El conde de Cabarrús (n. Bayona 1752),
ministro de Hacienda del rey intruso José Napoleón, murió en Sevilla el 27 de
abril de 1810, hace 208 años. Las actas capitulares de la catedral refieren ese
día: «Muerte de Cabarrús, Ministro de Hacienda. Manda el rey que sea sepultado
en la Catedral con solemnísima pompa; que los canónigos, en traje coral, y todo
el clero vayan por el cadáver a la casa mortuoria. ¡Mucha tropa... mucho
acompañamiento! etc. El Cabildo ordenó al maestro de ceremonias que previniese
en voz baja a los capitulares que no se echasen los capuces, que todos devolviesen
la cera después de las exequias, y que se aligerase la función todo lo
posible».
–¿Dónde vivía el conde de Cabarrús?–
preguntó años después el deán de la catedral, don Fabián de Miranda, en esos
momentos refugiado en Cádiz, cuando repasaba con el canónigo Bucareli las actas
capitulares durante la ocupación francesa de la ciudad.
–Nada menos que en la calle de las Palmas,
casa del señor marqués de Moscoso– le contestó Bucareli.
–¡Pues no fue corta jornada! ¿Dónde está
sepultado?– preguntó con interés.
–En un ángulo de la capilla de la
Concepción Grande, mas se trasluce que no permanecerá allí por mucho tiempo.
La Gaceta extraordinaria de Sevilla
del domingo 29 de abril daba al detalle la composición de la comitiva fúnebre.
Abría la marcha un destacamento de tropas francesas, seguía el general
gobernador de la guarnición con los oficiales del Estado Mayor, el cabildo de
curas y beneficiados, capilla real, colegiata del Salvador, cabildo catedral. A
continuación, dos jefes de división y dos oficiales del ministerio de Hacienda
con hachones encendidos junto al féretro, cuyas borlas llevaban los ministros
del rey que se hallaban en la ciudad, el mariscal Soult con el Estado Mayor,
jefes y oficiales de la Casa Real, el Consejo de Estado, generales y oficiales
de la guarnición, una música militar. Tras ellos, la Audiencia, el Municipio,
el Consulado, la Maestranza del Reino, la Universidad, el Colegio de Abogados,
las Academias. En fin, todo Sevilla. Cerraba la marcha un destacamento de
tropas españolas.
Cabarrús, aunque nacido en Francia, llevaba
años en España como consejero de Carlos III. A propuesta suya fue creado el
Banco de San Carlos (1782), del que fue director, primer banco nacional
español, que emitió el primer papel moneda impreso en el reino, los llamados
vales reales, inició el Canal de Cabarrús, hoy Canal de Isabel II, y la
Compañía de Comercio de Filipinas, que tuvo resonante éxito en 1785. De
excepcional talento para las finanzas, fue persona estimada en su tiempo. Pero
todas las simpatías se evaporaron cuando optó por la causa napoleónica durante
la Guerra de la Independencia y aceptó el cargo de ministro de Hacienda en el
efímero reinado de José I Napoleón.
En Sevilla le pilló la muerte y fue
enterrado en la catedral.
Un día de noviembre de 1814, los diputados
de Fábrica de la catedral, sin encomendarse a nadie, exhumaron los restos de
Cabarrús y lo trasladaron de la capilla de la Concepción Grande a la fosa del
Patio de los Naranjos, donde era costumbre enterrar a los penados en el último
suplicio. Cuando se enteró el deán, don Fabián de Miranda, les echó una buena
reprimenda.
«El juicio de los hombres –dijo– llega
hasta la tumba. Más allá no hay otro juez que el Juez Supremo. Por eso tal vez
los mismos franceses, al apoderarse de esta ciudad, respetaron los restos de
Floridablanca, su enemigo jurado, dejándole tranquilo en su último y regio
asilo de la Capilla Real de San Fernando; mientras nosotros, con ese alarde de
trasnochado patriotismo ni hemos respetado a la muerte ni imitado aquella
generosidad. Y no me recordéis el ejemplo de lo hecho con las cenizas de
nuestro fray Diego de Deza: aquello fue obra de canalla; y, además, las
represalias después del triunfo siempre fueron inicuas».
Para calibrar la exaltación antifrancesa
del pueblo de Sevilla, tal vez convenga reseñar aquí lo ocurrido este día 28 de
abril, pero de 1814, cuatro años después del entierro del conde de Cabarrús.
Acababa de llegar la noticia del destronamiento del emperador Napoleón en
Francia. La gente alborozada se echó a la calle con peleles que representaban
al odiado emperador. Más de doce Napoleones llegaron a ahorcar en distintas
calles de Sevilla. Gómez Imaz, en su libro Sevilla en 1808, cuenta qué
ocurrió con el pelele de la calle Tintores.
Iba el muñeco, adornado con sombrero de
tres picos y banda plateada, sobre un asno «flaquísimo y tuerto». Al llegar a
la Puerta de Jerez «se le echó un pregón, terminando todos con las voces de muera
Napoleón». Conducido al quemadero, de triste recordación aquel lugar donde
durante cerca de tres siglos fueron quemados, en persona o en efigie, cientos
de sevillanos, condenados por el Santo Oficio, le pegaron cuatro tiros por la
espalda al pelele y lo arrojaron al Tagarete.