jueves, 29 de enero de 2015

Tumba de Cervantes

Estos días un grupo de arqueólogos se halla a la busca de los restos de Cervantes, enterrado en el convento de San Ildefonso de las trinitarias descalzas de Madrid. Y han encontrado en una de las tumbas la tabla de un ataúd con las letras M y C, que muy bien pueden significar Miguel de Cervantes. Me pregunto si a la altura de cuatrocientos años interesa averiguar –cosa nada fácil– si unos huesos mohosos resultarán a la postre ser los del Manco de Lepanto. Con el costo enorme que ello conlleva.
Mejor hubiera sido que nuestra vieja historia hubiera tenido la cautela de honrar y preservar los sepulcros de nuestros grandes del Siglo de Oro. No solo los de Cervantes, también los de Lope de Vega, Calderón de la Barca o Diego Velázquez… No así los de Francisco de Quevedo, que se hallan en la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), donde falleció.


Cervantes murió pobre, como todo escritor que se precie. Y no muy aplaudido que digamos por el Madrid de su tiempo. A su entierro acudió su familia y algunos vecinos. Y, sin ningún aire de popularidad, fue enterrado bajo una lápida que a los pocos años desapareció.
El convento de las trinitarias, donde está enterrado, fue fundado en 1612 –cuatro años antes de la muerte de Cervantes– por doña Francisca Gaitán Romero, hija del capitán de los tercios de Flandes, Julián Romero, «el de las hazañas», inmortalizado por el Greco en un cuadro impresionante, en unas casas de su propiedad, ocupado por religiosas venidas del convento de Santa Úrsula de Toledo. Pronto se rompieron las relaciones de la fundadora con las monjas y las dejó a su destino. Se ocupó entonces de su protección la marquesa de La Laguna, doña María de Villena y Melo. El 1639 se reconstruyó de nuevo la iglesia y así desapareció todo vestigio de la lápida que presumiblemente tendría la sepultura de Cervantes. Vete a saber si no terminaron en una escombrera.
Murió Cervantes el 23 de abril de 1616, en la calle de Francos, hoy de Cervantes. Días antes, el 18, recibió la extremaunción, y al día siguiente, 19, escribió lo que puede considerarse su epitafio que encabeza el prólogo de su obra póstuma Persiles y Segismunda:
–Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.
Y más adelante, al final del prólogo:
–¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida.
En alguna otra parte dejó escrito eso de:
–Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida.
Fue amortajado con el sayal franciscano y llevado su féretro por los hermanos de la Orden Tercera de San Francisco, a la que pertenecía Cervantes.
No lejos de la casa de Cervantes se hallaba la de Lope de Vega, con quien se llevó tan mal. Si la de Cervantes era humilde, la de Lope aparecía espléndida con jardín incluido. «Mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio», describía así su casa Lope de Vega en carta dirigida a un amigo. Convertida hoy en Casa-Museo del ilustre escritor.
Se da el dato curioso de que la casa de Cervantes se hallaba en la calle Francos esquina a la de León. La calle León es hoy la calle Cervantes. Algo más abajo está el Museo de Lope de Vega, lugar donde vivió diecinueve años hasta su muerte el gran dramaturgo. Y así resulta que Cervantes está enterrado en la hoy calle Lope de Vega, donde se halla el convento de las trinitarias,  y Lope de Vega murió en la calle Cervantes.
Pero si ellos se echaron no pocas veces las puyas y los versos a la cabeza, no así Marcela de San Félix, hija natural de Lope de Vega y poetisa como su padre, e Isabel de Saavedra, hija natural de Cervantes, que años después serían grandes amigas. Marcela de San Félix profesará religiosa en el convento de las trinitarias y cuando muera Lope de Vega, a su entierro acudirá el todo Madrid y el cortejo dará un rodeo para pasar por el convento de Sor Marcela, antes de ser enterrado solemnemente en la parroquia de San Sebastián. Implícitamente, pienso yo, sería como un homenaje también del Fénix al Manco de Lepanto, unidos ya en la eternidad.
Un 23 de abril, el «molt honorable» Jordi Pujol, que ahora está en el candelero de las noticias, declaró que no le interesaba Cervantes, porque él no formaba parte de esa cultura. A mí sí me interesa y orgulloso estoy de la cultura española, cuyo exponente máximo de las Letras es ese grandioso Manco de Lepanto, a quien ni el arcabuzazo que recibió en su mano izquierda ni los cinco años de prisión en Argel, felizmente rescatado por los trinitarios, impidieron que su mano diestra escribiera el sublime Don Quijote de la Mancha. A mis nueve años, comencé a leer el Quijote en una edición escolar de la Editorial Edelvives de los Maristas. A estos Hermanos debo el iniciarme en la lectura diaria del Quijote en tan temprana edad. Pienso que más importante sería que los niños de ahora leyeran el Quijote en el colegio, y no se gastase tanto dinero en unos huesos difíciles de dilucidar si a la postre serán los de Cervantes.

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