sábado, 17 de noviembre de 2018

El milagro de las rosas


Hoy, 17 de noviembre, festividad de santa Isabel de Hungría, quiero reseñar el milagro de las rosas, suceso prodigioso que le sucedió a ella y que leyendas de santos refieren también de otros santificados, como Isabel de Portugal, Casilda de Toledo, Diego de Alcalá, indio Juan Diego, y otros casos parecidos.
Isabel de Hungría nació en 1207, hija del rey Andrés II de Hungría y de la reina Gertrudis de Merano. Cuando contaba cuatro años, fue prometida con Luis, hijo del landgrave Hermán I de Turingia, en Alemania. Y lo que era costumbre entonces, la niña fue separada de sus padres y llevada en un largo camino de quinientos kilómetros desde su Hungría natal al castillo de Wartburgo en Alemania. Isabel dejaba su tierra y su familia. En el séquito, con algunas damas de compañía y dos eclesiásticos, una leyenda del siglo XIV refiere que su madre, la reina Gertrudis, añadió un músico de viola llamado Adeleido para que calmase con su canto a la pequeña Isabel cuando llorase.


En el castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, centro de la naciente literatura alemana medieval, creció Isabel a la espera de madurar en mujer. Podemos decir que Alemania, más que Hungría, será propiamente su país. Su prometido, Luis, le llevaba siete años, nacido en el 1200. Regía la Iglesia Inocencio III, y corrían por esos mundos Francisco de Asís y Domingo de Guzmán.
En 1217, a la muerte de Hermán I, Luis heredó el landgraviato de Turingia con el nombre de Luis IV. En 1221, al cumplir Isabel catorce años, casó con su apuesto prometido. No había sido fácil la infancia de Isabel entre los fastos de aquel castillo, pero se sintió compensada por un matrimonio feliz, sintiéndose querida tiernamente por su marido.
Su primer hijo nació en marzo de 1222 y se le impuso el nombre de Hermán, por el abuelo paterno. En la primavera de 1224 tuvo un segundo hijo: una niña por nombre Sofía, que llegaría a ser duquesa de Brabante. Por este tiempo han llegado a Turingia los primeros franciscanos. Al conocerlos y saber de las cosas que hablaban de su fundador, nació en Isabel un sentimiento franciscano de amor a la pobreza que se hará realidad tras la muerte de su esposo haciendo sus votos e ingresando en las Penitentes de San Francisco, una orden tercera.
En 1226, cuando tiene tan sólo diecinueve años y su esposo se halla ausente por tierras de Italia en la preparación de una cruzada, Isabel asume la regencia. El invierno ha sido tan riguroso que ella vende hasta sus joyas para paliar el hambre de sus súbditos. Lo que era visto con malos ojos por los magnates de la corte. Cuando Luis IV llegó y le hablaron de las locuras de su esposa, ella simplemente le dijo:
—He devuelto a Dios lo que le pertenece y Dios nos ha guardado al uno del otro.
Una escena legendaria que aparece en todas las biografías de la santa cuenta cómo un cierto día, estando en el castillo de Neuenbuerg, se presentó un leproso, que ella acostó en el lecho matrimonial. La landgravia Sofía lo contó escandalizada a su hijo y cuando Luis IV acudió al lecho encontró… ¡no un leproso sino Cristo crucificado!
Y está la leyenda de las rosas. Descendió del castillo de Wartburg con algunas de sus sirvientas al pueblo de Eisenach con el manto cargado de carne, huevos y pan. Se encontró inesperadamente con su marido, que le preguntó qué llevaba en su regazo. Ella, apenada, no dijo nada. Él abrió el manto de su esposa y aparecieron rosas.
Santa Isabel de Portugal (Zaragoza, 1271 - Estremoz, Portugal 1336) fue reina de Portugal entre 1282 y 1325. Casó en 1282 con el rey Dionisio I de Portugal. Dedicada a atender a enfermos, ancianos y mendigos, ante un marido libertino que un día la sorprendió, cuenta la leyenda, con panes transformados milagrosamente en rosas.
Tal sucedió también a la princesa mora santa Casilda de Toledo, hija de Al-Mamún, rey de la Taifa de Toledo entre 1043 y 1075. Ella, caritativa y apiadada de los cristianos cautivos en las mazmorras del palacio, bajaba para darles consuelo y alimentos. Sorprendida un día por su padre, de su manto aparecieron rosas en vez de panes. Convertida al cristianismo, una ermita en la Bureba burgalesa mantiene viva su memoria. Zurbarán la ha inmortalizado en uno de sus cuadros.
También se cuenta que san Diego de Alcalá tomaba el pan de la mesa del convento para llevarlo a los pobres. Sorprendido por el prior, extendió su capa y los panes se habían convertido en rosas. Zurbarán recoge también este momento.
Un día de diciembre de 1531 se le apareció al indio mexicano Juan Diego una bella Señora en el cerro de Tepeyac. La Virgen le manifestó: «Deseo vivamente y me agradaría mucho que en este lugar se me erigiera una capilla. En ella mostraré y otorgaré a todos los hombres todo mi amor, mi misericordia, mi ayuda y protección. Pues yo soy la Madre misericordiosa, la tuya y la de todos los pueblos que moran en este mundo, de aquellos que me aman, que me invocan, que me buscan y que confían en mí». Y lo envía al obispo. El obispo Juan de Zumárraga no le creyó. Era necesaria una prueba. Y la Virgen se la dio. «Sube, tú que eres el más pequeño de mis hijos, hasta la cumbre del cerro, donde me has visto y yo te di mis instrucciones. Allí encontrarás diversas flores; córtalas y recógelas». Era diciembre y sin embargo el indio Juan Diego contempló un campo esponjado de rosas. Las envolvió en su capa y las llevó al obispo. Cuando extendió la capa, el rostro del obispo se llenó de sorpresa y admiración. La imagen de la Virgen ha quedado impresa en el sencillo manto del indio. Y el obispo la colgó en su capilla. En lengua Náhuatl, se le llamó Tlecuauhlapcupeuh (la que viene de la luz como el águila de fuego) o tal vez Coatlaxopeuh (aplasté con mis pies la serpiente), pero a los españoles estos nombres le sonaban a Guadalupe, como la Virgen extremeña. Y así se la veneró, como a Nuestra Señora de Guadalupe.

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