Que Teresa de Jesús llevase en sus venas
sangre hebrea se ha sabido muy recientemente. Todas las biografías anteriores a
mediados del siglo XX ensalzan la limpia alcurnia de su familia y muestran a
los Cepeda descendientes legítimos de Vasco Vázquez de Cepeda, señor de la
villa del mismo nombre, que acompañó a Alfonso XI en el cerco de Gibraltar.
La investigación histórica se ha visto
obligada a revisar estas gloriosas ascendencias. En 1946 aparecieron en la
Chancillería de Valladolid unos legajos que tenían polvo de cuatro siglos.
Narciso Alonso Cortés los extractó en un artículo donde revelaba la inesperada
condición social de Teresa: su ascendencia judaica por línea paterna. ¿Sabía
Teresa de su ascendencia judaica? Estoy seguro de que sí. Aunque jamás
aparecerá en sus escritos la menor alusión. Anduvo Jerónimo Gracián en cierto
momento en Ávila hurgando en los orígenes del linaje de los Ahumada y Cepeda, y
Teresa le cortó con cierto enojo:
–Padre, me basta ser hija de la Iglesia y me pesa más haber hecho un pecado
venial que si fuera descendiente de los más viles y bajos villanos y confesos
de todo el mundo.
Y
soslayó el tema.
Juan
de la Cruz hará lo propio en su vida. Evitará hablar de su linaje, aunque en su
caso no se muestre con claridad su ascendencia judaica.
¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué esta emigración
familiar? ¿Esta diáspora y el deseo de poner tierra de por medio? La
Inquisición ha entrado en sus vidas.
Alonso Sánchez de Toledo, jefe de la saga
familiar, bisabuelo de la Santa, era judío converso y un rico mercader que
tenía «casas y viñas, con que se mantenía, y que oficio no se le conoció
tener».
Uno de sus hijos, Juan Sánchez de Toledo,
nacido hacia 1440, abuelo de Teresa, contrajo matrimonio con Inés de Cepeda,
oriunda de Tordesillas y vecina de Toledo. También mercader, tuvo bastantes
hijos: Hernando, Álvaro, Alonso (padre de Teresa), Pedro, Rodrigo, Lorenzo,
Francisco, y una hija, Elvira de Cepeda.
Tenidos como cristianos nuevos, les faltaba
lo que se llamaba limpieza de sangre, siempre dedicados los judeoconversos a
oficios de mercader o prestamista o cambiador o banquero o médico o
boticario... Nunca, como dice el Cura de los Palacios, los judeoconversos
«quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando
ganados, ni lo enseñaban a sus hijos, salvo oficios de poblado y de estar
asentados, ganando de comer con poco trabajo».
Por eso se dice del patriarca de la saga
que «oficio no se le conoció tener». Juan Sánchez de Toledo, abuelo de Teresa,
mercader de buena posición social como su padre y hermanos, «traficante en
efectos de iglesias, pan y otras cosas», cayó en las garras de la Inquisición
de Toledo. Consta que el 22 de junio de 1485 «Juan de Toledo, mercader, hijo de
Alonso Sánchez, vecinos de Toledo a la collación de Santa Leocadia, dio,
presentó y juró ante los señores de la Inquisición una confesión en que dijo y
confesó haber hecho y cometido muchos y graves crímenes y delitos de herejía y
apostasía contra nuestra santa fe católica», es decir, confesó de haber vuelto
a las prácticas judaicas. Y fue condenado a la procesión de los reconciliados y
a llevar públicamente durante siete viernes por las calles de Toledo de iglesia
en iglesia el sambenito o capuz amarillo, símbolo vergonzante que aireaba ante
sus vecinos su ascendencia no lejana de cristiano nuevo que ha caído en las
prácticas hebraicas, o sea, de ser un «marrano», así llamados con todo
desprecio por el pueblo los judíos convertidos externamente al cristianismo y
que seguían observando clandestinamente sus costumbres y religión original.
Juan Sánchez de Toledo se vio obligado a
poner tierra de por medio. Y emigró a Ávila con toda su familia, donde borrar
huellas y proseguir su próspero comercio de tejidos. Se estableció en la Cal de
Andrín, una de las principales calles comerciales de Ávila, y abrió como
mercader «una tienda de paños y sedas», que resultó ser un negocio próspero.
No se dejaba ver mucho ante los clientes,
que le consideraban un toledano rico. La prudencia es una virtud y él la
practicaba llevando una vida retirada. Su propósito consistía en casar a sus
hijos con doncellas de cristianos viejos. Y conseguir un título de hidalguía
–cosa no difícil de conseguir con dinero– que oculte su ascendencia y certifique
ser hidalgo y por tanto de sangre vieja. A su oficio de mercader en seda se
unió también el título de la recaudación de rentas reales y eclesiásticas,
obtenido tal vez por su amistad con el arzobispo de Santiago.
Y es así como Alonso Sánchez de Cepeda,
hijo de Juan Sánchez de Toledo y padre de Teresa, casó en 1505 con Catalina del
Peso y Henao, hija de Pedro del Peso, caballero de Ávila. Con ella formó hogar
en el extremo occidental de la ciudad, en la plazuela de Santo Domingo, en la
Casa de la Moneda, llamada así por haber estado en ella tiempo atrás la ceca de
la ciudad. Ésta será su residencia definitiva donde nacerá Teresa.
Después de darle dos hijos, María y Juan,
Catalina murió en Horcajuelo (Ávila) el 8 de septiembre de 1507, de la peste
que asoló la ciudad. También en ese año y de la peste murió el «penitenciado»
Juan Sánchez de Toledo, abuelo de Teresa. Alonso de Cepeda –hay que borrar el
apellido Sánchez de pésimos recuerdos– en noviembre de 1509 casó en segundas nupcias,
a una edad cercana a los treinta años, con otra doncella de sangre vieja:
Beatriz de Ahumada, que andaba por los quince. Don Alonso entregó a su esposa «por
honra de su virginidad y acrecentamiento de su dote, mil florines de oro buenos
y de justo peso y valor de la ley y cuño de Aragón». Doña Beatriz de Ahumada
aportó al casorio una finca con rebaños y palomar, de feliz nostalgia para
Teresa en su niñez, en la aldea de Gotarrendura, tres leguas al norte de Ávila,
en la Moraña.
En Gotarrendura se celebró la boda. Siendo
naturales de Olmedo los Ahumada, llegaron a Gotarrendura días antes la novia y
su madre doña Teresa de las Cuevas, traídas en un carro. El sacristán que
asistió a la boda dirá años más tarde que «al tiempo de la boda, cuando doña
Beatriz se iba a velar a la iglesia, este testigo la vio muy ricamente ataviada,
y oyó decir que don Alonso Sánchez le había dado todo aquello que llevaba y
otras muchas joyas». Tras la ceremonia religiosa, los vecinos de Gotarrendura,
que no sobrepasaban el centenar, fueron convidados a gallinas de corral, bien
adobadas.
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