Al morir San Juan de la Cruz en el convento
de Úbeda el 14 de diciembre de 1591, acudieron los
frailes y rezaron en su celda un responso. Después, lo amortajaron y pusieron
el cuerpo sobre una alfombra, lo llevaron a la iglesia y lo depositaron bajo un
altar que estaba junto a las cuerdas que colgaban de las campanas.
Con
el nuevo día, acudió la gente al convento y, como ocurría en aquel entonces,
trataban de arrancar del Santo lo que podían pillar de sus prendas u objetos
personales. Hubo que defender el cuerpo del atropello, cosa no fácil. Un fraile
dominico llevaba bajo el hábito un cuchillo para cortarle un dedo al besarle
los pies. Pero le pareció que el muerto le miraba, tuvo miedo y se echó hacia
atrás. No así un fraile mínimo que, al besarle los pies, le arrancó con los dientes
una uña y se marchó tan contento.
—Comenzó
el sermón diciendo que había preguntado a los religiosos de aquella casa le
dijesen algo de las virtudes del difunto y ellos le habían rogado no dijese
cosa particular de él, sino que predicase un sermón de difuntos ordinario y
llano; pero que, aunque los frailes no le habían dicho sus virtudes, se las
había dicho Dios, porque había puesto en su corazón que hablase de él como de
un gran siervo suyo y ordenado que por varios caminos le diesen noticia de
cosas muy particulares de su virtud y santidad.
Y
terminó su sermón:
—No
os pido, como se suele, encomendéis a Dios el ánima del difunto, porque nuestro
difunto fue santo y está su alma en el cielo. Lo que os pido es que procuréis
imitarle, y a él que nos alcance de Dios gracia.
Hubo
pugna entre los religiosos de otras Órdenes por llevar el cuerpo a la
sepultura. Y así, entre todos, lo enterraron en la misma iglesia, en el suelo.
Muerto fray Juan de la Cruz, Ana de
Peñalosa y su hermano, Luis del Mercado, auditor del Consejo Real, solicitaron
a Doria, como vicario general, traer a Segovia los restos mortales de su santo
director. «Y aunque el vicario general lo rehusaba, por no despojar a la ciudad
de Úbeda de una prenda tan rica, se pusieron para esto tan poderosos medios y
alegaron razones tan apretadas, que le pareció conveniente concederlo».
Concedido el permiso, el vicario general Doria ordenó que se llevase con el
mayor secreto. Don Luis del Mercado envió a Úbeda a Juan de Medina Cevallos,
alguacil de Corte y persona de su confianza, con la patente del vicario general
y la advertencia de que había de hacerlo con sigilo. Fue en septiembre de 1592,
a los nueve meses de su muerte. Pero, descubierto el sepulcro, «le hallaron
entero, fresco, y de tan buen aspecto, como si entonces acabara de morir».
Echaron cal, «dos fanegas de cal viva», y desistieron de llevarlo dejándole en
el sepulcro.
El biógrafo José de Jesús María se queja de
ver cómo fue tratado el cuerpo de Juan de la Cruz:
—En lugar de venerar aquella incorrupción
de un cuerpo de varón tan santo... le trataron como a otro cualquier cuerpo
muerto.
Pasados otros ocho o nueve meses, ya en
1593, lo intentaron de nuevo. Abierta la sepultura, «hallaron el santo cuerpo,
aunque no comida la carne, como esperaban, pero ya más enjuta y seca con el
calor de tanta cal, y siempre con muy suave olor». Y por caminos de
distracción, dando algunos rodeos, «temiendo el alboroto que hubiera en Úbeda
si supieran que los despojaban de aquel tesoro», llegaron a Madrid, camino de
Segovia, con el santo cuerpo metido en una maleta y transportado en una acémila.
Una leyenda trata de dramatizar la huida.
Los que llevaban el cuerpo del Santo oyeron voces amenazadoras en el camino:
—¡Ay, bellaco sacristán,
desentierramuertos! ¿Adónde llevas al fraile?
Pero por más que miraron a uno y otro lado,
no vieron a nadie. Este episodio legendario llegó a oídos de Cervantes y lo
insertó con variantes en el Quijote. Que iban cabalgando don Quijote y Sancho
en noche oscura, cuando vieron por el camino una comitiva con hachas encendidas
que se acercaba. Don Quijote se figuró hallarse ante una grandísima y
peligrosísima aventura. Se figuró que en la litera que llevaban aquellos
encamisados, que no eran otros que clérigos, debía de ir algún caballero mal
herido o muerto. Puesto en medio del camino, alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quien sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que
en aquellas andas lleváis...
Uno de ellos contestó:
—Vamos a la ciudad de Segovia acompañando
un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en
Baeza, donde fue depositado, y ahora llevamos sus huesos a su sepultura, que
está en Segovia.
No cabe duda de que hay similitudes y que
Cervantes lo debió de oír en sus correrías por Andalucía como recaudador de
impuestos.
Llegaron a Segovia a primeros de mayo de
1593 y depositaron el cuerpo en el convento de los frailes. Lo tuvieron
expuesto a la veneración de los fieles durante ocho días. Después, abrieron un
arco en la pared de un altar lateral, levantado del suelo cosa de dos varas, y
depositaron el cuerpo. Echaron un tabique, sin señal alguna de que detrás se
hallaban los despojos del Santo. Un año más tarde, mayo de 1564, ante los
insistentes ruegos por los favores y milagros que el Santo hacía, se tiró el
tabique y en el mismo lugar, bajo el arco, fue depositado sobre un arca en
forma de urna.
Mientras, en Úbeda había un sentimiento
general de decepción y despecho. Le habían robado el cuerpo del Santo con
nocturnidad y alevosía. El tema fue tratado en el Cabildo de la ciudad y se
nombró una comisión para hacer traer el cuerpo a Úbeda. Fueron nombrados
comisarios Perafán de Ribera y Pedro Ortega, caballeros veinticuatro de la
ciudad. Como no hallaron eco en los frailes, decidieron acudir a Roma.
Clemente VIII firmó un Breve en 1596, cinco
años después de su muerte, para que el cuerpo de fray Juan de la Cruz fuera
devuelto a Úbeda. El pleito se demoró y el Breve nunca se ejecutó. Años después, en 1607, antes de un Capítulo general,
los superiores de la Orden y la ciudad de Úbeda llegaron a un acuerdo. La Orden
entregaba a Úbeda algunas reliquias insignes, como fueron una pierna desde la
rodilla para abajo y un brazo del codo hasta la mano, que fueron depositadas en
la iglesia del Carmen. Reliquias recibidas con júbilo y fiestas en Úbeda,
aunque con la protesta formal de que no perdían el derecho que tenían a todo el
cuerpo.
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