sábado, 20 de mayo de 2017

Funeral catedralicio por Joselito «El Gallo»

Salía la afición de la Monumental de Sevilla (plaza de toros que ya no existe) después de una corrida sosa y aburrida aquel domingo 16 de mayo de 1920. Se hizo noche en las tertulias y casinos cuando una voz, como un reguero, corre por las calles de la ciudad:
–Joselito ha sido cogido por un toro en Talavera de la Reina... cogida grave... Joselito ha muerto.
Fue el quinto de la tarde. Un toro burriciego, manso, de pelo negro, zaíno, por nombre Bailaor, pequeño de tamaño, hijo de una vaca de Veragua y un toro de la vacada de Santa Coloma. Le pilló por el muslo derecho y, caído en el suelo, le asestó una cornada seca en el vientre. Ya en la enfermería, le dio la extremaunción el capellán de la ermita de Nuestra Señora del Prado. En los ojos del moribundo torero brotaron dos gruesas lágrimas. Minutos después, expiró.
Eran las siete de la tarde.


Tumba de Joselito «El Gallo» en el cementerio de Sevilla

Trasladado el cadáver a Madrid, es expuesto en su casa de la calle Arrieta. La caja es toda de ébano guarnecida de plata con un magnífico crucifijo de oro. Sevilla aguarda a su ídolo y a Sevilla llegó, por tren, la mañana del miércoles 19. Toda Sevilla se dio cita para acompañar el cortejo fúnebre. Los aficionados de la Alameda, por suscripción popular, han comprado unos lazos de crespones y los han colocado a los dos Hércules en señal de duelo. Lo entierran en el cementerio de San Fernando, donde yace en un majestuoso sepulcro, obra del insigne escultor Mariano Benlliure.
El viernes, 21 de mayo, es el funeral en la misma iglesia catedral. Un soberbio catafalco ha sido levantado ante el altar mayor rodeado de doble fila de blandones de plata y presidido por la cruz patriarcal. Terminada la misa, los canónigos, con velas encendidas, rodearon el túmulo mientras se entonaban responsos por el alma de José Gómez Ortega, Joselito el Gallo.
Que el funeral fuera en la catedral, con tanta pompa, se debe al canónigo Muñoz y Pabón, tan macareno como gallista. Lo cuenta en un artículo que publicó en El Correo de Andalucía, que suscitó tanto entusiasmo como polémica y escándalo en ciertos estamentos nobles de la ciudad.
«La muerte de Joselito –escribe Muñoz y Pabón– ha sido toda una tragedia. En la plenitud de la vida –25 años–, en el apogeo de la fama y en lo alto de la cátedra de la sabiduría taurina, Joselito ha sido regado en flor por el asta de un marrajo.
«¡El ídolo de las muchedumbres y el fetiche de la afición ha rodado por la arena, roto y ensangrentado, muriendo entre dolores indecibles, cuando aún resonaban en los tendidos los últimos aplausos, que logró arrancar su arte prodigioso!... De aquí que Sevilla entera háyase horrorizado y conmovido ante tragedia tan luctuosa, como ante la de Sófocles el pueblo griego…
«Los Hércules de la Alameda están de luto y la Giralda llora. ¿Cabe expresión de dolor más sevillana?
«Delicadeza ha sido la primera, que es toda una caricia y equivale a una lágrima. Y delicadeza ha sido la segunda, que por ser toda una oración, equivale a un sufragio.
«Con ser cosa tan fina, tan sencillamente delicada, enlutar con crespones los monolitos de la Alameda, y colgar, con mantones de Manila negros, los balcones del tránsito, cual si no hubiera para un torero muerto otro luto más apropiado que mantones de Manila, la finura de un funeral en la santa Metropolitana y Patriarcal Iglesia (le da quince y raya a la finura anterior) Sevilla quería para la enormidad de la tragedia de su ídolo, exequias de Canónigo..., de Grande de España..., de Ministro de la Corona..., de Príncipe de la sangre..., de Rey..., de Pontífice!
«Con lágrimas en los ojos, se ha acercado al Cabildo Metropolitano en demanda de ello. El Cabildo, que tiene el raro acierto de ponerse siempre en la realidad de las cosas, ha accedido a la súplica con su proverbial benignidad; y, una vez puesto a hacer unos funerales dignos de Sevilla, ha desplegado toda la asiática pompa de su incomparable liturgia: ¡la gran misa de Eslava y el terno de Viernes Santo!
«Por cierto que no han faltado títulos de Castilla –asistentes al acto– que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pero ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que aduláis... formándoles corte hasta las mismas gradas del trono...; los que os disputáis sus saludos como una honra; tenéis en más su autógrafo, que los de cualquier intelectual consagrado, y juzgáis sus reliquias –a las veces las más íntimas– como las de un confesor de Jesucristo?
«Cualquiera os entiende, piadosísimos varones. Llegáis en vuestra demanda a rendir parias a la memoria del torero muerto, asistiendo a su funeral, y ponéis como chupa de dómine al Cabildo, porque es tan «demócrata» que hace sufragios por un fiel que ha pasado a mejor vida en comunión con la Iglesia.
«Ahora, si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos –aquí entran también los locales–, nadie tiene la culpa.
«El pobrecito puede decirse que no ha hecho mal a nadie. ¡Ojalá que de todos los que mueren pueda decirse otro tanto!
«¿Será por esto por lo que en los funerales de los políticos no suele haber más que «la música y acá», y en las honras por Joselito ha estado «toda Sevilla», empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes? ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás.»
No sentó bien este artículo de Muñoz y Pabón a la gente de título. Lo pudo comprobar el canónigo al recibir en su casa una carta en papel timbrado en la que «una mano precavida ha vaciado con las tijeras la cifra o el blasón y no ha dejado más que la corona heráldica». Es letra de mujer. Por eso, el siguiente artículo de Muñoz y Pabón, aparecido en el mismo diario el 23 de mayo, lleva el escueto título de «A ella».
«Pone el grito en el cielo mi distinguida comunicante, porque una pluma como la mía –muchas gracias, señora, por las lisonjeras frases que me prodiga a este propósito– haya sido puesta por mí a servicio de la causa de un torero, «de quien todo lo que tiene usted que decir –son sus palabras– es que no ha hecho mal a nadie».
«¿Me permite usted, señora, que le conteste?
«Mire usted: como mi artículo no era precisamente panegírico del torero, ni como torero ni como hombre, sino de la delicadeza de sentimiento de la ciudad de Sevilla, al querer y procurar para su ídolo el luto civil de los Hércules de la Alameda y el sufragio cristiano del funeral en nuestra Basílica, no tuve por qué apurar el consonante de las virtudes públicas y privadas del pobrecito muerto. Pero, pues me tira usted de la lengua, con que si todo lo que tengo que decir de Joselito era eso, le diré que el infortunado espada era algo más que un hombre que no hacía daño a nadie. Joselito era creyente. Era devoto. Y sin esas prodigalidades chocarreras, ni esos rumbos chabacanos de los toreros del antiguo régimen, Joselito contribuyó como un príncipe a todo lo noble, a todo lo grande, a todo lo santo que se proyectó en Sevilla. Ahí están, si no, las coronas de oro de la Virgen de la Esperanza de la Macarena y la de la del Rocío... el premio que proyectaba para costear la carrera del magisterio a un estudiante pobre de Sevilla..., ¡las mil y una suscripciones para la caridad o para el culto, donde estampó su limosna! Ahí están las viudas y los huérfanos de toreros, en cuyo beneficio expuso su pelleja, y las madres y las hermanas de otros cien, a quienes socorrió con mano pródiga... ¡Desengáñese usted, señora! Joselito era aún más querido que admirado; y cuando las muchedumbres llegan a querer, crea usted que por algo quieren.
«Ni es esto sólo. Otro en su edad –la flor de la vida–, con sus posibles, y sobre todo: en medio de la apoteosis de ídolo de las turbas, que era su medio ambiente, quizás hubiera dejado detrás de sí una estela de escándalo. Joselito se ha deslizado por la historia como un muchacho de juicio, como un hombre bueno, con la puntería puesta en una novia, que iba a hacer su mujer, «porque era buena; porque era de su casa y porque tenía religión».
«¿Piensan así –y usted dispense la pregunta– sus hermanos de usted o sus primitos, al romper con el donjuanismo de solteros para entrar por el aro del matrimonio?
«Crea usted que me holgaría sobre manera de que así fuese...»
En la postdata, porque Muñoz y Pabón no quiere ahondar más en la polémica, nos deleita con esta curiosa anécdota.
«Para el pueblo, Joselito no podía morir en cualquier parte y de cualquier manera. Y –misté, don Juan:– me decía la mujer del pueblo, que me daba la noticia: –fue una corná tan regrande, que lo vació enteramente. Le jicieron la cura (lo cuá que dicen que fue un horró) y le dieron el Santolio ar pobrecito. Y ar verlo tan malito al infelí, po fueron y lo arrecogieron entre cuatro, y lo llevaron a morí... ¿a la vera de la Reina!».

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