«En Sevilla, en el mismo atrio de Santa
Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del gallo, oí esta tradición a
una demandadera del convento».
Gustavo Adolfo Bécquer refiere una de las
más hermosas leyendas sevillanas que adornan la historia de nuestra ciudad. Fue
publicada por primera vez en el periódico madrileño El Contemporáneo los
días 17 y 19 de diciembre de 1861.
«Como era natural –prosigue Bécquer–,
después de oírla aguardé impaciente a que comenzara la ceremonia, ansioso de
asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el
órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos
regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos de
decirle a la demandadera con aire de burla:
–¿En qué consiste que el órgano de maese
Pérez suena ahora tan mal?
–¡Toma –me contestó la vieja–, en que ése
no es el suyo!
–¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
–Se cayó a pedazos de puro viejo hace una
porción de años.
–¿Y el alma del organista?
–No ha vuelto a parecer desde que colocaron
el que ahora le sustituye.»
En una cosa no tiene razón Bécquer, si de
la pura ficción pasamos a la historia. El actual órgano de Santa Inés, que data
del primer tercio del siglo XVIII, dado como dote de entrada en el convento por
una religiosa del mismo, no es nada «vulgar», sino un bellísimo órgano de
prodigioso sonido, aunque no lo haya tocado la mano angelical de Maese Pérez el
Organista.
Este órgano se suele mostrar al público
como el órgano de Maese Pérez. Pero el mismo Bécquer lo desmiente. El que tocó
Maese Pérez «se cayó a pedazos de puro viejo». Y así debió ser si pasamos de
nuevo de la ficción a la realidad. La leyenda que refiere Bécquer hay que
situarla –creo yo– en la segunda mitad del siglo XVI, en tiempos del reinado de
Felipe II. Pues habla «de nuestro señor el rey don Felipe» y de la lucha de sus
galeones con los que «podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del
Gran Turco». Evidentemente, en esa época, en el convento de Santa Inés debía
hallarse otro órgano.
Pero vayamos al relato, la leyenda de ese
viejo organista, ciego de nacimiento, organista en la iglesia del convento de
Santa Inés de Sevilla. Toda la ciudad se hacía eco del virtuosismo de Maese
Pérez, capaz de lograr acordes tan sublimes en aquel tosco y desvencijado
instrumento de las monjas. («¿No conocéis a maese Pérez?... Pues es un santo
varón, pobre sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija
ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la
una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo...
Pues nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarle, que suena que es una
maravilla»). Todos acudían a oírle, especialmente en la misa del Gallo, en la
noche de navidad. Lo más florido de Sevilla se agolpaba en el compás del
convento antes de la misa de medianoche, los grandes personajes, el asistente
mayor, el inquisidor de Sevilla, los duques rivales de Alcalá y Medina Sidonia,
el mismo arzobispo, en su litera, entre hachas encendidas... («Verdad que nada
tiene de extraño, pues hasta el mismo señor arzobispo le ha ofrecido montes de
oro para llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que
abandonar su órgano favorito»).
Aquel 24 de diciembre maese Pérez presiente
que es su última noche. Enfermo como estaba, llegó, conducido en un sillón,
justo cuando la ceremonia iba a empezar.
«... comenzó la misa. En aquel punto sonaban
las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el evangelio, y el
ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla
consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la sagrada forma y comienza a
elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en
ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanillas repicaron con un
sonido vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las techas del
órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal
resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como
si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos...
De cada una de las notas que formaban aquel
magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos
brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y
las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada
cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida.
En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo
recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar
sus manos, porque aquel que levantaba en ellas, aquel a quien saludaban hombres
y arcángeles, era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los
cielos y transfigurarse la hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces
se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y
se debilita al alejarse, cuando sonó un grito en la tribuna, un grito
desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y
extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.»
Maese Pérez ha muerto.
«Cuando los primeros fieles, después de
atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído
de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente,
mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y
sollozos».
La navidad siguiente, el organista de San
Román, «aquel bisajo que siempre está echando pestes de los otros organistas,
aquel perdulariote, que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro
de solfa», tiene el atrevimiento de sustituir a maese Pérez. «No hay nada más
atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que
consienten esta profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la
gente que acude... Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los
mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma
animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara el
muerto la cabeza! Se volvía a morir, por no oír su órgano tocado por manos
semejantes».
El arzobispo en su sitial, la misa
comienza. Al momento de la consagración, comienza a sonar el órgano.
«Una estruendosa algarabía llenó los
ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas,
gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus
discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos
segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto...
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis,
cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de
una melodía lejana que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del
viento...»
El organista bajó precipitadamente las
escaleras y pasando por la multitud se acercó al arzobispo. Este le dijo:
–Vengo de mi palacio sólo por escucharos.
¿Seréis tan cruel como maese Pérez que nunca quiso excusarme el viaje tocando
la Nochebuena en la misa de la catedral?
–El año que viene –respondió el organista–
prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este
órgano.
–¿Y por qué? –interrumpió el prelado.
–Porque... –añadió el organista, procurando
dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro–, porque es viejo
y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
Pasó un año. Aquella noche de navidad el
compás de Santa Inés se hallaba medio vacío, «donde unos cuantos vecinos del
barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo».
La abadesa se dirige a la hija de maese
Pérez, que ha entrado de monja en Santa Inés:
«–Toda Sevilla acude en tropel a la
catedral esta noche. Tocad vos el órgano, y tocadle sin desconfianza de ninguna
clase; estaremos en comunidad... Pero... ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
–Tengo... miedo –exclamó la hija de Maese
Pérez.
–¡Miedo! ¿De qué?
–No sé..., de una cosa sobrenatural...
Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el
órgano en la misa y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y
templarle, a fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la
puerta que conduce a la tribuna... La iglesia estaba desierta y oscura... Lejos
en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una
luz moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus
reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo
horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; vi un hombre que, en
silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con
una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra a sus registros...,
y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus
notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el
aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi imperceptible,
pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando
la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su
respiración. El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo
como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, quise
gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había
mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
–¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con
que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternoster
y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para
que os asista contra los malos espíritus.
Comenzó la misa y prosiguió sin que
ocurriese nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento, sonó
el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez.
La superiora de las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
–¡Miradle! ¡Miradle! decía la joven, fijando
sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado, asombrada,
para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus
miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía
sonando...; sonando como sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de
místico alborozo».
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