Estos días un grupo de
arqueólogos se halla a la busca de los restos de Cervantes, enterrado en el
convento de San Ildefonso de las trinitarias descalzas de Madrid. Y han
encontrado en una de las tumbas la tabla de un ataúd con las letras M y C, que
muy bien pueden significar Miguel de Cervantes. Me pregunto si a la altura de
cuatrocientos años interesa averiguar –cosa nada fácil– si unos huesos mohosos
resultarán a la postre ser los del Manco de Lepanto. Con el costo enorme que
ello conlleva.
Mejor hubiera sido que
nuestra vieja historia hubiera tenido la cautela de honrar y preservar los
sepulcros de nuestros grandes del Siglo de Oro. No solo los de Cervantes, también
los de Lope de Vega, Calderón de la Barca o Diego Velázquez… No así los de
Francisco de Quevedo, que se hallan en la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol
de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), donde falleció.
Cervantes murió pobre,
como todo escritor que se precie. Y no muy aplaudido que digamos por el Madrid
de su tiempo. A su entierro acudió su familia y algunos vecinos. Y, sin ningún
aire de popularidad, fue enterrado bajo una lápida que a los pocos años
desapareció.
El convento de las
trinitarias, donde está enterrado, fue fundado en 1612 –cuatro años antes de la
muerte de Cervantes– por doña Francisca Gaitán Romero, hija del capitán de los
tercios de Flandes, Julián Romero, «el de las hazañas», inmortalizado por el
Greco en un cuadro impresionante, en unas casas de su propiedad, ocupado por religiosas
venidas del convento de Santa Úrsula de Toledo. Pronto se rompieron las
relaciones de la fundadora con las monjas y las dejó a su destino. Se ocupó
entonces de su protección la marquesa de La Laguna, doña María de Villena y
Melo. El 1639 se reconstruyó de nuevo la iglesia y así desapareció todo
vestigio de la lápida que presumiblemente tendría la sepultura de Cervantes.
Vete a saber si no terminaron en una escombrera.
Murió Cervantes el 23 de
abril de 1616, en la calle de Francos, hoy de Cervantes. Días antes, el 18,
recibió la extremaunción, y al día siguiente, 19, escribió lo que puede
considerarse su epitafio que encabeza el prólogo de su obra póstuma Persiles y Segismunda:
–Puesto ya el pie en el
estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me
dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias
crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo
que tengo de vivir.
Y más adelante, al final
del prólogo:
–¡Adiós, gracias; adiós,
donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros
presto contentos en la otra vida.
En alguna otra parte dejó
escrito eso de:
–Mi edad no está ya para
burlarse con la otra vida.
Fue amortajado con el
sayal franciscano y llevado su féretro por los hermanos de la Orden Tercera de
San Francisco, a la que pertenecía Cervantes.
No lejos de la casa de
Cervantes se hallaba la de Lope de Vega, con quien se llevó tan mal. Si la de
Cervantes era humilde, la de Lope aparecía espléndida con jardín incluido. «Mi
casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio», describía así su casa Lope de
Vega en carta dirigida a un amigo. Convertida hoy en Casa-Museo del ilustre
escritor.
Se da el dato curioso de
que la casa de Cervantes se hallaba en la calle Francos esquina a la de León.
La calle León es hoy la calle Cervantes. Algo más abajo está el Museo de Lope
de Vega, lugar donde vivió diecinueve años hasta su muerte el gran dramaturgo.
Y así resulta que Cervantes está enterrado en la hoy calle Lope de Vega, donde
se halla el convento de las trinitarias, y Lope de Vega murió en la calle Cervantes.
Pero si ellos se echaron
no pocas veces las puyas y los versos a la cabeza, no así Marcela de San Félix,
hija natural de Lope de Vega y poetisa como su padre, e Isabel de Saavedra,
hija natural de Cervantes, que años después serían grandes amigas. Marcela de
San Félix profesará religiosa en el convento de las trinitarias y cuando muera
Lope de Vega, a su entierro acudirá el todo Madrid y el cortejo dará un rodeo para
pasar por el convento de Sor Marcela, antes de ser enterrado solemnemente en la
parroquia de San Sebastián. Implícitamente, pienso yo, sería como un homenaje
también del Fénix al Manco de Lepanto, unidos ya en la eternidad.
Un 23 de abril, el «molt
honorable» Jordi Pujol, que ahora está en el candelero de las noticias, declaró
que no le interesaba Cervantes, porque él no formaba parte de esa cultura. A mí
sí me interesa y orgulloso estoy de la cultura española, cuyo exponente máximo
de las Letras es ese grandioso Manco de Lepanto, a quien ni el arcabuzazo que
recibió en su mano izquierda ni los cinco años de prisión en Argel, felizmente
rescatado por los trinitarios, impidieron que su mano diestra escribiera el
sublime Don Quijote de la Mancha. A
mis nueve años, comencé a leer el Quijote en una edición escolar de la
Editorial Edelvives de los Maristas. A estos Hermanos debo el iniciarme en la
lectura diaria del Quijote en tan temprana edad. Pienso que más importante
sería que los niños de ahora leyeran el Quijote en el colegio, y no se gastase
tanto dinero en unos huesos difíciles de dilucidar si a la postre serán los de
Cervantes.
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