Mañana,
2 de marzo, es el 84 aniversario de la muerte de Santa Ángela de la Cruz en
1932, cuando aún no se había cumplido el segundo año de la República y el
gobierno republicano de entonces rotuló la antigua calle Alcáceres por el de
Sor Ángela de la Cruz. Porque así de sorprendente fue la figura menuda de Madre
Angelita en esta Sevilla de mis pesares.
Cuando
hace unos años escribí la biografía de esta santa sevillana, me atreví a
escribir en la primera página:
«Que
pregunten a un sevillano quién es Sor Ángela de la Cruz.
»—Sor
Ángela de la Cruz es Sor Ángela de la Cruz, y basta.
»Que
una voz forastera trate siquiera de empañar su nombre, y verá.
»Amigos,
en lo tocante a Sor Ángela, en Sevilla no existen montescos y capuletos, o
séase, béticos y sevillistas, o si me apuran, y con perdón, de la Esperanza
Macarena o de la Esperanza de Triana.
»Aquí
todo el mundo en general es de Sor Ángela de la Cruz.»
Desgraciadamente,
hace unos días –tan solo unos días–, unos mentecatos ediles del Ayuntamiento
sevillano, salidos de las cloacas de la ciudad, se han erigido en portavoces de
no sé qué para querer quitar los nombres religiosos de las calles y entre ellos
el de Santa Ángela de la Cruz.
La
respuesta ciudadana fue inminente. Una buena multitud de personas se dio cita
al día siguiente ante el Ayuntamiento para manifestar el rechazo de estos
ediles analfabetos de la ciudad y de sus tradiciones.
Pero
yo quiero contar hoy –ya que en otra ocasión hablé de su santa muerte– de una
curiosa anécdota de Sor Ángela.
Es
la historia de una alpargata.
De
una alpargata de Sor Ángela, sólo una, aparecida entre los escombros de un
viejo chalé de Madrid.
¿Acaso
la perdió Madre Angelita correteando por el Madrid de entonces?
¿Por
qué suya esa alpargata?
Esta
bonita historia ocurrió en diciembre de 1980, en el lugar de San Rafael, zona
residencial de Madrid. Bajo la chimenea de un derruido chalé que va a ser construido
de nuevo, un albañil hurga entre los escombros y le llama la atención una caja
rectangular de plástico transparente, muy deteriorada, con el fondo como de
damasco muy deslucido, las paredes cosidas y unidas entre sí con hilo grana.
Dentro de ella, en buen estado, se encontraba una alpargata negra, cosido
sobre su empeine un trocito de seda blanca y escrito con tinta negra: «Usada
por Nuestra Madre Fundadora Sor Ángela de la Cruz». Y lacrada con el sellito
«H.C.». La dejó allí. Creía que aquello no tenía la menor importancia. Pero se
lo contó a una monjita amiga, Sor Josefa, de las Mensajeras de la Paz. Y ésta
le animó a que le trajera lo que había encontrado. No conocía a las Hermanas
de la Cruz, pero pensó que si se tratara de un objeto de la Fundadora de su
Congregación, le gustaría conservarlo. Buscó a las Hermanas de la Cruz residentes
en Madrid y le entregó, con el alborozo de éstas, la preciosa reliquia de
Madre.
La
alpargata fue traída enseguida a Sevilla. Es menuda, pequeña, como el pasito
silencioso y menudo de Sor Ángela, con los laterales del esparto un poco
carcomidos por el mucho andar.
Su
par, que también se conserva, se encontraba en la Casa de Montellano. También
fue traída a Sevilla, para que así las alpargatas de Madre reposen juntas e
inspiren a sus Hijas, cuando las contemplen, el dulce caminar de su Fundadora.
Si
esta alpargata de Sor Ángela aterrizó en Madrid se debió a una donación que en
tiempos hicieron las Hermanas de la Cruz al general Gonzalo Queipo de Llano. Pero
Queipo murió en 1951 y la reliquia pasó a alguien de su familia y aterrizó en
un chalé de Madrid.
Es
lo que ocurre. Las familias pasan, y el sentimiento de afecto ante esta
reliquia se adormece en las siguientes generaciones.
Ya
está en Sevilla la alpargata andariega, en la Casa Madre, junto a sus Hijas,
que gustan de guardar con minuciosidad todo recuerdo, por mínimo que sea, de
Madre. A este espíritu se debe el que conserven todo lo suyo: sus Papeles
de Conciencia, salvo diez semanas que se supone que la misma Sor Ángela
destruyó (conservándose el resto porque una Hermana la sorprendió y le arrancó
el escrito de las manos); todos sus papeles, por minúsculos que sean,
borradores en sobres vueltos, etc... Y todas sus pertenencias: sus vestidos,
todo lo utilizado por ella ha sido siempre venerado por sus hijas, que lo han
guardado como reliquias de su extraordinaria santidad. No pocos bienhechores de
la Congregación han recibido a lo largo del tiempo algunos de estos
inestimables objetos: la pluma con que escribía, un cubierto de madera, esta
misma zapatilla...
La
zapatilla andariega volvió tras muchos años a Casa.
Y
las Hermanas de la Cruz, felices y contentas.
Fue
como un regalo chiquito de Madre.
Casi
como una travesura.
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