jueves, 29 de enero de 2015

Tumba de Cervantes

Estos días un grupo de arqueólogos se halla a la busca de los restos de Cervantes, enterrado en el convento de San Ildefonso de las trinitarias descalzas de Madrid. Y han encontrado en una de las tumbas la tabla de un ataúd con las letras M y C, que muy bien pueden significar Miguel de Cervantes. Me pregunto si a la altura de cuatrocientos años interesa averiguar –cosa nada fácil– si unos huesos mohosos resultarán a la postre ser los del Manco de Lepanto. Con el costo enorme que ello conlleva.
Mejor hubiera sido que nuestra vieja historia hubiera tenido la cautela de honrar y preservar los sepulcros de nuestros grandes del Siglo de Oro. No solo los de Cervantes, también los de Lope de Vega, Calderón de la Barca o Diego Velázquez… No así los de Francisco de Quevedo, que se hallan en la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), donde falleció.


Cervantes murió pobre, como todo escritor que se precie. Y no muy aplaudido que digamos por el Madrid de su tiempo. A su entierro acudió su familia y algunos vecinos. Y, sin ningún aire de popularidad, fue enterrado bajo una lápida que a los pocos años desapareció.
El convento de las trinitarias, donde está enterrado, fue fundado en 1612 –cuatro años antes de la muerte de Cervantes– por doña Francisca Gaitán Romero, hija del capitán de los tercios de Flandes, Julián Romero, «el de las hazañas», inmortalizado por el Greco en un cuadro impresionante, en unas casas de su propiedad, ocupado por religiosas venidas del convento de Santa Úrsula de Toledo. Pronto se rompieron las relaciones de la fundadora con las monjas y las dejó a su destino. Se ocupó entonces de su protección la marquesa de La Laguna, doña María de Villena y Melo. El 1639 se reconstruyó de nuevo la iglesia y así desapareció todo vestigio de la lápida que presumiblemente tendría la sepultura de Cervantes. Vete a saber si no terminaron en una escombrera.
Murió Cervantes el 23 de abril de 1616, en la calle de Francos, hoy de Cervantes. Días antes, el 18, recibió la extremaunción, y al día siguiente, 19, escribió lo que puede considerarse su epitafio que encabeza el prólogo de su obra póstuma Persiles y Segismunda:
–Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.
Y más adelante, al final del prólogo:
–¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida.
En alguna otra parte dejó escrito eso de:
–Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida.
Fue amortajado con el sayal franciscano y llevado su féretro por los hermanos de la Orden Tercera de San Francisco, a la que pertenecía Cervantes.
No lejos de la casa de Cervantes se hallaba la de Lope de Vega, con quien se llevó tan mal. Si la de Cervantes era humilde, la de Lope aparecía espléndida con jardín incluido. «Mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio», describía así su casa Lope de Vega en carta dirigida a un amigo. Convertida hoy en Casa-Museo del ilustre escritor.
Se da el dato curioso de que la casa de Cervantes se hallaba en la calle Francos esquina a la de León. La calle León es hoy la calle Cervantes. Algo más abajo está el Museo de Lope de Vega, lugar donde vivió diecinueve años hasta su muerte el gran dramaturgo. Y así resulta que Cervantes está enterrado en la hoy calle Lope de Vega, donde se halla el convento de las trinitarias,  y Lope de Vega murió en la calle Cervantes.
Pero si ellos se echaron no pocas veces las puyas y los versos a la cabeza, no así Marcela de San Félix, hija natural de Lope de Vega y poetisa como su padre, e Isabel de Saavedra, hija natural de Cervantes, que años después serían grandes amigas. Marcela de San Félix profesará religiosa en el convento de las trinitarias y cuando muera Lope de Vega, a su entierro acudirá el todo Madrid y el cortejo dará un rodeo para pasar por el convento de Sor Marcela, antes de ser enterrado solemnemente en la parroquia de San Sebastián. Implícitamente, pienso yo, sería como un homenaje también del Fénix al Manco de Lepanto, unidos ya en la eternidad.
Un 23 de abril, el «molt honorable» Jordi Pujol, que ahora está en el candelero de las noticias, declaró que no le interesaba Cervantes, porque él no formaba parte de esa cultura. A mí sí me interesa y orgulloso estoy de la cultura española, cuyo exponente máximo de las Letras es ese grandioso Manco de Lepanto, a quien ni el arcabuzazo que recibió en su mano izquierda ni los cinco años de prisión en Argel, felizmente rescatado por los trinitarios, impidieron que su mano diestra escribiera el sublime Don Quijote de la Mancha. A mis nueve años, comencé a leer el Quijote en una edición escolar de la Editorial Edelvives de los Maristas. A estos Hermanos debo el iniciarme en la lectura diaria del Quijote en tan temprana edad. Pienso que más importante sería que los niños de ahora leyeran el Quijote en el colegio, y no se gastase tanto dinero en unos huesos difíciles de dilucidar si a la postre serán los de Cervantes.

domingo, 25 de enero de 2015

Auschwitz, el Gólgota del mundo moderno

El próximo martes 27 de enero se conmemora el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad. Ese día se cumple el 70 aniversario de la liberación del más simbólico campo de exterminio de los nazis, Auschwitz.
El arzobispo de Cracovia, cardenal Stanislaw Dziwisz, representará al Estado del Vaticano en los actos de conmemoración, al que asistirán cerca de 300 supervivientes del Holocausto. 


Intentaré, en recuerdo de esta triste efeméride, recrear el clima perverso de Auschwitz, el «Gólgota del mundo moderno», como lo definió Juan Pablo II. En la puerta principal del campo aparecía un lema sarcástico que decía: Arbeit macht frei, el trabajo os hará libres. El comandante del campo, el malvado criminal Rudolf Höss, dirá con descaro:
–Esto no es un sanatorio sino un campo de concentración alemán, en el que no se sale sino por el camino del horno crematorio. Si a alguno no le gusta esto, puede arrojarse enseguida a los cables de alta tensión que circundan el campo. Si entre vosotros hay judíos, esos no tienen derecho a vivir más que dos semanas; los sacerdotes, un mes; los otros, tres meses. El pueblo alemán os ha rechazado y excluido del derecho a pertenecer a la vida…
Auschwitz, a 50 kilómetros de Cracovia, en la Alta Silesia, montado sobre un antiguo campamento del ejército polaco, es el símbolo de la barbarie nazi, sinónimo de Holocausto o Shoah. Construido en mayo de 1940, en la línea férrea entre Katowice y Cracovia cerca de Oswiecim, fue concebido en principio como campo de concentración de prisioneros polacos, pero en 1942 se transformó, cuando se tomó la decisión de la «solución final», en un verdadero campo de exterminio, donde murieron más de un millón de personas, la mayoría de ellas judíos.
Auschwitz es un gran complejo compuesto de tres campos: Auschwitz I, Auschwitz II-Birkenau y Auschwitz III-Monowitz. Auschwitz I, abierto el 20 de mayo de 1940, es el campo principal, ocupado primero por prisioneros de guerra y enemigos políticos polacos y soviéticos; después por judíos y resistentes de todas las nacionalidades; Auschwitz II-Birkenau, a tres kilómetros de Auschwitz I, abierto el 8 de octubre de 1941, construido por prisioneros rusos, fue destinado al exterminio de los judíos en las cámaras de gas; Auschwitz III-Monowitz, abierto el 31 de mayo de 1942, fue un campo de trabajo para las fábricas IG Farben, el complejo químico más importante en la segunda guerra mundial.
El exterminio a gran escala comenzó en Auschwitz II-Birkenau en la primavera de 1942 como resultado de la aceleración de la «solución final» tratada en la Conferencia de Wannsee. En verano, comenzó a recibir grupos de judíos enviados directamente desde Eslovaquia, Francia, Bélgica y los Países Bajos. Pero su capacidad de exterminio era aún limitada porque no disponía todavía de hornos crematorios y solo contaba con dos cámaras de gas, las llamadas «Casita Roja» o Búnker 1, con capacidad para unas ochocientas personas, y la «Casita Blanca» o Búnker 2, con capacidad para unas mil doscientas personas. Más de un año tardarían en levantar en las cercanías cuatro hornos crematorios. 
Los trenes llegan al apeadero de los judíos (la Judenrampe). Se abren las puertas de los vagones y unos seres vencidos por el cansancio de tantas horas de viaje, sentados si acaso sobre sus maletas y desfallecidos de hambre y sed, saltan al andén. Los hombres son colocados en una fila, las mujeres y los niños en otra, bajo la mirada de las SS que maldicen a gritos y con perros a sus lados. Pasan el control médico, es decir la selección de los «hábiles para el trabajo», principalmente hombres sanos de 17 a 50 años, y también algunas mujeres, que pasan a la izquierda, y los ancianos, mujeres mayores, niños, mujeres encintas y las que llevan niños en sus brazos, enviados a la derecha. Los médicos, dirigidos por el criminal Josef Mengele, conocido como «El ángel de la muerte», se muestran bastante atentos con los prisioneros, para enmascarar la operación de selección y dar confianza a unos presos cansados y confusos de tan largo viaje.
Para Rudolf Höss, comandante del campo, no pasó inadvertido que separar a los hombres de las mujeres, a los maridos de sus esposas, era un problema. Pero sobre todo, no tardó en darse cuenta que separar de sus hijos a unas madres jóvenes, que podrían ser una mano de obra de gran valor, era un problema mayor. Para evitar escenas enloquecedoras e incluso motines, decidió prescindir de esas madres y colocarlas con sus hijos pequeños, ancianos y mujeres en la fila de la derecha, es decir, los que irán directamente a la cámara de gas. 
Estos son trasladados al crematorio en un extremo del campo de Birkenau. Para evitar el pánico, se les informa a las víctimas que recibirán una ducha. Un oficial de las SS les decía:
–Ahora se os dará un baño y se os desinfectará: no queremos epidemias en el campo de concentración. Luego os conducirán a vuestros barracones, donde se os dará sopa caliente. A cada uno de vosotros le será asignada una tarea en consonancia con sus aptitudes profesionales. Ahora, desvestíos y colocad vuestra ropa en el suelo, delante de vosotros.
Incluso se permitían alguna broma:
–¡No os vayáis a quemar con la ducha!
Y aquellos infelices se desnudaban, hombres, mujeres y niños, sufriendo así una nueva humillación.
Al principio, los hacían entrar a patadas y golpes. Pero resultaba más práctico hacerles creer que los iban a desinfectar mediante una ducha, en lugar de decirles que los iban a ejecutar.
–Por favor, disponed de forma ordenada vuestras pertenencias.
Y todos doblaban su ropa y unían sus zapatos atando los cordones uno con otro. Y los hacían entrar en la cámara de gas, que era una enorme sala con alcachofas en el techo como simulando que por ella caería el agua de ducha. Cerradas las puertas, en vez de agua salía por el techo el Zyklon B, ácido cianhídrico empleado hasta ese momento como desinfectante, que acabará con sus vidas en cinco minutos.
Desde fuera, a pesar de los gruesos muros, un griterío ensordecedor rompía las paredes hasta hacerse cada vez más leve y terminar en silencio total. Veinticinco minutos más tarde, cuando abrían las puertas, allí estaban los cuerpos desnudos, amontonados unos sobre otros, sin un hálito de vida. Actuaban entonces los llamados Sonderkommandos, (comandos especiales), prisioneros judíos y no judíos, seleccionados para trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios. Procedían a evacuar y ventilar el recinto y a retirar los cuerpos. En esta revisión se les extraían los dientes postizos de oro, anillos, pendientes u otros objetos y se revisaban los orificios corporales por si habían escondido alhajas en la boca, el recto o la vagina. Cuando aún no existían los crematorios, los llevaban a unas enormes fosas al aire libre donde eran echados y sepultados.
Auschwitz era, como dejó escrito un superviviente ruso:
–Muerte, muerte, muerte: muerte por la noche, muerte por la mañana, muerte por la tarde… La muerte estaba presente en todo momento. 

miércoles, 21 de enero de 2015

La mano de santa Teresa

La mano izquierda de Teresa de Jesús ha sido tan andariega como lo fue la Santa de Ávila. El julio de 1583, nueve meses después de su muerte en Alba de Tormes, visitó el convento Jerónimo Gracián, en aquel entonces provincial de los carmelitas descalzos. Y las monjas, «que estaban con escrúpulo de cómo estaba puesto aquel santo cuerpo», le apremian para que abra el sepulcro. Cuatro días se necesitaron para excavar la fosa y sacar la piedra y cal que taponaba el féretro. Abierto el ataúd, «halláronle quebrado por encima y medio podrido y lleno de moho, con mucho olor, de la mucha humedad que tenía». Es el padre Ribera, primer biógrafo de la Santa, quien describe estos pormenores. «Los vestidos también estaban podridos y oliendo a humedad. El santo cuerpo estaba lleno de la tierra que había entrado por el ataúd, y también lleno de moho, pero sano y entero como si entonces le acabaran de enterrar… Quitáronle casi todos los vestidos (porque se había enterrado con todos sus hábitos), y laváronle, y quitaron aquella tierra, y era grande y maravilloso el olor que se derramó por toda la casa, y duró algunos días en ella». 


Reliquia de la mano de santa Teresa de Jesús (anverso y reverso). En el anverso, a la altura de la muñeca, puede observarse la Cruz Laureada de San Fernando concedida a Franco.


Gracián confiesa que «los vestidos, apartados del cuerpo, olían mal y los mandé quemar; cuando estaban en el cuerpo, olían bien». Y añade acerca de su incorrupción: «Estaba tan entera, que mi compañero fray Cristóbal de San Alberto y yo nos salimos fuera mientras la desnudaron, y después, teniéndola cubierta con una sábana, me llamaron, y descubriendo los pechos, me admiré de verlos tan llenos y altos».
Gracián y el fraile que le acompañaba hicieron, antes de depositarla en un ataúd nuevo, algo normal en aquel mundo barroco: le cortaron la mano izquierda de reliquia y el propio Gracián se apropió de por vida del dedo meñique de la mano derecha. La mano, custodiada en un cofre, fue llevada por Gracián a Lisboa en 1585 y depositada en el convento de carmelitas descalzas recientemente fundado. El dedo lo llevará siempre al cuello hasta su muerte en Bruselas.
En años posteriores, el cuerpo de santa Teresa sufrirá de nuevas mutilaciones, algo penoso para una mentalidad actual. El brazo izquierdo, al que ya le faltaba la mano, los otros dedos de la mano derecha, el pie derecho, las dos clavículas y por último el corazón. Estas reliquias están dispersas por distintos monasterios e incluso en Roma. Pero voy a seguir el itinerario de la mano izquierda, una mano ya inútil en los últimos años de Teresa de Jesús. Una navidad cayó por las escaleras y se rompió el brazo. Desde entonces le quedó inutilizado, a pesar de una curandera que por querer arreglar el brazo lo inutilizó más. Se veía torpe para vestirse, siendo ayudada por su enfermera, Ana de San Bartolomé.
Esta mano hará un largo peregrinaje. En 1910, a causa de una revolución habida en Portugal, las monjas de Lisboa se refugiaron en España y la reliquia fue depositada en Ávila. Cuando las carmelitas portuguesas pudieron reunirse en un convento fundado en Ronda en 1924, llevaron consigo la reliquia y allí vivió en paz hasta el inicio de la guerra de 1936. Obligadas las monjas a abandonar el convento, un miliciano se apropió de la reliquia y desapareció sin saberse su destino.
Pero unos meses más tarde, 8 de febrero de 1937, al ser tomada Málaga por las tropas nacionales, en un cuartel de la ciudad, en un cajón de despacho, en un estuche grana, forrado de seda, se hallaba la reliquia. Las monjas, al saberlo, fueron a Sevilla para hablar con Queipo de Llano y pedirle la restitución de la reliquia a su convento. Fracasado este intento, la priora escribió a Franco el 5 de octubre de 1937, a su cuartel de Salamanca. Pero Franco ya había pensado tenerla consigo y a partir de ese momento hasta su muerte todo fueron dilaciones para desprenderse de ella.
Terminada la guerra, la depositó en El Pardo, su residencia oficial, en un altar-oratorio dentro de su propio dormitorio. Cuando en verano iba al Pazo de Meirás, en Galicia, o al palacio de Ayete, en San Sebastián, allá que se llevaba la reliquia.
En estos años, las monjas escribieron varias veces a Franco y movieron también los hilos a través de los obispos. Pero el general se mostraba inflexible. Lo más que hacía, tras esas cartas, era enviar a las monjas algunos dineros de limosna para el convento. Aunque llegó a reconocer por escrito que la tenía en depósito.
Monseñor Balbino, obispo de Málaga, escribe a la priora:
–No hemos logrado por ahora la Sda. Reliquia; pero sí otra cosa, que vale mucho, muchísimo. He recibido una preciosa carta del Coronel Secretario, reconociendo plenamente la propiedad a favor del Convento de Carmelitas de Ronda, y añadiendo el vehemente deseo que tiene el Generalísimo de no desprenderse por ahora de esa Mano venerada a la que tanta devoción tiene y que espera continúe guiando sus pasos en la paz, como ha hecho en la guerra.
A la hora de la muerte de Franco, en la habitación de la Ciudad Sanitaria de la Paz, no solo se hallaba la reliquia de la mano de santa Teresa, también el manto de la Virgen del Pilar que Pedro Cantero Cuadrado, arzobispo de Zaragoza, se preocupó de llevar, y otras reliquias y fotos que le enviaban sus devotos: una Virgen de la Macarena, una reliquia de san Diego de Alcalá, un rosario hecho de aceitunas del Huerto de los Olivos…
 El 9 de diciembre, unos veinte días después del fallecimiento de Franco, su viuda e hija entregaron al arzobispo de Toledo, cardenal Marcelo González, –curiosamente no al cardenal Tarancón, arzobispo de Madrid–, la reliquia peregrina de la mano de santa Teresa y una insignia militar de oro y brillantes –la Cruz Laureada de San Fernando– que le fue concedida a Franco y lució con frecuencia en su solapa. La esposa de Franco manifestó su deseo de que esta cruz laureada fuese colocada en el relicario de plata que guarda la mano de santa Teresa. Como así se hizo. En enero de 1976 llegó la reliquia al monasterio de Ronda, donde descansa desde entonces en paz y veneración.

sábado, 17 de enero de 2015

San Antonio Abad, protector de los animales

La devoción popular, desde tiempo inmemorial, especialmente en el mundo rural, ha puesto a san Antonio Abad en un sitio de honor como protector de los animales domésticos. Se le representa con el bordón de peregrino en forma de T en una mano, colgando de él una campanilla, la Biblia en la otra, con luenga barba blanca, y a sus pies un rechoncho y sonrosado cerdo, símbolo de salud y de lozanía. Aunque acerca del cerdo existen otras interpretaciones. Por ejemplo, la representación de los demonios con los que tanto tuvo que luchar el santo del desierto; o un milagro realizado por el santo devolviendo la vista y el movimiento a un pobre cerdo ciego y paralítico; o también, alusión a la manteca del cerdo, con la que se untaba a los que padecían gangrena.
La tradición copta, siríaca y bizantina coloca la muerte de san Antonio el 17 de enero. Fiesta que es introducida en Roma en el siglo XII. Desde entonces, san Antonio es uno de los santos más venerados en la Edad Media y más pintado por los artistas. El nuevo Calendario de la Iglesia lo incluye como memoria obligatoria, lo que indica el deseo de resaltar al padre del monacato cristiano.


Fue este un movimiento que apareció en el Bajo Egipto a finales del siglo III. Si Antonio no fue el primero que abrazó este modo de vida, se le puede considerar por la santidad de su vida y por los numerosos imitadores que dejó, como el iniciador de un estilo nuevo de vivir la fe cristiana, no conocido hasta entonces en la Iglesia. San Atanasio, patriarca de Alejandría, fue su primer biógrafo. La Vida de San Antonio, escrita a la muerte del santo, se convirtió durante siglos en el libro clásico de la vida monástica. Y millares de monjes trataron de imitar el estilo de vida y la ascética de san Antonio.
Nació hacia el 251 en Koma (hoy, posiblemente, Queman el’Arous), un villorrio de Egipto. Hijo de ricos campesinos, a los dieciocho años quedó huérfano de padre y madre y al cuidado de una hermana menor. «No habían pasado seis meses —cuenta san Atanasio— y se dirigía a la iglesia como de costumbre; en el evangelio, escuchó las palabras que el Señor dijo al joven rico: ‘Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y ven y sígueme…’».
Comenzó así su «conversión». Vendió las tierras que recibió en herencia; reservando una parte para su hermana, distribuyó el resto entre los pobres. Comenzó a practicar la vida en soledad a ejemplo de un anciano al que conoció y al que deseaba imitar. Vivía del trabajo de sus manos.
Pronto el demonio comenzó a tentarle. Antonio es el santo de las tentaciones. El demonio se le aparecía con todas las apariencias: humanas, angélicas, bestiales. Le tentaba con los encantos de la vida, las riquezas, la fama, el placer.
Comía una sola vez al día y se alimentaba de agua, pan y sal. Buscando una soledad más absoluta, se retiró a una antigua tumba egipcia y un amigo le llevaba de tarde en tarde un trozo de pan. Las tentaciones del diablo no cesan. «Temeroso de que poco a poco el desierto quedara poblado de ascetas —cuenta san Atanasio— se presentó una noche con una tropa de demonios y le dio una paliza tan terrible, que quedó postrado en tierra, y sin poder hablar». Antonio confesaría después al amigo:
–Los hombres son incapaces de ocasionar tales tormentos.
Como las heridas no le permitían estar de pie, oraba postrado en tierra. Y se quejó al Señor:
–¿Dónde estás, mi Señor? ¿Por qué no has venido a endulzar mis dolores?
El Señor le respondió:
–Antonio, estoy aquí, pero he querido ser espectador de tu combate. Veo que has resistido sin ceder a tus enemigos; te asistiré siempre y haré que tu nombre sea célebre en toda la tierra.
Buscando mayor soledad, se fue a la montaña y se instaló en un castillo abandonado. Se aprovisionó de pan para seis meses y se alejó de todos. Los amigos le llevaban alimentos dos veces al año, pero se lo echaban por encima del muro, pues no abría la puerta a nadie. Así pasó veinte años. Una vez, los enfermos y los que querían imitar su vida, se acercaron al castillo y quisieron derribar la puerta. Salió Antonio y al verle «se maravillaron de que su cuerpo no hubiera cambiado de aspecto; la falta de ejercicio físico no le había entorpecido; los ayunos y las luchas contra los demonios no habían hecho palidecer su rostro; estaba lo mismo que antes». Curó a los enfermos, consoló a los afligidos y reconcilió a los separados por discordias. Exhortó a los que habían abrazado la vida eremítica y aquellas montañas se poblaron de solitarios a los que el maestro visitaba de vez en cuando. «Surgieron entonces los monasterios de las montañas y el desierto se pobló de monjes, que habían dejado sus casas para convertirse en ciudadanos del cielo».
Pero he aquí que Maximiano desencadenó una persecución contra los cristianos, que se hizo sentir en Alejandría. Antonio dejó su escondite y marchó a la ciudad para animar la fe de los creyentes. Cuando cesó la persecución, volvió a la soledad, y a sus ayunos y oraciones.
Como la gente no dejaba de acosarlo, se internó en el desierto y se estableció en un oasis, a la sombra de una palmera que le daba sus dátiles. Sus hermanos los monjes, cuando encontraron su escondite, le mandaban todo lo que necesitaba. «Pero Antonio comprendió que esto suponía mucho trabajo y sacrificio para ellos y encontró el modo de evitar estas molestias. Les pidió una azada, un hacha y un poco de trigo. Buscó un rincón de tierra cultivable, la trabajó, y como también tenía agua para regarla, echó la simiente. Aseguró así el pan cotidiano y estaba muy contento de no causar molestias a nadie».
Ya en los aledaños de su muerte, bajó otra vez a Alejandría, pero esta vez para denunciar la herejía de Arrio. El emperador Constantino le escribió una carta, al saber de las cosas que hacía. Antonio le contestó que el Señor es el único rey de todos, que amase a Dios y a los hombres y que practicase la justicia. Sus monjes se llenaron de orgullo de que el emperador se hubiera dirigido a su maestro. Pero Antonio les dijo:
—No debéis sorprenderos de que un emperador nos escriba, porque es hombre. Debéis sorprenderos de que Dios haya escrito la ley para los hombres y que nos haya hablado por medio de su Hijo.
Murió a los 105 años, más de 85 de vida eremítica. Año 356. «Sus ojos estaban completamente sanos, y veía muy bien. No le faltaba ni un solo diente, aunque los tenía gastados por los años», puntualiza san Atanasio.
Antonio temía que hicieran con él la costumbre egipcia de no enterrar los cuerpos famosos para venerarlos. Por eso ordenó a sus monjes.
—Sepultad mi cuerpo y prometedme que nadie sabrá dónde lo pusisteis. En la resurrección de los muertos volveré a recibir del Señor este cuerpo incorruptible.
Y con absoluta tranquilidad, plácidamente, sin una convulsión, más que morirse, se durmió en el Señor el monje más ilustre de la Iglesia antigua.
La Vida de San Antonio, que escribió san Atanasio, es más una hagiografía que un tratado histórico. Pero conmovió tanto su lectura a san Agustín, que renunció a casarse, se convirtió al cristianismo y terminó por imitar su vida de santidad.

martes, 13 de enero de 2015

Jerónimo Gracián y el Gran Duque de Alba

En septiembre pasado se cumplieron 400 años de la muerte del carmelita descalzo  Jerónimo Gracián, al que he calificado en mis libros como «El hombre de Teresa de Jesús» y también «El amigo de Teresa de Jesús», sin menospreciar a san Juan de la Cruz.
Quiero recoger aquí –ahora que ha muerto recientemente doña Cayetana, la duquesa de Alba, y se ha recordado al más célebre de los duques, el tercero, don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba (1507-1582), «alto, delgado, erguido, la cabeza pequeña y alargado el semblante, enjuto y de mejillas amarillentas…»– una página ignorada en las biografías al uso, que no son pocas, del célebre gobernador de los Países Bajos, el general más rememorado de su tiempo.


Se trata del encuentro del carmelita descalzo Jerónimo Gracián y el III duque de Alba, cuando este había caído en desgracia y se hallaba recluido por orden de Felipe II en su castillo de Uceda (Guadalajara), a unos cincuenta kilómetros de Madrid.
Año 1580. Gracián acude con frecuencia desde el convento de Alcalá al castillo de Uceda para confesar y consolar al duque.
–Él me consolaba a mí en mis trabajos y me regalaba como tal duque, y yo a él y a la duquesa en su prisión –cuenta Gracián.
Una vez incluso permaneció Gracián en Uceda por algún tiempo, al caer enfermo de tercianas, lo que dio ocasión a tratar al duque con más familiaridad. El duque, «con ser de la gravedad que era, gustaba mucho de estarse muchos días parlando con él, unas veces de cosas de espíritu, otras de negocios graves del reino, y otras contándole cosas de las guerras de Flandes, con tanta familiaridad como si el duque fuera un soldado particular».
Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, tiene detrás de sí cuarenta años de servicio a la corona de España. Con el emperador Carlos V se distinguió en Túnez, Mühlberg, San Quintín, y en la paz de Cateau-Cambrésis con Francia. Felipe II lo envió a los Países Bajos, donde actuó con mano dura a través del Tribunal de los Tumultos. De ahí le viene su mala reputación histórica, llegando a ser conocido como «el carnicero de Flandes». Si a los niños españoles se les asustaba con eso de «que viene el coco» («duérmete niño que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco», cantaban las madres), a los niños flamencos se les asustaba con la amenaza del duque de Alba.
Ahora, a sus setenta y dos años de edad, sufre destierro de la corte exiliado en su castillo de Uceda por causa de su hijo don Fadrique, al que casó, sin licencia del rey, con su prima doña María de Toledo y Colonna, hallándose comprometido desde hacía doce años con doña Magdalena de Guzmán, que aguardaba en un convento de Toledo.
El 10 de enero de 1579 le fue comunicada la sentencia por un secretario real. El duque, enfermo de gota, se hallaba en una silla de ruedas. Cuatro días le dieron para abandonar la Corte. Pero él, jactancioso, marchó a la mañana del día siguiente.
Escribe Gracián:
–Harto consuelo es confesar un hombre tan gran soldado y de quien el mundo estimaba tener tanta crueldad que, porque uno tomase un puñado de espigas contra su orden cuando marchaba el campo en tierra de cristianos, le hacía ahorcar; y de tanta soberbia que llamaba de Vos aun a titulados a quien otros llamaban Señoría, con que estaba odiado de muchos; y por otra parte examinando las razones que tenía para esto y metiendo la mano en su alma, hallar una conciencia tan pura y humilde, que estaba determinado a perder la vida, la honra y la hacienda primero que hacer un pecado mortal deseoso de padecer mil muertes y afrentas por Cristo y por su Iglesia. No soy sólo yo de este parecer y opinión, sino todos sus confesores, principalmente el padre fray Luis de Granada, que cuando le iba a confesar en Lisboa decía: voy a confesar aquella santa alma del duque, de que se reían mucho los portugueses porque temblaban de él teniéndole por Nerón.
El destierro del duque terminó el 12 de junio de 1580, cuando Felipe II, presionado por sus consejeros, nombró al duque de Alba capitán general del ejército en la conquista de Portugal. Don Fernando quiso llevar a Portugal por confesor a Gracián, pero este le contestó:
–Si la guerra fuera contra herejes o moros, de muy buena gana lo hiciera, mas siendo entre cristianos, de ninguna manera me atrevo a tener corazón para ver que unos cristianos se matan a otros.
Gracián no lo acompañó, entretenido en sus «trabajos frailescos». Cuenta «que aquel duque este tiempo estaba muy santo, que te espantarías si te contase cosas de él». Murió el duque de Alba en Lisboa el 12 de diciembre de 1582.

jueves, 8 de enero de 2015

Sermones para leer en el bus

Acaba de aparecer mi nuevo libro «Sermones para leer en el bus» con el subtítulo «Prédicas de Juan Párroco en su Parroquia de papel». Reproduzco aquí el prólogo del libro:

Que Dios perdone mi atrevimiento, amén. Aunque mi nombre de pila sea Carlos Ros, mi nombre de batalla es Juan Párroco y mi Parroquia es tan sólo de papel, tan frágil y sutil ella. Me permitiré, por tanto, con permiso de la autoridad y si el tiempo –es decir, mi salud– me lo permite, hablar de lo divino y de lo humano. Escribo las cosas que buenamente se me ocurren, siempre por derecho de la ley de Dios, que habéis de saber que a uno no le falta cierta chispa, según es notorio y voz pública en el entorno en que me muevo, y no me falta erudición y libros en mi biblioteca para acallar al mejor licenciado.


En mi Parroquia de papel pasa esto, que uno escribe porque tiene que escribir y habla porque tiene que hablar. Que para eso soy el párroco de mi Parroquia de papel. Pero es posible que me llegue algún joven y me diga:
–Los sacerdotes sois los únicos que habláis en la iglesia.
Y exclame:
–¿Por qué no escucháis también vosotros?
Bien pensado, comprendo que no le falta razón. Si fuera posible ese milagro de la bilocación, de hallarse al mismo tiempo en dos lugares diferentes, apostaría por vernos en el altar y bajo el coro al mismo tiempo. A la vez que hablamos, oiríamos los soporíferos rollos que no pocas veces ensartamos a la sumisa grey.
Yo digo a este joven que el derecho a la palabra pertenece al pueblo de Dios en su totalidad y no está reservado exclusivamente a los sacerdotes. Pero nosotros tenemos el deber, la vocación, la misión, etcétera, de confirmar a los hermanos en la fe.
Animo a todos, sin renunciar a sus parroquias de verdad, sólidas en sus cimientos, y bien conducidas por vuestros queridos párrocos, a participar también en esta mi Parroquia de papel. Si me escribís, compartiré vuestros deseos, incertidumbres o preguntas inquietantes. Y si nadie me escribe, haré como el santo Francisco de Sales, obispo de Ginebra y patrono de los periodistas. Sacaba unas hojillas y las iba repartiendo de puerta en puerta.
Son estos unos «sermones» que lanzo desde hace algún tiempo a parroquianos digitales, unos 120. Con ellos sostengo, de una u otra manera, una amistad o al menos un contacto cálido en estos años, enganchados unos desde un principio, adheridos otros después e incluso alguno recientemente. Pero en todos he sentido un deseo, al menos tácito, de recibir gratamente estas comunicaciones mías. Alguna que otra vez, me han manifestado su discrepancia sobre cualquier punto y lo he aceptado como no puede ser de otro modo. Porque el discrepar matiza y enriquece las opiniones. Y porque confieso que no me considero infalible.
Pero también ha habido –y confieso que es una excepción– quien me ha enviado una nota discrepante que me ha sonado a ofensa, viniendo sobre todo de un señor mitrado, en un correo en que afirmaba que digo «alguna que otra estupidez».
Es decir, que para monseñor soy un necio, un falto de inteligencia, un torpe notable en comprender las cosas.
¡Pues muchas gracias! Sobre todo, viniendo de quien viene. Como he llegado a pensar que lo que envío debe ser para él spam (correo basura), lo he borrado de la lista de parroquianos. Si fuera santo –que no lo soy–, hubiera aceptado la reprimenda de monseñor con espíritu penitencial cristiano. Le pasó a Teresa de Jesús –con la que no me puedo comparar, aunque le tengo mucha devoción y he escrito una biografía sobre la Santa andariega de Ávila– que yendo de Pastrana a Toledo, después de haber fundado en ese pueblo alcarreño un convento de monjas y otro de frailes, viajó en un coche lujoso puesto por la señora del lugar, la célebre tuerta princesa de Éboli.
Al llegar a la ciudad imperial, un clérigo chiflado le soltó:
–¿Vos sois la santa que engañáis al mundo y os andáis en coche?
Madre Teresa, en vez de reprenderlo, confesó con humildad:
–¡No hay quien me diga mis faltas como éste!
Y desde entonces rehusó viajar en coche, prefería ir en carro.
Pero un servidor no es Teresa de Jesús. He preferido usar el símil del Señor en la noche del viernes santo. Mientras le interroga el sumo pontífice Caifás, un sayón le pega un bofetón a Jesús, diciéndole:
–¿Así contestas al Sumo Sacerdote?
Jesús le respondió:
–Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?  (Juan 18, 19-24).
Pues eso. Si he dicho alguna que otra estupidez, dime en qué…
Estos «sermones» circulan también por el ancho mundo a través de mi blog. Y es así cómo ya ha sido visitado por 217 países, que tengo un contador de visitas que señala las banderas de los países que se asoman a él.
Ahora también aparecen en papel. Y espero que guste, a los parroquianos que me han pedido que los imprima y coleccione, y al público en general. Son «Sermones» que van a su aire, ya veréis, más bien laicos muchos de ellos, pero creo que os resultarán interesantes aunque unos hablen de lo divino y otros de lo humano. Como son cortos y pueden ser leídos en el autobús –transporte que uso cotidianamente–, he querido titularlos con el nombre de Sermones para leer en el bus.
Gracias anticipadas por la acogida. Y buena lectura. 

domingo, 4 de enero de 2015

Cristo de san Juan de la Cruz y de Salvador Dalí

En un relicario del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde Teresa de Jesús pasó años de vida religiosa antes de la fundación de su primer Carmelo de San José, se conserva un pequeño dibujo, en papel y tinta, de fray Juan de la Cruz, en el que se aprecia su habilidad artística. Es un Cristo muerto en la cruz bajo una perspectiva sumamente original en aquellos tiempos. La tradición cuenta que se hallaba fray Juan orando en una tribuna interior que da al crucero del templo de la Encarnación cuando recibió la visión de Cristo crucificado, que presto plasmó con maestría en un papel. Pintado en escorzo, aparece el Cristo en una perspectiva tomada de arriba abajo, un virtuosismo que sólo podía venir en aquel entonces de una mente artísticamente privilegiada. Salvador Dalí apreció este original ángulo de visión y lo tradujo en un imponente cuadro, llamado precisamente «Cristo de San Juan de la Cruz».

El santo carmelita Juan de la Cruz dibujó su Cristo en una fecha imprecisa durante su estancia de confesor de la Encarnación, es decir, de 1572 a 1577. Regaló el dibujo a una de sus predilectas hijas espirituales, Ana María de Jesús, «diciéndole el misterio que tenía y que le guardase para su devoción. Ella lo guardó con gran veneración toda la vida, y al fin de ella le entregó como preciosa reliquia a doña María Pinel, religiosa, priora que después fue del mismo convento, la cual le tiene en particular relicario con adornos y estima digna de tal prenda, por serlo de un tan gran padre y maestro de aquella casa».
En el número especial de 1952, editado por la Scottish Art Review, Dalí explica su pintura con las siguientes palabras:
–La posición de Cristo ha provocado una de las primeras objeciones respecto a esta pintura. Desde el punto de vista religioso, esa objeción no está fundada, pues mi cuadro fue inspirado por los dibujos en los que el mismo san Juan de la Cruz representó la Crucifixión. En mi opinión ese cuadro debió ser ejecutado como consecuencia de un estado de éxtasis. La primera vez que vi ese dibujo me impresionó de tal manera que más tarde, en California, vi en sueños al Cristo en la misma posición pero en paisaje de Port Lligat y oí voces que me decían: «¡Dalí tienes que pintar ese Cristo!». Y comencé a pintarlo al día siguiente. Hasta el momento en que comencé con la composición, tenía la intención de incluir todos los atributos de la crucifixión –clavos, corona de espinas, etc.– y de transformar la sangre en claveles rojos sujetos en las manos y los pies, con tres flores de jazmín sobresaliendo de la herida del costado. Las flores hubieran sido realizadas a la manera ascética de Zurbarán. Pero justo antes de finalizar mi cuadro, un segundo sueño modificó todo esto, tal vez a causa de un proverbio español que dice: «A mal Cristo, demasiada sangre». En ese segundo sueño, vi el cuadro sin los atributos anecdóticos: sólo la belleza metafísica del Cristo-Dios. También había tenido al principio la intención de tomar como modelos para el fondo a los pescadores de Port Lligat, pero en ese sueño, en lugar de ellos, aparecía en un bote un campesino francés pintado por Le Nain, del cual sólo el rostro había modificado a semejanza de un pescador de Port Lligat. Sin embargo, visto de espaldas, el pescador tenía una silueta velazqueña. Mi ambición estética en ese cuadro era la contraria a la de todos los Cristos pintados por la mayoría de los pintores modernos, que lo interpretaron en el sentido expresionista y contorsionista, provocando la emoción por medio de la fealdad. Mi principal preocupación era pintar a un Cristo bello como el mismo Dios que él encarna.
El cuadro de Salvador Dalí recibe el nombre de «Cristo de San Juan de la Cruz», pintado en 1951, óleo sobre lienzo, 205 cm × 116 cm, conservado en el Museo Kelvingrove de Glasgow, Reino Unido.