Ocurrió en 1684. Vivió Sevilla en el
invierno de 1683-84 una de las inundaciones más grandes de su historia. Las
lluvias habían durado sin interrupción más de sesenta días, anegando todos los
barrios periféricos de la ciudad. Tan afectadas quedaron las calles y las casas
que el Ayuntamiento prohibió la circulación de vehículos para que sus
vibraciones no amenazasen más el deplorable estado de los edificios. Cumplieron
la orden todos, también el arzobispo, y el asistente, y el regente de la
Audiencia, y el presidente de la Casa de Contratación. El arzobispo de Sevilla
don Ambrosio Spínola hizo más: dio de comer a una legión de pobres por una
portezuela que abrió de su palacio a la calle Don Remondo. De él se ha escrito
que «murió pobre por haber dado a los pobres la limosna de un millón y más de
ducados».
El arzobispo
Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán nació
en Madrid en 1632, hijo del marqués de Leganés, Diego Messia de Guzmán, y de
Polisena de Spínola, hermana del cardenal Agustín Spínola, también arzobispo de
Sevilla, y nieto de Ambrosio Spínola, el célebre general de la rendición de Breda.
La muerte del arzobispo Ambrosio sobrevino,
refieren las crónicas, a raíz de esta anécdota. Como en todas las calamidades
que afligían a Sevilla, también en esta el arzobispo quiso subir a la Giralda
para bendecir con el lignum crucis los cuatro puntos cardinales de la
ciudad e implorar a Dios la librase del azote de la inundación. Pero lo hizo
descalzo. Para mayor penitencia. Y pilló tal pulmonía, de resultas de la cual
murió. Acaeció el 24 de mayo de 1684.
El jesuita Gabriel de Aranda, en su Vida
del Venerable Contreras, ofrece estos rasgos de Spínola:
–Murió a los 52 años de su edad, con tanto
sentimiento de las ovejas, que aún balan por su Pastor, y quisieran, si
pudieran, resucitarle. Este virtuoso Príncipe todo celo, todo blandura, todo
amor, todo caridad, todo hacer bien, todo obrar mejor, nada suyo, todo de los
pobres, todo limosnas, todo piedad.
Por su generosidad, Spínola se convirtió en
el gran arzobispo de la caridad. «Ya desde su llegada a Sevilla se había
informado de las personas pobres que había en la ciudad a quien tenían situada
limosna los prelados sus antecesores, y no quitó ni aminoró nada, sino aumentó
mucho más. A los conventos pobres socorría con trigo en Navidad y Resurrección.
En su puerta se daba un cuarto de limosna a cuantos pobres mendigos pedían por
la mañana, y era tanto el número de los que acudían, que aquel cuarto solo que
se les daba, montaba al del año más de ocho mil ducados. Los jueves todos del
año, daba de comer en su palacio a trece pobres honrados, en memoria del
Redentor del mundo y sus Apóstoles: a estos les servía a la mesa asistido de
sus familiares y, en acabando de comer, les iba besando la mano y poniéndoles
en ella a cada uno un par de reales. Y esta limosna la solía repetir en
vísperas de nuestra Señora o santos de su devoción» (Loaysa). ¡Vamos, como el
papa Francisco!
Pero su caridad llegó al máximo en la gran
depresión de 1679, por la enorme sequía que produjo pésimas cosechas. Cuenta
Loaysa, contemporáneo, que «todos vimos en su casa el año de la hambre, que fue
el de 1679, en el que dando raciones de pan cuatro veces en la semana a los que
iban a su palacio, llegaron a juntarse dentro de aquella caritativa casa muchas
veces veinticuatro mil personas; y las más de las veces no bajaban de dieciocho
a veinte mil, ocupándole toda la casa, sin dejarle más que un corto aposento en
que estar».
Hubo de abrir un postigo en la fachada del
palacio, donde, sentado en un sillón, repartía de su propia mano catorce mil
hogazas de pan diarios. El viajero inglés Thomas Williams, que pasó tres meses
en Sevilla en 1680, relata en su The Travels in Spain lo mucho que oyó
hablar del arzobispo Spínola y su caridad durante la carestía del año anterior.
Moraleja para futuros arzobispos de
Sevilla: ¡sean tan caritativos como el arzobispo Spínola, padre de los pobres,
pero no se les ocurra imitarles en subir descalzos a la Giralda, sobre todo si
es invierno y hace un frío de muerte, nunca mejor dicho!
Visitó en cierta ocasión el Loco Amaro al
arzobispo don Ambrosio Spínola y le dijo:
—Hoy
traigo una dificultad que sólo Vuestra Ilustrísima puede desatarla; y es saber
si Vuestra Ilustrísima tiene armas de fuego, escopeta, carabina, pistolas, o
arcabuz. Respóndame Vuestra Ilustrísima si las tiene, o no.
Respondióle el señor arzobispo:
—No, Amaro, no
tengo arma ninguna.
—Mire
bien Vuestra Ilustrísima, replicó Amaro, respóndame la verdad si las tiene, que entre nosotros se queda esto.
—No,
te he dicho, Amaro, que no tengo ninguna, respondió otra vez el señor arzobispo.
—¿Pues es posible que Vuestra Ilustrísima
no tiene de cuando era muchacho alguna carabinilla para los victores, y para
librarse de sus enemigos?
—No
tengo nada de eso, Amaro, volvió a repetir el señor arzobispo.
¿No? ¿Pues por qué, infames, no cesáis
continuamente de quebrarnos la cabeza con la carabina de Ambrosio? Un prelado
tan justo y de tal representación no ha de mentir, y siendo tan amigo mío, ¿me
había de negar una cosa como la que habéis oído y que su Ilustrísima dice que
no tiene carabina? Y así descomulgado estará el maldiciente hablador que de
aquí adelante volviere a decir la carabina de Ambrosio, pues es levantar un
testimonio a nuestro prelado, que el pobre no tiene carabina, ni carabana; y
así cualquiera que se cogiere con carabina mando que se castigue, como manda mi
Primo el Rey mi Señor, y que no le valga la Iglesia a quien dijere la carabina
de Ambrosio, y sea tenido por público descomulgado, pues miente como habéis
visto, siendo como es una blasfemia contra el honor de un arzobispo santo y
nuestro prelado.
El Sermón XXVI de los Sermones del Loco Amaro está dedicado a las honras del señor arzobispo don Ambrosio Spínola y, como siempre, el loco
predicador está sembrado:
–¡Hay tal dolor! ¡Que haya yo de ser por
fuerza el predicador en este día! ¿No me fuera mejor para mí, y para el
difunto, ponerse a rezar un rosario que ponerme a predicar? ¿No acaba de predicar
ahora un Padre teatino [jesuita]? ¿Pues para qué predico yo? Por eso mismo,
porque el Señor Provisor fue a convidar un Padre teatino, sabiendo que estaba
yo en el mundo, y cuánto me quería el difunto, y que lo quería yo mucho más que
todos los teatinos juntos. A mí, a mí me toca por compañero, a mí me toca por
amigo; a mí me toca por capitán general del reino de Nápoles; a mí me toca por
predicador apostólico; a mí me toca por cardenal de Santa Cristina; a mí me
toca por caballero conocido en toda España con el hábito de mi Patrón Santiago.
¿Y qué más? Porque soy la viuda huérfana debo llorar la muerte de mi querido
señor don Ambrosio Ignacio de Spínola y Guzmán, arzobispo de esta ciudad de
Sevilla. Preguntará mi auditorio: ¿Por qué te toca a ti, don Amaro, predicar?
Preguntará muy bien, mas le responderé brevemente, ¿y más habiendo convidado el
Señor Provisor a un Padre teatino? Digo que preguntará muy bien, mas yo
respondo: que son ellos los obreros de la Iglesia de Dios, quiero decir los
dueños, y los predicadores apostólicos, como yo, somos los lagareros que
estrujamos la uva. Vineam meam, que dijo mi Padre San Pedro en su
capítulo 23. Pero ¿cómo dices vineam meam? ¿Pues es tuya la viña? ¿No
ves que es del Señor, que la plantó? Mía es, dijo mi querido San Pedro, que a
mí me han entregado las llaves de su bodega (así me entregara las de la suya
Julián de Matos, el tabernero de la Alfalfa), dabo tibi claves. No se
dice de ninguno otro apóstol que llorase, sino de mi Padre San Pedro. Llore
pues Pedro, que es la perfecta viuda a quien le queda el gobierno y mando de la
casa, y llore Amaro, a quien el señor don Ambrosio Ignacio de Spínola y Guzmán
dejó encomendado su arzobispado: flevit amare: y no llore el Provisor,
ni los Teatinos, sino es que digamos que estos lloran porque se les acabó la
candelilla. Dije que los predicadores apostólicos éramos los lagareros. ¿Pero
los lagareros qué hacen? Estrujar las uvas y hacerlas llorar de lo íntimo de su
corazón hasta largar el pellejo. Llorad, pues, que será un cornudo el que no
llorare la muerte de tan santo prelado, y más cuando yo predico. Llorad,
cristianas ovejas, la muerte de vuestro pastor. Lloren los canónigos, y
eclesiásticos, que se les murió su cabeza; lloren las viejas, que se les acabó
el pan; lloren los pobres, que ya no hay el cuarto; lloren los niños, que ya no
tienen quien los vista; y llore Amaro, flevit amare. Llorad, cornudos,
como lloro yo, flevit amare, ya llora Amaro, y con sus lastimosas voces
os estruja como racimos de esta viña. Lloren los frailes, que les faltan misas;
lloren los Teatinos, que les falta el chocolate, y llore Amaro, y toda mi Casa,
que se les acabaron los buenos carneros que nos daba su Ilustrísima. Flevit
amare. Lloren todos, pues a todos hace falta. Llorad, cornudos, más duros
que un bronce, no una lagrimita, sino por cuartillos, o por arrobas, que así
llora la uva en el lagar. Vineam meam, flevit amare. Acabé. Dos Ave
Marías encargo, ambas por los pobres teatinos, que tienen más necesidad que su
Ilustrísima, que el señor arzobispo era un santo, y a los padres se les acabó
la góngora.
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