Si la figura
de Manuel Azaña, el que fuera jefe de Gobierno (1931-1933) y presidente de la
Segunda República (1936-1939), relevante intelectual, liberal y burgués, como
él se definió, fue polémica en vida, lo es aún a la distancia de los años.
Pues, aunque
le pese a Juan Marichal, no fue ningún miembro del clero español el que
intervino en los últimos momentos de la vida de Azaña. Fue un francés, y
precisamente el propio obispo de Montauban, monseñor Théas, quien fue llamado a
su lecho y quien lo reveló años después en un sermón con motivo del jubileo del
Año Santo de 1950.
Monseñor Pierre-Marie
Théas acababa de llegar a la diócesis de Montauban, cuando fue requerido por un
español para que acudiera a asistir al presidente Azaña, que vivía en el Gran
Hotel du Midi.
En ese
encuentro, Azaña le confesó que quería morir en el seno de la Iglesia católica.
«Estas palabras –confesó el obispo– fueron pronunciadas con tal acento de
sinceridad, que saqué mi crucifijo y se lo di al enfermo. Entonces el
presidente Azaña, en sus manos, comenzó a besar las llagas del Salvador,
diciendo: ¡Jesús, piedad, misericordia!». Entonces el presidente Azaña se
confesó.
Cuando el
obispo volvió para llevarle el viático y administrarle la unción de enfermos,
alguien le impidió la entrada: «El presidente está cardíaco y eso le puede
hacer daño». Sin embargo, en confesión del mismo obispo, en otro momento pudo
darle los últimos sacramentos, aunque su entrada fue impedida en cinco
ocasiones.
–Algunos días
después –confesó el obispo– tuvo lugar el entierro civil; pero yo sabía muy
bien el retorno del pródigo a la Casa del Padre de las misericordias.
El entierro
civil fue dispuesto por el cónsul de México sin el conocimiento de la esposa de
Azaña, que fue quien llamó al obispo. «La viuda no se atrevió a protestar,
porque México pagaba todos los gastos del hotel del presidente y de los que le
acompañaban».
Quien desee
más información, podría consultar el Bulletin Catholique de Montauban de
la época, y creer, si lo desea, las palabras del obispo Théas, posteriormente
obispo de Tarbes-Lourdes. Nada de esto se dice en el libro de Santos Juliá «Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940)».
Santos Juliá, excura sevillano y en tiempos ha amigo, escribe que el obispo «se
presentó en el hotel para informarse por el estado del enfermo. Pasó a la
habitación y charló un rato con Azaña que, muy complacido y sonriente, le habló
de todo, de Cipriano [su cuñado, condenado en Madrid a la última pena en esos
días, por el que intercedió monseñor Théas, enviando dos cables, uno a Franco y
otro a Roma], de los niños, de su juventud en El Escorial. Notando que se
cansaba, el obispo les dejó enseguida y no le vieron más hasta que, enterado de
la extrema gravedad en que había caído en los últimos días de octubre, volvió
de nuevo acompañado de un cura español, que pretendió entrar a verle. No
accedió su mujer, que dejó pasar al obispo, a quien tantas veces Azaña había
reclamado. En fin, y siempre según el relato de Dolores de Rivas [su esposa] a
su hermano, pasadas las diez de la noche del día 3 de noviembre, viéndole morir
y angustiada por su soledad en aquel dolor, encargó a Antonio Lot que llamara a
Saravia y a la monja, soeur Ignace,
que cumpliendo sus deseos volvió un poco más tarde acompañando al obispo. Y así,
en el momento de su muerte, el 3 de noviembre de 1940 a las doce menos cuarto
de la noche, rodeaban a Manuel Azaña, en su habitación del Hotel du Midi, su
mujer, Dolores de Rivas Cherif, el general Juan Hernández Saravia, el pintor
Francisco Galicia, el mayordomo Antonio Lot, el obispo Pierre-Marie Théas y la
monja Ignace».
Al parecer resulta
feo para una biografía laica contar que Azaña –aquel que dijo: «España ha
dejado de ser católica»– se confesó con el obispo, recibió los últimos
sacramentos y se convirtió en sus momentos finales.
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