Hoy hace 63 años de la muerte en Nueva York
del jesuita Pierre Teilhard de Chardin, célebre paleontólogo francés, que aportó
una original visión de la evolución. Murió el domingo de Pascua, 10 de abril de
1955. Un año antes, durante una cena en el consulado francés de Nueva York,
manifestó a sus amigos:
–Mi deseo sería morir el día de la
Resurrección.
Y se cumplió su deseo. Sin embargo, como
confiesa Hans Küng, «su féretro será acompañado al cementerio por una sola
persona». Y añadió:
–Estando de profesor invitado en Nueva York
en 1968, un día seguiré el Hudson 160 kilómetros para llegar hasta su tumba, y
me dará pena que el sepulcro del gran paleontólogo y teólogo no se haga notar
por nada, de forma que cuesta trabajo encontrarlo. Damnatio memoriae, «borrar del recuerdo»: ¡una vieja costumbre
romana!
Ahora, repasando las hojas de este libro después
de tantos años, me viene de nuevo a la memoria este personaje tan singular que
perdió en 1926 su cátedra en el Institut Catholique y a partir de ese momento fue
perseguido por la Inquisición romana.
Dos años después de su ordenación
sacerdotal, en junio de 1913, apareció por Cantabria para visitar las cuevas de
Puente Viesgo y de Altamira. Era su primera experiencia de trabajo en un equipo
internacional de cinco científicos dirigidos por el Abbé Henri Breuil, conocido
como el «Papa de la Prehistoria», en el que se hallaban también Hugo Obermaier, paleontólogo alemán, posteriormente
nacionalizado español, el inglés Burkitt, hijo de un profesor de Cambridge, y
un norteamericano especialista en el estudio de las culturas precolombinas.
Su estancia en Nueva York, en los años
finales de su vida, será como un destierro tras las depuraciones que hubo a
raíz de la encíclica Humani generis (1950). Aunque en 1953 hará un nuevo viaje a África
del Sur y en 1954 pasará dos meses en Francia.
La encíclica de Pío XII Humani generis reprobaba en cierto modo
los manuscritos de Teilhand y ello creó desasosiego en la gente progresista. Él
escribía cartas sosegando a sus amigos. Le dijo, por ejemplo, a Solange
Lamaître:
–Para una encíclica titulada Humani generis sería difícil presentar
una visión más estrecha de la humanidad.
Teilhard no veía oposición entre la
encíclica y la ciencia, sino entre «la ciencia y el lenguaje de la encíclica». Los teólogos de Roma, para Teilhard, que
habían confeccionado la encíclica para Pío XII, no parecían comprender que «una
manera de pensar que tenía en cuenta la cosmogénesis, es infinitamente más
capaz de expresar la Creación, la Redención, la Encarnación y la Comunión que
el tomismo aristotélico».
El destierro en Nueva York fue más bien un
destierro voluntario. Cuenta él en una carta fechada el 2 de febrero de 1952
que habiéndose enterado «de una fuente segura y amiga de que Roma no deseaba
verme en París en este momento ni por el momento», se las arregló para residir
en la casa de los jesuitas de Nueva York, adjunta a la iglesia de San Ignacio
del 980 Park Avenue.
–Siento –escribía– que ha llegado el
momento oportuno para que yo desaparezca de París, donde las cosas se están
poniendo «too hot» para mí personalmente. Durante los últimos seis meses, la
prensa ha estado hablando demasiado acerca de mí y de mis indiscreciones. Desde
este punto de vista, sería mejor dar a Roma la impresión de que me estoy
sumergiendo de nuevo en lo que allá la gente llama la «pura ciencia».
En el año 1948 había estado en Roma,
llamado por el General de la Compañía, donde esperaba se le concediera permiso
para publicar El fenómeno humano,
pero no se le concedió, a la vez que se le negó permiso para acceder al
prestigioso Collège de France. Seguía fichado por el Santo Oficio,
aunque en verdad nunca fue condenado. Un amigo de Teilhard, que visitó a Pío
XII, el papa le dijo:
–Yo sé que el Padre Teilhard es un gran
científico, pero no es un teólogo. En uno de sus ensayos habla de resolver «el
problema de Dios». Pero para nosotros no hay ningún problema en ello.
También aseguró Pío XII a un político
francés que nunca sería condenado Teilhard mientras él estuviese en el trono
pontificio. Teilhard, por su parte, conservó siempre su amor a la Iglesia y a
la Compañía.
Pero sus libros seguían sin poder ser
publicados. Y ya en Nueva York, con precaria salud, recibió el consejo del Padre
Jouve, administrador de Etudes, que
pusiese a salvo para el futuro sus escritos. Y Teilhand legó en su secretaria la señorita Jeanne Mortier todos sus
escritos, que quedaron así fuera del alcance de la Compañía. El Fenómeno humano fue publicado el
mismo año de su muerte.
Será en 1962, siete años después de su
muerte, cuando reciba un monitum del
Santo Oficio, que veía cómo se vendían a granel todos sus libros, y emitió una
«advertencia» sobre su teología, «donde abundan en ambigüedades y hasta errores
serios que ofenden a la doctrina católica».
Sin embargo, el actual pontífice papa
Francisco lo cita de modo favorable en su encíclica Laudato si al afirmar que «el fin de la marcha del universo está en
la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la
maduración universal». Sería bueno que el papa Francisco diera un paso más y
reivindicara la figura de su camarada jesuita.
Su primer biógrafo y gran amigo de
Teilhard, Claude Cuénot, termina su libro diciendo:
–Por su talla gigantesca y porque ha
brotado de la Ecclesia mater, a la
que fue fiel hasta su muerte, Teilhard es una promesa de ecumenismo, del
verdadero ecumenismo, del que tiene como contraseña: «Todo cuanto asciende,
converge». Teilhard no es heterodoxo, es hipercatólico e hiperortodoxo y
representa la ortodoxia del futuro. Gracias a él, el cristianismo se ha
convertido en la religión del mañana.
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