En este mes de julio, que fenece, se ha
llenado de campamentos scouts por doquier la geografía hispana. Yo, que vivo ya
solo de nostalgias, recuerdo mis tiempos scouts como jefe scout dirigiendo
campamentos y, tras mi sacerdocio, con tantas misas en campamentos bajo una
encina o a la luz de la luna.
Quiero recordar aquí a uno de nuestros
santos scouts. Aunque no ha sido oficialmente canonizado por la Iglesia, sí es
un modelo para los scouts católicos del mundo. Me refiero a Guy de Larigaudie, escritor,
explorador, conferenciante y periodista francés, nacido en París el 18 de enero
de 1908 y muerto en el campo de batalla durante la segunda guerra mundial el 11
de mayo de 1940, en Musson, Bélgica, en la frontera de Luxemburgo.
Se le encontró encima una carta, escrita a
una religiosa carmelita, en la que decía:
–Hermana: Estoy en pleno campo de batalla.
Puede que no vuelva. Tenía hermosos sueños y grandes proyectos. Sin embargo, si
no fuera por la pena inmensa que esto va a causar a mi pobre madre y a los
míos, saltaría de gozo. Tenía tanta nostalgia del cielo..., y ahora presiento
que pronto va a abrirse la puerta. Al ser tan grande mi deseo del cielo y de la
posesión de Dios el sacrificio de mi vida no es tal sacrificio. Había soñado
llegar a ser santo y ser un modelo para los lobatos, scouts y routiers.
Demasiada ambición quizá para mi talla. Pero así era. Formo parte de un
escuadrón de caballería y me hace feliz pensar que mi última aventura sea a
caballo...
Dejó hermosos libros en los que contó sus
aventuras de joven, habiéndose recorrido medio mundo, cuando en su tiempo ello
no era fácil. En 1934 estuvo en Australia, con motivo del Jamboree scout de
Frankston. En 1935, visitó los Estados Unidos. En 1936, las islas del Pacífico.
Y en 1937, se lanzó con su amigo Roger Drapier, a la mayor aventura de su vida:
el primero que unió en automóvil Francia con Indochina al volante de un Ford 19
CV, viejo cacharro que ya tenía 70.000 kilómetros encima y al que bautizó como Jeannette. Después de Ginebra, Viena,
Budapest, Belgrado, Sofía, llegó a Palestina, atravesó Afganistán y la India
para lanzarse a lo desconocido, falto de mapas precisos, sorteando regiones
accidentadas de difícil acceso, para llegar finalmente a Saigón, donde, ya en
1938, una emocionante fiesta scout se desarrolló en el recinto de un gran
estadio en su honor. A su vuelta a Francia, recaló en el puerto de Marsella el
4 de julio de 1938, donde Guy contó su largo viaje a un periodista de Radio
París.
Recojo aquí algunos de sus pensamientos
extractados especialmente de su libro «Etoile
au grand large», que fue traducido al español hace años por la Editorial
Sígueme con el título de «Buscando a Dios».
–Nuestra vida no es más que una sucesión de
gestos ínfimos, que divinizados labran nuestra eternidad.
–Tan hermoso es pelar patatas por amor de
Dios, como edificar catedrales.
–Nuestro deseo de felicidad es demasiado
grande para que pueda colmarse con algo distinto del Más Allá.
–Admira y haz tuya la belleza del universo
esparcida a tu alrededor. Esfuérzate en traducirla, aunque sea en páginas
imperfectas, para que suba en humilde homenaje hacia el Señor.
–Sigue el camino –tortuoso o recto– que
Dios te ha señalado. Pase lo que pase no lo abandones, porque es el tuyo.
Lánzate audaz y alegremente, y cuando tropieces con la única aventura, el don
total a Dios, acéptala. Sólo Dios cuenta. Sólo su luz y su amor pueden colmar
nuestro pobre corazón, demasiado grande para el mundo que lo rodea.
–Una religión negativa: no harás esto, no
harás lo otro. ¡Nunca! Sino un amor a Dios tan profundo, tan intenso, que brote
a flor de labios siempre, constantemente. Esto es lo positivo, lo único capaz
de mantenerte en pie contra viento y marea.
–Hacer de la vida una conversación con
Dios.
–Nuestras faltas han de servirnos de
trampolín para el amor.
–No somos más que almas imperfectas en
pobres cuerpos humanos cargados de deseos. Pero os amamos, Dios mío, os amamos
con toda la fuerza de estas pobres almas, con toda la fuerza de estos pobres
cuerpos.
–No comprendemos nada de nada. Se esconde
un misterio tan profundo en la germinación de un grano de trigo como en el
movimiento de las estrellas. Pero sabemos perfectamente que sólo nosotros somos
capaces de amar. Por esto el más pequeño de los hombres es mayor que todos los
mundos reunidos.
–Debía ser mestiza: hombros espléndidos,
labios macizos, ojos inmensos. Era bella, salvajemente bella. No tenía que
hacer más que una cosa. No la hice. Monté a caballo y partí a toda velocidad,
llorando de desesperación y de rabia. Creo que en el día del Juicio, si no
tengo otra cosa positiva, podré ofrecer a Dios, como una gavilla, todos esos
abrazos que, por su amor, no he querido dar.
–Nuestro mundo no está hecho a nuestra
medida y tenemos el corazón triste a veces de tanta nostalgia del cielo.
–La naturaleza es violencia, robos,
muertes. Aves de rapiña que se acechan, huyen, se persiguen encarnizadamente y
se devoran. Su objetivo, matar y no ser muerto. Sólo el hombre ha inventado la
dulzura. La Hermana de la Caridad rehace el mundo.
–Hay mujeres que conservan alma de muchacha
durante toda la vida.
–Cuando, frente al mar, el desierto o una
noche tachonada de estrellas, se siente el corazón a punto de estallar de
felicidad, es bueno pensar que más allá encontraremos algo mucho más hermoso,
más grande, algo a la medida de nuestra alma, algo que colmará el inmenso deseo
de felicidad que es, a la vez, nuestro sufrimiento y nuestra grandeza de
hombres.
–En la última torreta del palo mayor de un
velero, cuando no hay tierra a la vista, uno posee para él solo el círculo del
horizonte. Pero inmediatamente aflora el deseo de empujar más esa línea, de
hacer estallar ese límite que, a pesar de todo, nos aprisiona, porque estamos
hechos para lejanías más dilatadas que las pobres perspectivas de los horizontes
de este mundo.