miércoles, 29 de abril de 2015

Hitler, 70 años de su muerte

En Berlín, los rusos ya están en sus calles y a punto de llegar al búnker donde se halla encerrado Hitler, «como un reptil que teme la luz del día», en expresión de su secretaria Christa Schroeder.
O como un murciélago, diría yo. Su tiempo discurría más de noche que de día. Solía desayunar a las 11,30. Almorzaba hacia las cinco de la tarde y cenaba a medianoche. Después mantenía una conferencia con sus allegados que venía a durar casi hasta el alba. Un té hacia las cuatro o las cinco de la madrugada le servía para mantenerse despierto. Al final de sus días, solo su médico Morell o su ayudante Schaub y las secretarias soportaban somnolientos los monólogos inacabados de este redomado loco.


Ante aquellos muros lisos y atmósfera sepulcral del búnker y en conversaciones nocturnas, Hitler gustaba de recordar su infancia. Cuenta a Christa Schroeder:
–No quise jamás a mi padre, pero le temía tanto más por ello. Era muy irascible y me pegaba por la menor cosa. Cuando me reprendía, mi madre temblaba…
De su madre, Hitler apreciaba sus cualidades de ama de casa, pero en cambio despreciaba a sus medio-hermanas a las que llamaba «esas tontas».
Un temblor afectaba a su mano izquierda que hacía sufrir su orgullo. Cuando alguien se fijaba en ella, instintivamente la cubría con la otra mano. «No me puedo permitir caer enfermo», confesaba a su secretaria. Pero «es un hecho –cuenta ella– que, al final de su vida, Hitler no era sino una piltrafa física y mental». Estaba obsesionado con la idea de llegar a una edad avanzada. Morell, su médico, le había hablado que los elefantes llegaban a una edad muy avanzada porque comían una clase de hierba que crecía en la India. Si los tiempos hubieran sido propicios, seguro que hubiera enviado una expedición al continente indio para lograr esa hierba milagrosa. Era vegetariano y no bebía alcohol ni fumaba. A pesar de ello, ya desde noviembre de 1944 se le notaba una decrepitud física alarmante.
–Hitler no practicaba ningún deporte –cuenta Christa Schroeder–. Le daban pánico los caballos, le horrorizaba la nieve, la exposición a la luz solar le hacía daño. Sentía igualmente un gran pavor al agua. Jamás aceptó subir a una canoa. No creo que supiera nadar.
En el búnker, a Hitler se le había desatado una enfermiza glotonería por los chocolates y los pasteles. Antes, comía solo unos dos o tres pasteles; ahora solo se satisfacía con un plato entero. Cuenta su secretaria:
–En presencia de esa ruina humana que se atiborraba de pasteles, creía tener una pesadilla. Su propio aspecto se había hecho lastimoso. Su piel marchita, sus ojos turbios, sus labios finos ligeramente teñidos de azul con migajas pegadas a ellos, me inspiraban a la vez asco y piedad.
Y dejando su físico apolillado, pasemos a su psiquis. También el desmoronamiento intelectual progresaba día a día. Dice Christa Schroeder:
–Hitler fue también –y osaría decir, sobre todo– un maestro de la comedia y la hipocresía; una hipocresía tan natural que él mismo se dejaba embaucar por ella; y, a la vez, tan calculada, que inspiraba cada uno de sus gestos y sus actos… Ignoraba qué era perdonar; al contrario, su descontento iba en aumento y cebaba, contra quienes no se habían plegado a sus órdenes y a sus humores, un odio que, tarde o temprano, acababa por aflorar.
Hitler había perdido completamente el sentido de la realidad. Hasta el final de sus días, afirmaba su fe en la victoria final, convencido de que su industria armamentística descubriría un arma letal que acabaría con sus enemigos y Alemania sería reconstruida más bella que nunca. Era un loco iluso que había llegado a convencer de esa arma secreta a Mussolini, otro iluso, cuando se veía con él. Pero ya no podía convencer a los mariscales que se le acercaban.
–Que Dios me perdone –decía– los últimos quince días de esa guerra, porque serán espantosos.
Y en verdad lo eran. Las bombas rusas se oyen y trepidan en el mismo búnker. «Resistió –confiesa Christa–, enviando a la masacre a la flor de la juventud alemana. Resistió, sin pensar que, arrastraba en su caída a todo un pueblo al que había prometido una era de mil años de felicidad».
En sus últimos días, combina la apatía de un hombre consumido con sus accesos de ira. Los generales que aún le permanecen fieles esperan sus órdenes, pero Hitler no tiene ya órdenes que dar. Se siente traicionado por Goering y Himmler, que han iniciado conversaciones de paz en secreto. Solo Bormann y Goebbels le permanecen aún fieles. En la noche del 28 de abril, dictó su testamento político a su otra secretaria Traudl Junge. Nombra presidente del Reich al almirante Karl Dönitz y canciller a Goebbels. Dirá en sus últimas voluntades:
–Durante mis años de lucha creí que no debía contraer matrimonio, pero ahora mi vida toca a su fin y he decidido tomar por esposa a la mujer que vino a esta ciudad cuando ya se encontraba virtualmente sitiada, después de largos años de verdadera amistad, para unir su destino al mío. Es su deseo morir juntamente conmigo, como mi esposa. Esto compensará cuanto no pude darle por causa de mi trabajo en interés de mi pueblo.
Un funcionario municipal, llamado al búnker, ofició la ceremonia de boda de Hitler y Eva Braun. Hitler en uniforme y Eva con un vestido largo de seda negro. Un gramófono armonizaba canciones en un ambiente de alegría contenida.
El 29 de abril discurrió en tensa calma. Al búnker llegó la noticia de la muerte de Mussolini y de su amante Clara Petacci y los detalles de la ira popular en Milán. Hitler repartió ampollas de cianuro y anunció que se quitarían la vida. Para probar su eficacia, lo probó con su fiel animal Blondi, una perra alsaciana. Cayó fulminada. A las dos y media de la tarde del 30 de abril, cuando los rusos se hallaban ya a unos trecientos metros de la Cancillería, Hitler y Eva se despidieron de los oficiales que les atendían y se encerraron en su dormitorio. Diez minutos más tarde, oyeron un disparo y se precipitaron a la habitación del Führer. Se hallaba sentado en un sofá con sangre en las sienes. Eva a su lado tenía los labios contraídos por el veneno. Llevados al jardín de la Cancillería, fueron incinerados.
Hitler había dicho:
–Lo único que queda tras la vida de un hombre son sus sombras y el recuerdo que deja.
Su sombra, desgraciadamente, ha sido bien alargada y su recuerdo el de un poseso satánico.

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