En Berlín, los rusos ya están en sus calles y a punto de llegar al
búnker donde se halla encerrado Hitler, «como un reptil que teme la luz del
día», en expresión de su secretaria Christa Schroeder.
O como un murciélago, diría yo. Su tiempo discurría más de noche que
de día. Solía desayunar a las 11,30. Almorzaba hacia las cinco de la tarde y
cenaba a medianoche. Después mantenía una conferencia con sus allegados que
venía a durar casi hasta el alba. Un té hacia las cuatro o las cinco de la madrugada
le servía para mantenerse despierto. Al final de sus días, solo su médico
Morell o su ayudante Schaub y las secretarias soportaban somnolientos los
monólogos inacabados de este redomado loco.
Ante aquellos muros lisos
y atmósfera sepulcral del búnker y en conversaciones nocturnas, Hitler gustaba
de recordar su infancia. Cuenta a Christa
Schroeder:
–No quise jamás a mi
padre, pero le temía tanto más por ello. Era muy irascible y me pegaba por la
menor cosa. Cuando me reprendía, mi madre temblaba…
De su madre, Hitler
apreciaba sus cualidades de ama de casa, pero en cambio despreciaba a sus
medio-hermanas a las que llamaba «esas tontas».
Un temblor afectaba a su
mano izquierda que hacía sufrir su orgullo. Cuando alguien se fijaba en ella,
instintivamente la cubría con la otra mano. «No
me puedo permitir caer enfermo», confesaba a su secretaria. Pero «es un hecho –cuenta ella–
que, al final de su vida, Hitler no era sino una piltrafa física y mental».
Estaba obsesionado con la idea de llegar a una edad avanzada. Morell, su
médico, le había hablado que los elefantes llegaban a una edad muy avanzada
porque comían una clase de hierba que crecía en la India. Si los tiempos
hubieran sido propicios, seguro que hubiera enviado una expedición al
continente indio para lograr esa hierba milagrosa. Era vegetariano y no bebía
alcohol ni fumaba. A pesar de ello, ya desde noviembre de 1944 se le notaba una
decrepitud física alarmante.
–Hitler no practicaba
ningún deporte –cuenta Christa Schroeder–. Le daban pánico los caballos, le
horrorizaba la nieve, la exposición a la luz solar le hacía daño. Sentía
igualmente un gran pavor al agua. Jamás aceptó subir a una canoa. No creo que
supiera nadar.
En el búnker, a Hitler se
le había desatado una enfermiza glotonería por los chocolates y los pasteles.
Antes, comía solo unos dos o tres pasteles; ahora solo se satisfacía con un
plato entero. Cuenta su secretaria:
–En presencia de esa ruina
humana que se atiborraba de pasteles, creía tener una pesadilla. Su propio
aspecto se había hecho lastimoso. Su piel marchita, sus ojos turbios, sus
labios finos ligeramente teñidos de azul con migajas pegadas a ellos, me
inspiraban a la vez asco y piedad.
Y dejando su físico
apolillado, pasemos a su psiquis. También el desmoronamiento intelectual
progresaba día a día. Dice Christa Schroeder:
–Hitler fue también –y osaría decir, sobre todo– un maestro de la
comedia y la hipocresía; una hipocresía tan natural que él mismo se dejaba
embaucar por ella; y, a la vez, tan calculada, que inspiraba cada uno de sus
gestos y sus actos… Ignoraba qué era perdonar; al contrario, su descontento iba
en aumento y cebaba, contra quienes no se habían plegado a sus órdenes y a sus
humores, un odio que, tarde o temprano, acababa por aflorar.
Hitler había perdido completamente el sentido de la
realidad. Hasta el final de sus días, afirmaba su fe en la victoria final,
convencido de que su industria armamentística descubriría un arma letal que
acabaría con sus enemigos y Alemania sería reconstruida más bella que nunca.
Era un loco iluso que había llegado a convencer de esa arma secreta a
Mussolini, otro iluso, cuando se veía con él. Pero ya no podía convencer a los
mariscales que se le acercaban.
–Que Dios me perdone –decía– los últimos quince días de esa guerra,
porque serán espantosos.
Y en verdad lo eran. Las bombas rusas se oyen y trepidan en el mismo
búnker. «Resistió –confiesa Christa–, enviando a la masacre a la flor de la
juventud alemana. Resistió, sin pensar que, arrastraba en su caída a todo un
pueblo al que había prometido una era de mil años de felicidad».
En sus últimos días, combina la apatía de un hombre consumido con sus
accesos de ira. Los generales que aún le permanecen fieles esperan sus órdenes,
pero Hitler no tiene ya órdenes que dar. Se siente traicionado por Goering y
Himmler, que han iniciado conversaciones de paz en secreto. Solo Bormann y
Goebbels le permanecen aún fieles. En la noche del 28 de abril, dictó su testamento
político a su otra secretaria Traudl Junge. Nombra presidente del Reich al
almirante Karl Dönitz y canciller a Goebbels. Dirá en sus últimas voluntades:
–Durante mis años de lucha creí que no debía contraer matrimonio, pero
ahora mi vida toca a su fin y he decidido tomar por esposa a la mujer que vino
a esta ciudad cuando ya se encontraba virtualmente sitiada, después de largos
años de verdadera amistad, para unir su destino al mío. Es su deseo morir
juntamente conmigo, como mi esposa. Esto compensará cuanto no pude darle por
causa de mi trabajo en interés de mi pueblo.
Un funcionario municipal, llamado al búnker, ofició la ceremonia de
boda de Hitler y Eva Braun. Hitler en uniforme y Eva con un vestido largo de
seda negro. Un gramófono armonizaba canciones en un ambiente de alegría
contenida.
El 29 de abril discurrió en tensa calma. Al búnker llegó la noticia de
la muerte de Mussolini y de su amante Clara Petacci y los detalles de la ira
popular en Milán. Hitler repartió ampollas de cianuro y anunció que se
quitarían la vida. Para probar su eficacia, lo probó con su fiel animal Blondi, una perra alsaciana. Cayó
fulminada. A las dos y media de la tarde del 30 de abril, cuando los rusos se
hallaban ya a unos trecientos metros de la Cancillería, Hitler y Eva se
despidieron de los oficiales que les atendían y se encerraron en su dormitorio.
Diez minutos más tarde, oyeron un disparo y se precipitaron a la habitación del
Führer. Se hallaba sentado en un sofá con sangre en las sienes. Eva a su lado
tenía los labios contraídos por el veneno. Llevados al jardín de la
Cancillería, fueron incinerados.
Hitler había dicho:
–Lo único que queda tras la vida de un hombre son sus sombras y el
recuerdo que deja.
Su sombra, desgraciadamente, ha sido bien alargada y su recuerdo el de
un poseso satánico.