunió «un
crecido número de estos niños, desde los que se encontraban en la lactancia,
hasta los que próximamente cumplían la edad marcada, y como el Estado no
proveyó directamente el sustento y crianza de estos pequeñuelos, fue forzoso
procurar el concurso de personas piadosas que de ello se encargaran. El marqués
de San Germán se dirigió, en este sentido, al Cabildo eclesiástico de Sevilla,
aceptando voluntariamente los capitulares, en 10 de febrero, amparar a 232
muchachos; mas el marqués les entregó el día 14 a 300, de los que encargaron
186 a los prebendados, 40 por cuenta de la Fábrica de la Iglesia, y los 68
restantes a personas honradas. Nombró el Cabildo diputación para que velase por
estas desgraciadas criaturas y para que recibiese los que pudiese entregar el
comisionado y procurar que se entregasen a personas piadosas por mano del
Cabildo» (Hazañas).
Fueron 30.000 los moriscos
salidos del reino de Sevilla y sólo del Aljarafe 5.024. Un romance, citado por
Caro Baroja, recoge los lamentos llorosos de las mujeres que invocaban en su
dolor a la Virgen de Belén o del Rosario y sentían afecto a sus parroquias y
devociones cristianas. Un mercader, incluso, dejó 4.000 ducados de manda a la
Virgen de la Hiniesta...
De la muy noble
Sevilla, / que por copia se han sacado / treinta mil y más van juntos / hombres,
mujeres, muchachos, / de grande y pequeña edad, / de pobre y de rico estado. / Del
Aljarafe vinieron / cinco mil y veinticuatro: / otros cabos que no cuento / casi
llegan a otro tanto. / Y las moriscas mujeres / torciendo las blancas manos, / alzando
al cielo los ojos / a voces dicen llorando: / –¡Ay, Sevilla, patria mía! / ¡Ay
iglesia de San Pablo, / San Andrés, Santa Marina, / San Julián y San Marcos! / Otras
lloran por los sitios / donde tenían sus tratos. / Otras llamaban a voces / a
la Virgen del Rosario / y a la Virgen de Belén: / ¡Ella sea en nuestro amparo!
/ Y muchos de los moriscos / antes de ser embarcados, / dejaron muy ricas
mandas / a los templos señalados. / Hubo entre ellos mercader / que en San
Julián es nombrado, / que a la Virgen de la Iniesta / dejó cuatro mil ducados.
Imaginemos la difícil
situación de estos infortunados moriscos en los países de acogida. Muchos de
ellos no llegaron siquiera: han muerto en el camino o en los barcos donde son
transportados. Los que sobreviven y son acogidos en países musulmanes sienten
hostilidad porque se les considera cristianos; los acogidos en Francia o
Italia, porque se les considera herejes. España perdió con esta sangría de
hombres y mujeres los mejores braceros para el cultivo de la tierra con sus
sistemas de irrigación de canales, acequias y compuertas que sólo ellos dominaban.