Salía la afición de la Monumental de
Sevilla (plaza de toros que ya no existe) después de una corrida sosa y
aburrida aquel domingo 16 de mayo de 1920. Se hizo noche en las tertulias y
casinos cuando una voz, como un reguero, corre por las calles de la ciudad:
–Joselito ha sido cogido por un toro en
Talavera de la Reina... cogida grave... Joselito ha muerto.
Fue el quinto de la tarde. Un toro
burriciego, manso, de pelo negro, zaíno, por nombre Bailaor, pequeño de
tamaño, hijo de una vaca de Veragua y un toro de la vacada de Santa Coloma. Le
pilló por el muslo derecho y, caído en el suelo, le asestó una cornada seca en
el vientre. Ya en la enfermería, le dio la extremaunción el capellán de la
ermita de Nuestra Señora del Prado. En los ojos del moribundo torero brotaron
dos gruesas lágrimas. Minutos después, expiró.
Eran las siete de la tarde.
Tumba de Joselito «El
Gallo» en el cementerio de Sevilla
Trasladado el cadáver a Madrid, es expuesto
en su casa de la calle Arrieta. La caja es toda de ébano guarnecida de plata
con un magnífico crucifijo de oro. Sevilla aguarda a su ídolo y a Sevilla
llegó, por tren, la mañana del miércoles 19. Toda Sevilla se dio cita para
acompañar el cortejo fúnebre. Los aficionados de la Alameda, por suscripción
popular, han comprado unos lazos de crespones y los han colocado a los dos
Hércules en señal de duelo. Lo entierran en el cementerio de San Fernando,
donde yace en un majestuoso sepulcro, obra del insigne escultor Mariano
Benlliure.
El viernes, 21 de mayo, es el funeral en la
misma iglesia catedral. Un soberbio catafalco ha sido levantado ante el altar
mayor rodeado de doble fila de blandones de plata y presidido por la cruz
patriarcal. Terminada la misa, los canónigos, con velas encendidas, rodearon el
túmulo mientras se entonaban responsos por el alma de José Gómez Ortega, Joselito el Gallo.
Que el funeral fuera en la catedral, con
tanta pompa, se debe al canónigo Muñoz y Pabón, tan macareno como gallista. Lo
cuenta en un artículo que publicó en El Correo de Andalucía, que suscitó
tanto entusiasmo como polémica y escándalo en ciertos estamentos nobles de la
ciudad.
«La muerte de Joselito –escribe Muñoz y
Pabón– ha sido toda una tragedia. En la plenitud de la vida –25 años–, en el
apogeo de la fama y en lo alto de la cátedra de la sabiduría taurina, Joselito
ha sido regado en flor por el asta de un marrajo.
«¡El ídolo de las muchedumbres y el fetiche
de la afición ha rodado por la arena, roto y ensangrentado, muriendo entre
dolores indecibles, cuando aún resonaban en los tendidos los últimos aplausos,
que logró arrancar su arte prodigioso!... De aquí que Sevilla entera háyase
horrorizado y conmovido ante tragedia tan luctuosa, como ante la de Sófocles el
pueblo griego…
«Los Hércules de la Alameda están de luto y
la Giralda llora. ¿Cabe expresión de dolor más sevillana?
«Delicadeza ha sido la primera, que es toda
una caricia y equivale a una lágrima. Y delicadeza ha sido la segunda, que por
ser toda una oración, equivale a un sufragio.
«Con ser cosa tan fina, tan sencillamente
delicada, enlutar con crespones los monolitos de la Alameda, y colgar, con
mantones de Manila negros, los balcones del tránsito, cual si no hubiera para
un torero muerto otro luto más apropiado que mantones de Manila, la finura de
un funeral en la santa Metropolitana y Patriarcal Iglesia (le da quince y raya
a la finura anterior) Sevilla quería para la enormidad de la tragedia de su
ídolo, exequias de Canónigo..., de Grande de España..., de Ministro de la
Corona..., de Príncipe de la sangre..., de Rey..., de Pontífice!
«Con lágrimas en los ojos, se ha acercado
al Cabildo Metropolitano en demanda de ello. El Cabildo, que tiene el raro
acierto de ponerse siempre en la realidad de las cosas, ha accedido a la
súplica con su proverbial benignidad; y, una vez puesto a hacer unos funerales
dignos de Sevilla, ha desplegado toda la asiática pompa de su incomparable
liturgia: ¡la gran misa de Eslava y el terno de Viernes Santo!
«Por cierto que no han faltado títulos de
Castilla –asistentes al acto– que han sentido escándalo de que todo un Cabildo
Catedral haga exequias por un torero... Pero ¿qué? ¿No sois vosotros los que
aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que aduláis... formándoles corte
hasta las mismas gradas del trono...; los que os disputáis sus saludos como una
honra; tenéis en más su autógrafo, que los de cualquier intelectual consagrado,
y juzgáis sus reliquias –a las veces las más íntimas– como las de un confesor
de Jesucristo?
«Cualquiera os entiende, piadosísimos varones.
Llegáis en vuestra demanda a rendir parias a la memoria del torero muerto,
asistiendo a su funeral, y ponéis como chupa de dómine al Cabildo, porque es
tan «demócrata» que hace sufragios por un fiel que ha pasado a mejor vida en
comunión con la Iglesia.
«Ahora, si Joselito no ha sido tan funesto
para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos –aquí entran también
los locales–, nadie tiene la culpa.
«El pobrecito puede decirse que no ha hecho
mal a nadie. ¡Ojalá que de todos los que mueren pueda decirse otro tanto!
«¿Será por esto por lo que en los funerales
de los políticos no suele haber más que «la música y acá», y en las honras por
Joselito ha estado «toda Sevilla», empezando por vosotros, los títulos y los
grandes, y acabando por los pobres y los humildes? ¿Es que os duele el
contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y
llorados en muerte. El pueblo hará lo demás.»
No sentó bien este artículo de Muñoz y
Pabón a la gente de título. Lo pudo comprobar el canónigo al recibir en su casa
una carta en papel timbrado en la que «una mano precavida ha vaciado con las
tijeras la cifra o el blasón y no ha dejado más que la corona heráldica». Es
letra de mujer. Por eso, el siguiente artículo de Muñoz y Pabón, aparecido en el
mismo diario el 23 de mayo, lleva el escueto título de «A ella».
«Pone el grito en el cielo mi distinguida
comunicante, porque una pluma como la mía –muchas gracias, señora, por las
lisonjeras frases que me prodiga a este propósito– haya sido puesta por mí a
servicio de la causa de un torero, «de quien todo lo que tiene usted que decir
–son sus palabras– es que no ha hecho mal a nadie».
«¿Me permite usted, señora, que le
conteste?
«Mire usted: como mi artículo no era
precisamente panegírico del torero, ni como torero ni como hombre, sino de la
delicadeza de sentimiento de la ciudad de Sevilla, al querer y procurar para su
ídolo el luto civil de los Hércules de la Alameda y el sufragio cristiano del
funeral en nuestra Basílica, no tuve por qué apurar el consonante de las
virtudes públicas y privadas del pobrecito muerto. Pero, pues me tira usted de
la lengua, con que si todo lo que tengo que decir de Joselito era eso, le diré
que el infortunado espada era algo más que un hombre que no hacía daño a nadie.
Joselito era creyente. Era devoto. Y sin esas prodigalidades chocarreras, ni
esos rumbos chabacanos de los toreros del antiguo régimen, Joselito contribuyó
como un príncipe a todo lo noble, a todo lo grande, a todo lo santo que se
proyectó en Sevilla. Ahí están, si no, las coronas de oro de la Virgen de la
Esperanza de la Macarena y la de la del Rocío... el premio que proyectaba para
costear la carrera del magisterio a un estudiante pobre de Sevilla..., ¡las mil
y una suscripciones para la caridad o para el culto, donde estampó su limosna!
Ahí están las viudas y los huérfanos de toreros, en cuyo beneficio expuso su
pelleja, y las madres y las hermanas de otros cien, a quienes socorrió con mano
pródiga... ¡Desengáñese usted, señora! Joselito era aún más querido que admirado;
y cuando las muchedumbres llegan a querer, crea usted que por algo quieren.
«Ni es esto sólo. Otro en su edad –la flor
de la vida–, con sus posibles, y sobre todo: en medio de la apoteosis de ídolo
de las turbas, que era su medio ambiente, quizás hubiera dejado detrás de sí
una estela de escándalo. Joselito se ha deslizado por la historia como un
muchacho de juicio, como un hombre bueno, con la puntería puesta en una
novia, que iba a hacer su mujer, «porque era buena; porque era de su
casa y porque tenía religión».
«¿Piensan así –y usted dispense la
pregunta– sus hermanos de usted o sus primitos, al romper con el donjuanismo de
solteros para entrar por el aro del matrimonio?
«Crea usted que me holgaría sobre manera de
que así fuese...»
En la postdata, porque Muñoz y Pabón no
quiere ahondar más en la polémica, nos deleita con esta curiosa anécdota.
«Para el pueblo, Joselito no podía morir en
cualquier parte y de cualquier manera. Y –misté, don Juan:– me decía la
mujer del pueblo, que me daba la noticia: –fue una corná tan regrande, que lo
vació enteramente. Le jicieron la cura (lo cuá que dicen que fue un horró) y le
dieron el Santolio ar pobrecito. Y ar verlo tan malito al infelí, po fueron y
lo arrecogieron entre cuatro, y lo llevaron a morí... ¿a la vera de la Reina!».
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