jueves, 29 de mayo de 2014

La muerte de Fernando III el Santo

Cuando se hallaba cercano a la muerte, se cuenta de un caballero que preguntó a Fernando III qué estatua y sepulcro quería que le pusieran después de su muerte. El monarca respondió:
—Si mis obras son buenas, ellas serán mi mejor sepulcro y estatua.
Murió de hidropesía, según cuenta una crónica tardía. Refiere el Tudense que «el católico y muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad y aquejado con enfermedad de hidro­pesía, que había por el trabajo de las batallas, que siempre hiciera... ».


Contaba cincuenta años, no muy viejo todavía, pero su cuerpo se hallaba metido en una piel fatigada y dolorida por duros años de contiendas. Llevaba reinando treinta y cinco años en Castilla, veintidós en León, y había pasado casi treinta años en campaña.
Aún creía tener energías para continuar la lucha. Y prepara una expedición contra el norte de África. Pero se siente morir. Presintió «que era cumplido el tiempo de su vida y era llegada la hora en que había de finar».
En el Alcázar de Sevilla, sus nobles y aguerridos caballeros deambulaban expectantes; junto al lecho, su segunda esposa, doña Juana de Ponthieu, y los hijos presentes en Sevilla le acompañaban en el postrer momento. De los hijos de doña Beatriz de Suabia se encontraban: Alfonso, heredero de la corona; Fadrique, en no buenas componendas con su hermano mayor que le haría matar; Felipe, arzobispo electo de Sevilla, enamoradizo e inquieto aventurero; y Enrique el Senador. Ausentes: Sancho, arzobispo electo de Toledo; Berenguela, monja en Las Huelgas; y tal vez el pequeño Manuel. Los tres hijos de doña Juana de Ponthieu estaban junto a su madre: Fernando, Leonor y Luis.
Fernando III pidió el viático, que le llevó en solemne procesión su confesor don Remondo, obispo de Segovia. Y cuando oyó el sonido de la campanilla, «hizo una muy maravillosa cosa de gran humildad»: bajó del lecho, se postró rodillas en tierra, y se echó una soga al cuello. Antes de recibir la comunión, pidió la cruz y la besó repetidas veces. Hizo protestación de fe y recibió el viático de manos de don Remondo.
Después, pidió que le quitasen «los paños reales que vestía», que se había puesto para recibir con dignidad a Jesús sacramentado, y, ya en el lecho, llamó a su mujer, la reina doña Juana, y a sus hijos presentes, los bendijo, hizo pública protesta­ción de fe, tomó en sus manos una candela bendita «que todo cris­tiano debe tener en la mano a su finamiento», y, con sereno espíritu, murió, mientras todos los presentes entonaban el tedéum. Era la medianoche del jueves 30 de mayo de 1252.
La Crónica general exclama al llegar este momento: «¿Quién podría decir ni contar la maravilla de los grandes llantos que por este santo, noble y bienaventurado Rey D. Fernando, fueron hechos por Sevilla... y por todos los rei­nos de Castilla y de León?».
A partir de su muerte, Fernando III pertenece a Sevilla. Atrás quedan Castilla y León, sus raíces originarias; su cuerpo es enterrado donde él quiso morir, en Sevilla, la ciudad mora añorada, la conquista que más le costó y más amó. En ella vivió sus últimos años, y en ella murió. Para siempre en Sevilla.
Su sepulcro, premiado con indulgencias papales, fue muy frecuentado desde el primer momento. Y el rey Fernando es hon­rado por los sevillanos con los honores de héroe y la veneración de santo. Para Sevilla es ya Fernando III el Santo. Cuando siglos después, Roma lo eleve a los altares, les resultará difícil a los sevillanos llamarlo san Fernando.
Es lo mismo, dice lo mismo, pero Sevilla desde siempre se había habituado a venerarlo como Fernando III el Santo. Otros reyes han recibido apelativos como noble, fuerte, magno o conquistador. Todo esto lo fue el monarca castellano, pero Sevilla le apodó «el Santo». Y así ha pasado a la Historia.
Los pintores y escultores sevillanos iconografían su figura «con manto real bordado de castillos y leones, en la diestra la espada, y en la siniestra el mundo, con bizarra y venerable aptitud, grave y soberano semblante» (Zúñiga).
En la derecha, la espada. La espada de San Fernando, que todos los años, en solemne ceremonia, pasea la Ciudad por las naves del templo catedralicio el día de san Clemente. La espada era el arma noble por excelencia en aquella época. Sobre ella se prestaba juramento y por ella los nobles eran armados caballeros. En su pomo, muchos introducían reliquias de santos y de ahí la costumbre de besarla antes de la batalla. La espada simbolizaba la virtud de la justicia y de la nobleza. Algunas han pasado a la historia en aura de leyenda junto a los célebres guerreros que la poseyeron: la Tizona y la Colada del Cid Campeador, la Yoyeuse de Carlomagno, la Scalebor del rey Arturo, la Durindana de Roldán... Sevilla guarda también en su catedral la espada legendaria de Fernando III.
Y en la otra mano, el mundo. El mundo desde Sevilla, sostenido, poseído y contemplado desde esta bendita tierra. Una Sevilla que con san Fernando se abre a la modernidad y se prepara en el subconsciente acontecer de aquellos tiempos para la conquista del Nuevo Mundo. Se dice que con sus huestes llegó Fernando III hasta las costas de Cádiz y contempló el mar océano, desconocido, infinito, mientras las olas mansas de la playa acariciaban con su baba lechosa las patas de su caballo. ¿Qué pensó Fernando? ¿Sospechaba acaso lo que su vida había de significar al dejarse prendar para siempre por la ciudad que más empeño le costó conquistar? América estaba detrás de página de la conquista de Sevilla por el rey Fernando. Él no lo sabía. Ni lo sospechaba. Se supo siglos después. Por eso los artistas sevillanos le colocaron la bola del mundo, sostenida con brazo potente.

sábado, 24 de mayo de 2014

El intelectual cazado

Me interesó el libro La caza de los intelectuales (Destino 2014), cuando ojeé sus páginas en una librería, escrito por el que fuera ministro de Cultura con Zapatero, César Antonio Molina. Y lo compré. Precisamente por leer un capítulo titulado: «El dios de Auschwitz-Birkenau no nos debe ninguna explicación, pero nosotros sí se la debemos», donde cita con profusión la figura de Edith Stein, que para mí ya es algo de mi carne en estos últimos tiempos. He profundizado en su vida durante más de un año y fruto de ello es el libro titulado: «Edith Stein, mártir en Auschwitz». Me interesaba ver qué dice un intelectual de ella, que últimamente tengo cierta prevención de cómo la progresía trata a toda figura que huela a hábito y a Iglesia católica.
Y he tenido una sensación agridulce. Lo dulce porque trata positivamente su figura, lo cual es de agradecer: una Edith, judía conversa y carmelita descalza, gaseada en Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Y una sensación agria, porque comete demasiados errores históricos referentes a su persona. Al final del capítulo ofrece una bibliografía sobre ella, incluso sus Obras completas, pero me parece que está puesta de adorno.
Dice cosas como estas:
–Edith Stein, también conocida como Madre Teresa Benedicta, junto con su hermana Rosa, también religiosa. Ambas eran judías que se habían convertido, con gran escándalo familiar, al cristianismo. Edith era una filósofa, ensayista y profesora universitaria que lo dejó todo para ingresar en el Carmelo. Su familia, religiosa ortodoxa judía, lo sufrió como una afrenta.
Y más adelante:
–En 1922, y ya a una edad importante, quiso ser bautizada y recibió también la primera comunión. Y al año siguiente la confirmación. Profesora destacada y querida por sus alumnos, impartió la docencia en varias universidades de su país natal y en 1933, en pleno avance del nazismo, ingresó en el Carmelo… El hábito carmelita lo tomó en 1934. Y dos años después fallecía su madre, que sacó adelante el negocio familiar habiéndose quedado viuda muy joven.
Bueno, no tan joven, viuda a los 44 años. Le dio tiempo de parir a once hijos, la última de ellos la propia Edith.
Apoyándose en el film La séptima morada, refiere Molina cómo «Edith le narra a su madre los motivos de su conversión y ella la recrimina y la expulsa fuera de la casa y la familia».
Y por último, ya de carmelita descalza, afirma que «llegó a ser priora».
¿Me creeréis si os digo que lo citado es falso o falseado? ¡Me pregunto de dónde ha tomado los datos! Y se le ha escapado lo mejor de la vida de Edith: el análisis psicológico de su paso del judaísmo a la indiferencia, cuando solo tenía trece o catorce años; su brillante carrera filosófica a la sombra del profesor Husserl, padre de la fenomenología, del que fue su asistente durante cerca de dos años; su relación con él, también judío converso, con el que mantuvo correspondencia hasta su muerte; su relación con Heidegger, más conflictiva, quien al subir al poder Hitler a principios de 1933, abrazará con oportunismo esta perversa ideología y dará de lado a Husserl. Obtuvo el rectorado de la Universidad de Friburgo y se afilió al partido nazi, al tiempo que a Husserl, ya emérito, le quitaron su despacho de la Universidad y lo mandaron a su casa.
La larga conversión al catolicismo de Edith Stein tuvo su guinda final al leer en casa de unos amigos en noche de vela la Vida de Teresa de Jesús y exclamar:
–¡Aquí está la verdad!
Un paso difícil fue decirle a su madre que deseaba bautizarse en la Iglesia católica. Y la señora Augusta lloró. Pero no la echó de casa. Estuvieron abrazadas durante un buen tiempo. Recibió el bautismo y la comunión el 1 de enero de 1922. Un mes más tarde, 2 de febrero, –no un año después–, recibió la confirmación. Por su parte, su hermana Rosa, ocho años mayor, mantuvo en secreto su conversión hasta después de la muerte de su madre. Y no fue religiosa, sino seglar terciaria carmelita. Murió en Auschwitz al lado de su hermana.
Cuando doce años después de su conversión, en 1933, Edith decide entrar en el Carmelo, acude a despedirse de su madre y pasa con ella unos días. Fue muy difícil decirle a su madre que ingresaba en las carmelitas de Colonia. La madre se preguntaba:
–¿Dónde me equivoqué? ¿por qué no he podido evitarlo?
Edith la acompaña el sábado a la sinagoga. Al volver, la madre le habla:
–Fue hermosa la prédica del rabino, ¿verdad?
–Sí, madre.
–También los judíos pueden ser piadosos.
–Ciertamente, cuando no se ha conocido otra cosa.
Entonces se volvió hacia ella crispada:
–¿Por qué lo has conocido tú? No quiero reprocharle nada a él. Debió de ser un hombre muy bueno. Pero ¿por qué se quiso hacer Dios?
Edith Stein no fue profesora de Universidad. Defendió una tesis doctoral brillantísima, premiada con las máximas calificaciones. Pero no pudo optar a cátedra. Se opuso su condición de mujer y su condición de judía.
La república de Weimar, recién estrenada, permitió según el artículo 109 de su constitución el acceso a cátedra de las mujeres. Pero la realidad era otra. Edith intentó presentarse a cátedra en Munich, Gotinga y Kiel, con resultado negativo. En Friburgo ni lo intentó. Estaba Husserl y Heidegger. No había lugar para ella. Se postuló para Munich, también sin resultado. Hubo de conformarse con clases en un colegio de monjas y sus numerosas conferencias impartidas por toda Alemania sobre la condición femenina.
Cuando llegó Hitler, no es que lo dejara todo para meterse monja. Es que perdió su empleo de profesora por el hecho de ser judía. Y viendo que no tenía ninguna perspectiva académica en el futuro, quiso cumplir lo que añoraba desde su conversión y que sus directores espirituales no la habían dejado, porque creían que daba mejor testimonio en la vida civil: retirarse a un convento de clausura, donde, señor César Antonio Molina, no llegó nunca a ser priora.
Y de remate, Auschwitz no se halla en la «Alta Siberia» (p. 399), sino en la Alta Silesia, pero esto puede ser un error de escritura. A Siberia mandaba a su gente Stalin.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Salve Madre, en la tierra de tus amores

Cómo el Ayuntamiento republicano de Sevilla quiso derribar
el monumento de la Inmaculada y cómo lo impidió el pueblo

En 1929 se celebraban las bodas de diamante de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. Sevilla lo celebró con el Congreso Mariano Hispano-Americano, tenido del 15 al 21 de mayo, y con la coronación canónica de la Virgen de la Antigua, 24 de noviembre.
El himno del Congreso, letra del agustino fray Restituto del Valle, y partitura musical del maestro Eduardo Torres, expresa en su primera frase el amor de esta tierra por María y de María por esta tierra de Sevilla:

Salve Madre, en la tierra de tus amores, / te saludan los cantos que alza el amor.


–A todos los Congresos Marianos celebrados en España, y acaso los del extranjero –escribe el jesuita Nazario Pérez–, superó en magnificencia y esplendor el Hispano-Americano de Sevilla, celebrado en mayo de 1929, bajo la presidencia del cardenal arzobispo Ilundáin, legado de Su Santidad, y otros treinta prelados españoles, tres portugueses y ocho americanos. Se inscribieron 1.400 congresistas.
Vino la República. En la noche del 14 de abril de 1931, manifestantes concentrados en la plaza del Triunfo de Sevilla apedrearon el monumento de la Inmaculada, ocasionando diversos desperfectos y resultando decapitada la estatua del jesuita Pineda, predicador inmaculista. Un individuo subió al balcón principal del palacio arzobispal y colocó la bandera republicana.
El sábado 12 de diciembre, el cabildo del Ayuntamiento de Sevilla celebra una «sesión relámpago». Así lo titula el diario La Unión del día siguiente. Y puntualiza la propuesta presentada por la minoría socialista para que sea derribado el monumento a la Inmaculada y sustituido por un monumento en homenaje a Galán y García Hernández, republicanos sublevados en Jaca en 1930 y fusilados.
Al día siguiente, muy de mañana, aparecen los primeros ramos de flores a los pies del monumento. A las once se celebra un mitin tradicionalista en el teatro Llorens, en la calle Sierpes. Habla el jefe carlista Fal Conde:
–Hay una cosa que debo decirla, aunque me cueste ir a Fernando Poo. Ha sido llevado al Ayuntamiento el propósito de derribar el monumento a la Inmaculada Concepción, y yo os digo... (enorme ovación que ahoga el final del párrafo. Entre el indescriptible entusiasmo del público se oyen vivas a María inmaculada y a Sevilla mariana). Es preciso dar respuesta a este propósito de otra manera: manifestándonos correctamente dentro de la Ley, como ciudadanos, que exigen (porque se exige el cumplimiento de aquello a que tenemos legítimo derecho) que nadie toque ese monumento levantado por la fe del pueblo de Sevilla, y que ningunos labios impuros tomen en boca el nombre de María Inmaculada, como no sea para hincarse de rodillas... (Segunda ovación entusiasta que impide oír el final).
Del mitin marcharon a la plaza del Triunfo, cantaron la Salve, y el pie del monumento quedó poblado de ramos de flores. Los desagravios populares y los ramos de flores se sucedieron durante todo el día. El Ayuntamiento no se atrevió a derribarlo y el monumento se salvó.
Pero no así una preciosa inmaculada de Alonso Cano, en el incendio de la iglesia parroquial de El Real de la Jara el 11 de agosto de 1932. Ni tantas y tantas Inmaculadas, en Sevilla y por esos pueblos de la geografía nacional, al inicio de la guerra del 36.
En el crucero norte o brazo del Evangelio, donde se halla la puerta de la Concepción de la catedral de Sevilla, en lo alto del testero de esta nave, se encuentra el único cuadro del siglo XX que ha penetrado en el templo catedralicio. Es obra del pintor sevillano Alfonso Grosso, realizada en 1966. Representa la Proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Obra de grandes dimensiones, 6 x 3 metros, la Virgen muestra los rasgos de la Macarena sobre una ensoñadora y difuminada Sevilla. En ella aparecen también el papa Pío IX, el cardenal Spínola, un nazareno de la cofradía del Silencio, la primera que hizo voto en defensa del dogma de la Inmaculada, dos seises con los ropajes azules, y un ángel con el rostro de la hija del pintor.
Fue un cuadro que suscitó polémica: ¿Merecía ese lugar privilegiado en la catedral sevillana un cuadro del siglo XX y tan moderno?
Lo merecía por el tema. Resume en su basílica mayor, escenario de tantas devociones inmaculistas, el esfuerzo de Sevilla en la defensa de este misterio. Corona en el siglo XX lo que iniciara en el XVII el arzobispo don Pedro de Castro, y los personajes que rodean el monumento de la Inmaculada: el jesuita Juan de Pineda, el poeta Miguel Cid, el escultor Juan Martínez Montañés y el pintor Bartolomé Esteban Murillo, entre otros muchos.

Virgen Santa, Virgen pura, / vida, esperanza y dulzura
del alma que en ti confía, / Madre de Dios, Madre mía,
mientras mi vida alentare, / todo mi amor para ti,
mas si mi amor te olvidare, / Madre mía, Madre mía,
aunque mi amor te olvidare / tú no te olvides de mí.

viernes, 16 de mayo de 2014

La Macarena, de luto

Salía la afición de la Monumental de Sevilla (plaza de toros que ya no existe) después de una corrida sosa y aburrida aquel domingo 16 de mayo de 1920. Se hizo noche en las tertulias y casinos cuando una voz, como un reguero, corre por las calles de la ciudad: Joselito el Gallo ha sido cogido por un toro en Talavera de la Reina... cogida grave... Joselito ha muerto.
–En Joselito se condensaba todo el proceso de la fiesta de los toros... Nació para su arte, vivió para él y para él ha muerto. En Talavera de la Reina ha quedado enterrada la página más brillante de los Anales del Toreo –se lee en El Correo de Andalucía del día siguiente.


Fue el quinto de la tarde. Un toro burriciego, manso, de pelo negro, zaíno, por nombre Bailaor, pequeño de tamaño, hijo de una vaca de Veragua y un toro de la vacada de Santa Coloma. Le pilló por el muslo derecho y, caído en el suelo, le asestó una cornada seca en el vientre. Ya en la enfermería, le dio la extremaunción el capellán de la ermita de Nuestra Señora del Prado. En los ojos del moribundo torero brotaron dos gruesas lágrimas. Minutos después, expiró.
Eran las siete de la tarde.
Trasladado el cadáver a Madrid, es expuesto en su casa de la calle Arrieta. La caja es toda de ébano guarnecida de plata con un magnífico crucifijo de oro. Sevilla aguarda a su ídolo y a Sevilla llegó, por tren, la mañana del miércoles 19. Toda Sevilla se dio cita para acompañar el cortejo fúnebre. Los aficionados de la Alameda, por suscripción popular, han comprado unos lazos de crespones y los han colocado a los dos Hércules en señal de duelo. Pasa por San Gil, donde está su Virgen de la Esperanza Macarena, vestida de luto, de la que era cofrade devoto. Lo entierran en el cementerio de San Fernando, donde yace en un majestuoso sepulcro, obra del insigne escultor Mariano Benlliure.
El viernes, 21 de mayo, es el funeral en la catedral. A las diez de la mañana. Un soberbio catafalco ha sido levantado ante el altar mayor rodeado de doble fila de blandones de plata y presidido por la cruz patriarcal. Terminada la misa, los canónigos, con velas encendidas, rodean el túmulo mientras se entonan responsos por el alma de José Gómez Ortega.
Que el funeral fuera en la catedral, con tanta pompa, se debe al canónigo Muñoz y Pabón, tan macareno como gallista. Lo cuenta en un artículo que publicó en El Correo de Andalucía, que suscitó tanto entusiasmo como polémica y escándalo en ciertos estamentos nobles de la ciudad.
–La muerte de Joselito –escribe Muñoz y Pabón– ha sido toda una tragedia. En la plenitud de la vida –25 años–, en el apogeo de la fama y en lo alto de la cátedra de la sabiduría taurina, Joselito ha sido regado en flor por el asta de un marrajo... Por cierto que Joselito no podrá estar quejoso de Sevilla. Sevilla ha hecho por él, como torero, lo que ninguna tierra taurina ha hecho con sus héroes de muleta y estoque: no ya sólo ufanarse y enorgullecerse de él como de una de sus glorias más legítimas, sino amarlo en vida y en muerte, con ternura realmente maternal. Empezando por llamarle «Joselito» a secas, como pudiera llamarlo su propia familia en el sagrario del hogar doméstico, y acabando por ungirlo rey de la tauromaquia, concediéndole la primera oreja que en la plaza de la Real Maestranza se había otorgado en el transcurso de los siglos. Sevilla hizo de su nombre el apodo de torero con que el glorioso espada conquistó laureles en uno y otro continente... Los Hércules de la Alameda están de luto y la Giralda llora. ¿Cabe expresión de dolor más sevillana?... Sevilla quería para la enormidad de la tragedia de su ídolo, exequias de Canónigo..., de Grande de España..., de Ministro de la Corona..., de Príncipe de la sangre..., de Rey..., de Pontífice!... Por cierto que no ha faltado títulos de Castilla –asistentes al acto– que ha sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pero ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que aduláis... formándoles corte hasta las mismas gradas del trono...; los que os disputáis sus saludos como una honra; tenéis en más su autógrafo, que los de cualquier intelectual consagrado, y juzgáis sus reliquias –a las veces las más íntimas– como las de un confesor de Jesucristo? Cualquiera os entiende, piadosísimos varones. Llegáis en vuestra demanda a rendir parias a la memoria del torero muerto, asistiendo a su funeral, y ponéis como chupa de dómine al Cabildo, porque es tan «demócrata» que hace sufragios por un fiel que ha pasado a mejor vida en comunión con la Iglesia. Ahora, si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos –aquí entran también los locales–, nadie tiene la culpa. El pobrecito puede decirse que no ha hecho mal a nadie. ¡Ojalá que de todos los que mueren pueda decirse otro tanto! ¿Será por esto por lo que en los funerales de los políticos no suele haber más que «la música y acá», y en las honras por Joselito ha estado «toda Sevilla», empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes? ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás.
Una distinguida dama le escribió una carta recriminando el funeral. Muñoz y Pavón le contestó con su gracejo de siempre. En la postdata, porque Muñoz y Pabón no quiere ahondar más en la polémica, nos deleita con esta curiosa anécdota:
–Para el pueblo Joselito no podía morir en cualquier parte y de cualquier manera. Y –misté, don Juan:– me decía la mujer del pueblo, que me daba la noticia: –fue una corná tan regrande, que lo vació enteramente. Le jicieron la cura (lo cuá que dicen que fue un horró) y le dieron el Santolio ar pobrecito. Y ar verlo tan malito al infelí, po fueron y lo arrecogieron entre cuatro, y lo llevaron a morí... ¡a la vera de la Reina!

sábado, 10 de mayo de 2014

San Juan de Ávila en el Castillo de Triana

Se celebra hoy, 10 de mayo, la festividad de san Juan de Ávila, que vivió en aquel siglo XVI cuando Sevi­lla, puerta de las Indias, era una ciudad bulliciosa, cosmopolita, con su Guadalquivir lleno de bajeles y su Arenal repleto de traficantes, pí­caros y truhanes.
Llegó a Sevilla en 1527 un joven clérigo manchego dispuesto a embarcar para las Indias. Fernando de Contreras, sacerdote sevillano, le dio cobijo en su casa y lo presentó al arzobispo Manrique, que lo amarró a Sevilla, diciéndole:
–¡Sevilla será tus Indias!
Y se convirtió en el gran predicador de la tierra andaluza, de manera que recibió el honroso título de «Apóstol de Andalucía». Su elocuencia era rotunda. Movía los corazones como el labrador desbroza los terrones para la siembra. Un dominico, que le escuchó en Córdoba, llegó al convento diciendo: «Vengo de oír al propio san Pablo comentán­dose a sí mismo». O aquel rec­tor de Granada, ampuloso en su saber, que dijo a su camarilla: «Vamos a oír a ese idiota». Y «el idiota» lo convirtió en uno de sus discípulos predilec­tos.
En el otoño de 1531, fue acusado a la Inquisición de proposiciones contrarias a la fe. Fray Luis de Granada, que lo conoció, dice que «sus palabras fueron calumniadas y denunciadas en el Santo Oficio, diciendo dél que cerraba la puerta a los ricos, y otras cosas desta calidad. Por lo cual los señores inquisidores mandaron que estuviese recogido hasta averiguarse su causa».
La cárcel inquisitorial se hallaba en el Castillo de Triana, al otro lado del río, junto al puente de barcas, que unía Triana con Sevilla. Fue confinado en una celda, siniestra y húmeda por la proximidad del Guadalquivir que bañaba sus muros. Estuvo en ella desde un día innominado de 1532 hasta junio de 1533 en que fue absuelto, varios meses, tal vez un año, no se sabe el tiempo. Curiosamente, las denuncias no procedían de Sevilla, sino de Écija y Alcalá de Guadaira. También, tal vez, de Lebrija.
En Écija, un comisario de bulas se quedó solo en la iglesia principal por acudir la gente a oír a Juan de Ávila. Poco después, el bulero se topó con él en la calle y le propinó una bofetada. Juan se arrodilló y le dijo humildemente:
–Emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados.
Predicó en cierta ocasión en la plaza de San Francisco de Écija. Tomó por tema la bienaventuranza: Dichosos los pobres de espíritu… y esas palabras del Evangelio: En verdad os digo que difícilmente los ricos entrarán en el reino de los cielos.
Preguntado por el tribunal, Juan de Ávila respondió que «aquellas palabras del Evangelio: Dichosos los pobres… se entienden de los que se han despojado de las riquezas por amor de Cristo. Y sobre el texto: En verdad os digo que los ricos difícilmente entrarán en el reino de los cielos, dijo que el tener abundancia de riquezas era más peligroso que tenerlas en medianía o no tenerlas. Y así aconteció a Cristo, el cual no fue recibido de las personas de distinción como él dice: En verdad os digo que los publicanos y las rameras os aventajarán en el reino de los cielos.
Estando muy adelantado el pleito, uno de los jueces le dijo a Juan de Ávila:
–Padre Maestro, su negocio está en las manos de Dios.
Y Juan de Ávila le respondió:
–Nunca ha estado mi negocio en mejor estado. Hasta aquí han hecho los hombres; ahora hará Dios.
Las denuncias le vinieron del jurado Andrés Martel, hacendado y con muchos criados, a quien no gustaron sus palabras y lo acusó al Santo Oficio. Juan de Ávila probó ante el tribunal que el tal Martel era su enemigo y hombre de malas costumbres. Y el cura Onofre Sánchez lo acusó de sentirse con más autoridad que san Agustín y de decir en la iglesia de Santa Cruz de Écija que «los que son quemados por orden del Santo Oficio eran mártires». Pero esto no lo había oído directamente, sino que se lo había contado una tal Leonor Gómez de Montesino, que se demostró que era una mujer «descarada y ligera, que se precia de tener disputas con los confesores».
El denunciante de Alcalá de Guadaira no era cura, sino médico, llamado Antonio Flores. Pero aquí el clero de Alcalá depuso ante la Inquisición, contra el parecer del médico, que Juan de Ávila «hizo gran fruto en dicha villa».
Fue absuelto, al fin… por sentencia dada el 5 de junio de 1533.
Juan de Ávila perteneció al clero secular, que ni a canónigo ni a obispo llegó. Por eso tal vez sus méritos no hayan sido suficientemente justi­preciados hasta nuestros días. Y, sin embargo, influyó en Juan Ciudad, que al oír una predicación suya se convirtió en san Juan de Dios, en san Francisco de Borja, en san Pedro de Alcántara, en san Ig­nacio de Loyola, en santa Teresa de Je­sús, en san Juan de Ribera, en el venerable Fernando de Contreras, en fray Luis de Granada, y en un largo etcétera. En aque­llos tiempos del concilio de Trento, fue quien puso los perfiles más exactos de la figura sacerdotal para los tiempos postconcilia­res. Sus escritos sacerdotales son válidos hoy día. Y todo lo hizo con la ma­yor sencillez, un santo que pa­teó Andalucía predicando a Dios. Y sin tapujos, con valentía, diciendo al pan pan y al vino vino. Cuando le llovieron los palos, ni se sintió amargado ni quemado, con un amor siempre grande y reno­vado a la Iglesia. Este es Juan de Ávila, Apóstol de Andalucía, Patrono del Clero español y Doctor de la Iglesia.
Teresa de Jesús, al tener noticias de su muerte, exclamó que había desaparecido una de las columnas de la Iglesia. Murió en Montilla el 10 de mayo de 1569 donde está enterrado, pero en Sevilla germinó su vocación apostólica andaluza.
Por cierto, ¿sabéis cómo le vino la vocación religiosa a Juan de Ávila? Presenciando una corrida de toros.

martes, 6 de mayo de 2014

Los «trepas» en la Iglesia

Pío XII usaba una retórica barroca a base de circunlocuciones y párrafos largos y apretados, que hacía difícil sintetizar su pensamiento, denso y profundo por otra parte. El embajador francés Wladimir D’Ormesson, que conoció bien a Pío XII y a su sucesor, afirmó que el más grande favor que Juan XXIII hizo a la Iglesia fue llamar las cosas por su nombre.
Me parece que pasa lo mismo con el papa Francisco. Es claro como el agua en sus afirmaciones rotundas. Una de las últimas es esa de que los «trepas» se vayan al monte a hacer alpinismo. Dijo:
–¡Y en la Iglesia hay trepadores! Hay tantos que usan a la Iglesia (para ello), pero si (esto) te gusta, te vas al monte y haces alpinismo. ¡Es más sano! Pero no vengas a la Iglesia a trepar. Jesús reprocha a estos trepadores que buscan el poder.
Por los años 40 del siglo pasado, en Sevilla bajo el pontificado del cardenal Segura, había un cura que siempre aparecía donde quiera que el cardenal apareciese. Parecía su sombra. Hasta el punto que logró que lo hiciera canónigo. Y en ese momento, tate, dejó de aparecer a su lado. A amigos suyos, extrañados de que ya no siguiera apareciendo al lado del cardenal, les soltó esta impertinencia:
–¡Ahora que vaya otro!
No cabe duda de que era un caso típico de «trepa» en la Iglesia.
O aquel que marchó a Roma a ver si pillaba un título y su madre decía a las vecinas que su hijo había ido a Roma a estudiar para obispo.
En 1503, en tiempos de los Reyes Católicos, murió un canónigo que se llamaba Diego Alfonso de Sevilla. Sobre este personaje histórico pesaba la leyenda de que era nigromante, es decir, que poseía el arte de adivinar lo futuro evocando a los muertos. Y gracias a la nigromancia logró la canonjía de Sevilla. Se hallaba a la sazón en Roma como prebendado de un cardenal, cuyo nombre no viene al caso. Invitado este purpurado por Alejandro VI, el célebre papa Borja, a participar de su mesa, el cardenal le llevó consigo como copero para escanciarle su propio vino. Los tiempos no estaban entonces para mucha confianza y, ante el temor de ser envenenado, cada uno aportaba a la mesa el vino de su propia cosecha. De copero de su señor iba Diego Alfonso de Sevilla.
Discurría el banquete en animada plática cuando surgió el tema de España y descendiendo a Sevilla se comenzó a ponderar las buenas frutas que en ella había, en especial las naranjas de la huerta de la Alcoba, que servía sus ricos frutos a los Reales Alcázares.
Sintió el papa deseos de saborear aquellas ricas naranjas y Diego Alfonso, que seguía atento la conversación, quiso congraciarse con el pontífice. Dio discretamente una indicación a un paje ayudante (que en realidad se trataba de un demonio familiar sujeto a su poder nigromante) y le ordenó que acudiese a Sevilla y trajese tan ricas naranjas a aquellos dignos comensales. El paje, digo el demonio, raudo y veloz se personó en Sevilla y en un periquete volvió a Roma con el recado cumplido. Mientras el papa y el cardenal se deleitaban saboreando las naranjas de la Huerta de la Alcoba, el paje-demonio le informó de las cosas de Sevilla. Una cosa le agradó mucho: había quedado vacante una canonjía. Añorando volver a su tierra, pidió al papa la canonjía y Alejandro VI, agradecido por las naranjas, se la concedió.
¡Un trepa renacentista y con estilo este Diego Alfonso de Sevilla! Figura que me ha servido como animador de un libro que titulé Los Fantasmas de la Catedral de Sevilla
Lo curioso del caso es que mientras preparaba el libro, envié al diario ABC un artículo con esta figura singular. Pasó un mes y dos y el artículo no salía. Salió al fin bajo el título «El canónigo nigromante de Sevilla». Estaba de director Nicolás Salas, mi buen amigo. Y se dio la casualidad de que el día anterior había sido nombrado canónigo un sacerdote sevillano venido de Roma, sin otros méritos hasta el momento que ser amigo del secretario de cámara y gobierno. Por los mentideros clericales corrió la voz de la mala uva que destilaba Carlos Ros. Y puedo perjurar –si ello es lícito– que el artículo había sido escrito con mucha anterioridad y la casualidad hizo que apareciera al día siguiente de su nombramiento.
Yo tengo muchos pecados en mi haber, como todo ser humano, pero he de decir que sobre el pecado del «trepismo», (que rima con alpinismo), soy un ser inmaculado.
Podría ilustrar esta página con casos nuevos. Pero no merece la pena. Personaje hay por la geografía española, con mitra sobre su testa, cuyo historia de trepa merecería todo un libro.

sábado, 3 de mayo de 2014

Primera Feria de Abril

La Feria de Abril sevillana surgió a propuesta de un vasco y un catalán radicados en Sevilla. El vasco se llamaba José María Ibarra, apellido fuertemente arraigado en Sevilla desde entonces, y el catalán, Narciso Bonaplata, menos conocido este barcelonés que establece en la calle San Vicente la Fundición de San Antonio. Una propuesta de estos señores dirigida al Ayuntamiento el 25 de agosto de 1846 dio principio a una Feria de Abril ganadera, pero con tal carácter festivo que pronto la fiesta privó sobre la feria. Aunque el nombre le quedó.


–Sevilla, que por su posición geográfica y por la clase de su riqueza debería ser el emporio de los productos de la tierra, el centro de transacciones y el gran mercado agrícola de España –así dice el proyecto de Ibarra y Bonaplata–, verá su decadencia venir a pasos agigantados si no se pone al frente de la agricultura nacional para hacerla marchar a la par de otros ramos de riqueza pública en el camino del progreso y de las reformas. Al Ayuntamiento, que representa los intereses de Sevilla, es a quien creen los que suscriben que corresponde el dar impulso...
El 15 de septiembre de 1846 conoció el Ayuntamiento el escrito de Ibarra y Bonaplata. Tres días después se aprobaba la idea, pero adelantando la fecha en un día: comenzaría el 18 de abril y finalizaría el 20 con objeto de dejar un día libre con la Feria de Carmona. El 23 de septiembre, el municipio envía a Isabel II la solicitud de concesión de una feria y el 5 de marzo de 1847, la reina firmó la real orden autorizando su celebración.
Ha nacido la Feria de Abril.
Un amigo catalán se sentía muy orgulloso de que la Feria fuese «inventada» por un catalán, y también por un vasco. Y le tuve que recordar que la sardana, el baile catalán, fue «inventado» por Pep Ventura, un andaluz. Y aquí paz y después gloria.
–Se pusieron en el real 19 casetas –cuenta José María de Ibarra, uno de los fundadores–, que vendían buen vino de Valdepeñas, así como en otras casetas se vendía aguardiente de Cazalla y de la Sierra. Puso una caseta la acreditada buñolería del Salvador y también los gitanos que viven en la Cava. Hubo seis destinadas a vender chacina fresca. Dos dedicadas a los señores viajantes, una, en el real, llamada Fonda de los arados y también La Hostelería, y otra, junto a la Puerta de San Fernando... Fue imposible contar el ganado que entró en el ferial. Vinieron algún rebaño de borregas y muchos cochinos, así como muchas piaras de cabras y buenas recuas de burros de Écija y Carmona... En Los Arados y en La Fonda se dio bien de comer: caldereta, chorizo, menudo, pescado frito y migas... En el ferial hubo varias carretelas. Las mejores, las del conde del Águila, Taviel de Andrade, Villapineda y la mía. Se vieron muchas mujeres aúpas...
Y en carta a un amigo, Ibarra ahonda en la descripción de la primera Feria de Abril:
–La concu­rrencia de forasteros no bajará de 25.000 personas, y para sólo pasaportes se han presentado más de 14.000. Bien puede ase­gurarse que entre todos han dejado en Sevilla 400.000 duros en esta última semana. Cuando Bona­plata y yo nos reunimos para hacer la proposición para conseguir la Feria, no nos engañamos en augurar una fuente de riqueza para Sevilla. Esta mejora sola bastará para honrar el Ayuntamiento de 1846.
El cronista Velázquez y Sánchez, al rememorar este año, cuenta:
–Para inaugurar la importante concesión en los días 18, 19 y 20, el Ayuntamiento acordó una Exposición de Ganados, con adjudicación de premios en concurso de toros, bueyes, carneros, caballos sementales y yeguas, admitiéndose a optar al regalo de unas espuelas de plata a jinetes de caballos de escuela española. Concedido a los ganados el pasto gratuito de Tablada y Prado de San Sebastián, se construyeron dos abrevaderos o pilones en San Bernardo y frente al foso de la Fábrica de Tabacos, situándose un café y repostería en tienda espaciosa para comodidad de tratantes, corredores y dependientes de los ganaderos, al cuidado de su negocio… Desde la Puerta de San Fernando a la de la Carne se establecieron en dos hileras puestos de juguetes, frutas y dulces, y en la acera del Prado, desde el Tagarete hasta San Bernardo, las tiendas de buñolería, bodegones y tabernas; hallándose acomodadas en la calle Nueva, en zaguanes de sus casas, joyerías, roperías, despachos de efectos de modas, novedades y exhibiciones; repartiéndose por los contornos del Prado las máquinas giratorias de caballos y calesas, cosmoramas y el siempre terrible aporreador Don Cristóbal Polichinela con su inseparable Doña Rosita. El segundo y tercero días de Feria fueron lluviosos, pero se amplió por otro más el mercado, haciéndose negocios de importancia…
De entonces acá, ya conocen ustedes el cambio. La feria-feria ha dado paso a la feria-fiesta. Una gozada, con perdón del cardenal Segura que cogía sus buenos enfados. En abril de 1947 –primer centenario de la Feria– sacó una pastoral que tituló: Sobre la prohibición diocesana de los bailes. Una anécdota ocurrente puede resumir con qué espíritu y gracia andaluza se tomaban en Sevilla las excentricidades del cardenal Segura. Lo contó Pemán en un artículo de ABC. Tarde de toros en la Maestranza. Silencio en la plaza. En medio del ruedo tan sólo el torero y el toro. El torero comienza a recrearse en una faena saltarina. Y desde el tendido se escucha una voz que grita:
—No bailes, niño, que lo ha prohibido el cardenal Segura.