Tenía 72 años. Sábado 31 de octubre de
1998. En la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz moría en olor de santidad la
Madre María de la Purísima. Hoy, 20 años después, ya es venerada en los altares
esta madrileña alumna de las Irlandesas que un día, en la festividad de la
Inmaculada, 8 de diciembre de 1944, vino a Sevilla para entrar de postulante
como Hermana de la Cruz. Con santa Ángela forma ese dúo por ahora de santidad
de la Compañía de la Cruz.
¿Cómo es posible que haya ascendido en tan
corto espacio de tiempo a la gloria de los altares esta Hermana, tan silenciosa
ella, a la que conocí? Porque subir a los altares lo hizo en 2010, a los doce
años de su muerte, al ser beatificada en el Estadio Olímpico de Sevilla. Y cinco
años después, en 2015, fue canonizada en Roma por el papa Francisco. ¡Todo un
récord de esta Hermana de la Cruz que ni siquiera ha logrado la mundialmente
conocida santa Teresa de Calcuta, que murió un año antes, en 1997, y fue
canonizada un año después, en 2016!
Le han detectado a sus 68 años un cáncer
del pecho izquierdo que será operado. Y sometida a tratamiento de quimioterapia
y radioterapia. Tiene dolores, y muchos. Solo su fuerza de voluntad y el
dominio de sí, esa gracia sobrenatural que la sostiene, hace el milagro de
aparecer ante las Hermanas como si nada ocurriera. Pasará un tiempo y un TAC
revelará que tenía un hígado metastático con ascitis perihepática, cálculos en
la vesícula biliar, tocado el pulmón. Cáncer extendido al cuerpo.
En la Casa Madre hay unas 80 Hermanas que
han venido de distintos puntos para hacer ejercicios espirituales y serán
testigos presenciales de que Madre no está bien, a pesar de que quiere
sobreponerse.
Un día, tras la venida del hospital, fue a
la capilla y al refectorio. Durante la recreación, la Vicaria general comunicó
a las Hermanas que Madre se encontraba mal. El médico había dicho que tenía el
hígado muy inflamado. Los rostros compungidos de todas se tornaron en asombro
cuando poco después se presentó, como todos los días, para la lectura
espiritual.
Sentada como siempre en su silla de enea, y
con gran esfuerzo –se asfixiaba un poco y se le notaba ronca–, comentó la carta
de la pobreza, última que había enviado a las Hermanas del Instituto con fecha
3 de octubre. Fue la última vez que habló a la Comunidad reunida. Las Hermanas,
ante el entusiasmo y alegría que mostró, pensaron que no era grave lo que tenía
y que pronto estaría bien. Una Hermana, que había venido de la casa de Morón,
la saludó al llegar en la enfermería y, al abrazarla, le dijo María de la
Purísima:
–¡Me voy al cielo!
Y ella le contestó:
–No puede ser, su caridad no se puede ir
todavía.
–No tengo apego a nada. Lo único que me
preocupa es que van a sufrir sus caridades.
Esa noche, a pesar de su inapetencia total,
fue al refectorio, última cena que hizo con la Comunidad.
Pasó la noche en la enfermería.
Una Hermana le preguntó qué le había dicho
el médico. Ella le respondió:
–El doctor me ha dicho que me queda poco
tiempo de vida.
Al día siguiente, viernes 30 de octubre,
oyó la misa de la Comunidad y, como es habitual en las Hermanas de la Cruz,
estuvo sentada en el suelo.
Después de la misa, salió con María Sofía
camino del hospital para ponerse el tratamiento.
–Fue el último día que la vi con vida
–confiesa el doctor Murillo.
La
aplicación del tratamiento le hizo fuerte reacción; pasó el día entero entre
vómitos y grandes fatigas, pero no la vieron quejarse ni un momento. A las seis
y media de la tarde, tomó un
poquito de caldo con una yema y unas cucharadas de yogurt. Después dijo:
–Es conveniente descansar.
Y se acostó. Besó la tarima, como es
costumbre, y se santiguó sonriente. Ya en la tarima, le entró mucho frío y una
asfixia muy grande. Así pasó la tarde y la entrada de la noche. La asfixia era
cada vez mayor. Pero su semblante, lleno de paz, no profería queja alguna.
Al amanecer, ya 31 de octubre, llamaron al
capellán don José Polo para que le administrara la unción de enfermos. Llamaron
también al médico, don Antonio Gallardo, el cirujano que la operó. Y
volviéndose hacia las Hermanas, les dijo:
–La Madre ya hace tiempo que vive en el
Cielo.
Aún con vida, las Hermanas fueron pasando
en silencio y llorosas a besarle la mano. Aún tenía vida, pero aparentemente ya
no tenía conciencia de nada. A las nueve y media de la mañana expiró. Sábado 31
de octubre de 1998.
Su muerte ha sido algo inesperado para las
Hermanas que de muchos pueblos han venido para hacer ejercicios espirituales.
¿Es posible que tan de repente haya muerto cuando dos días antes les había
hablado en la lectura espiritual y hecho el rezo en cruz y de rodillas en la
capilla?
Es un silencio lleno de lágrimas el que
corre por la Casa Madre.
El lunes día 2, conmemoración de los fieles
difuntos, se celebraron las exequias. Presidió la Eucaristía el arzobispo
Carlos Amigo Vallejo, acompañado de cuarenta y nueve sacerdotes. La iglesia,
llena, y multitud de gente en la calle. Unas Hermanas de la Cruz llevan el
féretro con los restos mortales de María de la Purísima. Una de ellas, con una
mano en el rostro quiere tapar su dolor y sus lágrimas.
–¡Se nos fue al cielo! –exclamó.