A Oriana Fallaci le
pasaba lo que a Miguel de Unamuno, un deseo infinito de creer, la nostalgia de
Dios. Monseñor Fisichella, actualmente presidente del Pontificio Consejo para la
Promoción de la Nueva Evangelización, que la conoció en los últimos años de su
vida y la acompañó con su amistad hasta la muerte, confiesa que «la fe estaba
en ella, como una identidad cristiana: una identidad que siempre reencontraba,
por cultura y formación, en todo Occidente. Más bien al contrario, Oriana acusaba
a Occidente de haber olvidado esta identidad religiosa propia».
En sus libros se ha
confesado muchas veces atea –una palabra bastante radical, que yo traduciría
por agnóstica–, pero con un sello profundamente impreso dentro de sí por su
bautismo, comunión y confirmación.
Encabezo este artículo
con el título de un libro que Oriana Fallaci escribió en 1975, tras perder a un
hijo que esperaba de su pareja, Alekos Panagulis, un líder de la oposición
griega al régimen de los Coroneles. Se encontraron el día que salió él de la
cárcel y Oriana se convirtió en su pareja hasta la muerte de Panagulis,
ocurrida en un misterioso accidente de circulación el 1 de mayo de 1976, que
bien pudo ser un ajuste político.
Carta a un niño que nunca nació es un título tan
sugerente como las reflexiones de esta escritora, a la que siempre he tenido, ya
desde mis tiempos de estudiante en Roma, una afición especial por leer sus
libros y sus entrevistas a personalidades destacadas del mundo de entonces. En Roma
ya me decantaba yo por hacer mis primeros pinitos en el periodismo y leía
especialmente a dos periodistas destacados del momento para aprender de ellos –Indro
Montanelli, un talento de periodista y escritor, y Oriana Fallaci, no menos
talentosa– y por saber no tanto qué decían sino cómo lo decían, analizando sus
textos con los arranques y terminaciones de las noticias que publicaban.
Oriana Fallaci me ha
seducido siempre, la fuerza de su pluma, su arrojo, su honradez, su
independencia… Vivía en Nueva York cuando presenció la caída de las Torres
gemelas el 11 de septiembre de 2001. Y escribió un alegato fortísimo en un
libro que tituló La rabia y el orgullo
(2002) y La fuerza de la razón
(2004), donde apunta su tesis de una Europa convertida en Eurabia y acusa a la
izquierda europea de ser «antioccidental». Es al mismo tiempo un fortísimo
manifiesto contra el islam. Murió de cáncer el 15 de septiembre de 2006 en su
Florencia natal. Un año antes, el 27 de agosto de 2005, cuando ya tenía
incubado el mal, fue recibida en Castel Gandolfo en audiencia privada por el
papa Benedicto XVI. Se pactó un encuentro secreto, pero la noticia saltó a la
prensa tres días después, aunque no llegó a trascender el contenido del
coloquio. ¡Una lástima! Me hubiera gustado saber qué se dijeron el papa sabio y
la inquieta periodista, que había pateado medio mundo entrevistando a las
figuras más importantes de la política. Solo trascendió la admiración de Oriana
Fallaci por Benedicto XVI. Ella se definía siempre como «atea-cristiana», es
decir, como decimos por estos pagos, «atea por la gracia de Dios».
La Carta a un niño que nunca nació es un libro pequeño donde ella
reflexiona sobre la maternidad tras el fracaso de un bebé que tuvo durante
algunos meses y del que le vino un aborto. Es una meditación sobre la vida de
la criatura nonata y de la madre frustrada, que es ella. Al final, sueña que
está en una jaula y la están juzgando los personajes de la obra: el médico, la
médico, el padre de la criatura, sus propios padres… Oriana no toma partido y
en cada personaje coloca una postura de cara al problema del aborto. Como si la
escritora quisiera interrogar al lector. Yo voy a reproducir aquí, del centenar
de páginas que tiene el libro, parte de la actuación del médico en esa supuesta
ensoñación en la que Oriana se encuentra enjaulada e interrogada. Dice el
médico:
–Un hijo no es una muela cariada. No se puede extirpar como una muela
y arrojarlo al cubo de la basura, entre el algodón sucio y las gasas. Un hijo
es una persona, y la vida de una persona es una continuidad desde el instante
en que es concebida hasta el de la muerte. Algunos de ustedes discutirán el
concepto mismo de continuidad. Dirán que en el instante en que somos concebidos
no existimos como personas. Existimos sólo como célula que se multiplica y que
no representa la vida. O no en mayor medida que un árbol, cuya tala no es un
delito, o un mosquito al que no es delito aplastar. Como hombre de ciencia, contesto
inmediatamente que un árbol no se convierte en hombre, y tampoco un mosquito.
Todos los elementos que componen a un hombre, desde su cuerpo hasta su
personalidad, todos los factores que constituyen un individuo, desde su sangre
hasta su mente, están concentrados en aquella célula. Representan mucho más que
un proyecto o una promesa: si pudiéramos examinarlos con un microscopio capaz
de penetrar más allá de lo visible, caeríamos de hinojos y creeríamos todos en
Dios…
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