En la noche víspera del 1 de mayo de 1980 fue
profanada la tumba del poeta y dramaturgo Paul Claudel por unos desconocidos,
que llegaron a abrir el féretro y aparecieron los restos del poeta incorruptos
después de veinticinco años de su muerte. La tumba de Claudel se halla en la
capilla del castillo de Brangues, en el Delfinado (sureste de Francia),
propiedad que el escritor compró para su retiro en 1927, poco después de haber
sido nombrado embajador de Francia en Estados Unidos. Los profanadores tuvieron
que levantar con palancas la losa de su tumba, que pesa cuatro toneladas y
también violentar la caja metálica del interior del féretro. No hubo robo
alguno ni se logró averiguar quiénes fueron los profanadores del gran poeta
católico en la Francia del siglo XX.
Paul Claudel, antiguo alumno de las
Hermanas de la Doctrina Cristiana, pero también de Renan y Burdeau, tras seis
años de incredulidad, tuvo una conversión tan «milagrosa» como esa incorruptibilidad
de su cuerpo. Lo cuenta, veintisiete años después, en su libro Mi conversión y en otros escritos suyos:
–Así era el desgraciado muchacho que el 25
de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de
Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que, en las ceremonias
católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un
estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta
disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un
placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer,
volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco… estaban cantando lo
que después supe que era el Magnificat.
Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del
coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el
acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con
tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción
tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De
modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi
agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente,
tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios.
Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: «¡Dios existe y
está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!» Las lágrimas y
sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
Pero su lucha y resistencia interior aún
duraría cuatro años.
–Me atrevo a decir que realicé una defensa
valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los
medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas
que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía
del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: «El combate espiritual es
tan brutal como las batallas entre los hombres».
Y dirá ya en la madurez de su fe:
–Los jóvenes que abandonan tan fácilmente
la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El
pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de
todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me
retraían de todo. Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad,
después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga
alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille. Por primera
vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la
Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo
conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese
impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada
palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas
afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos… Unas horas me fueron suficientes
para mostrarme que el Infierno está por todas partes donde no está Jesucristo.
¿Y qué me importaba el resto del mundo después de que este ser nuevo y
prodigioso se me acababa de revelar?
Y confiesa sus dudas:
–Era el hombre nuevo que hablaba así en mí,
pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería abandonar nada ante
esta vida que se abría ante él. ¿Lo confesaría? En el fondo, el sentimiento más
fuerte que me impedía declarar mis convicciones era el respeto humano. El
pensamiento de anunciar a todos mi conversión, de decir a mis padres que quería
comer de vigilia los viernes, de proclamarme uno de esos católicos tan burlados,
me daba sudores fríos, y por momentos la violencia que esto me hacía me causaba
una verdadera indignación. Pero yo sentía sobre mí una mano firme. No conocía a
ningún sacerdote. No había tenido un amigo católico.
Decide confesarse:
–Me cubrí de coraje y entré una tarde al
confesonario de Saint-Médard, mi parroquia. Los minutos que esperé al sacerdote
fueron los más amargos de mi vida. Me encontré con un viejo hombre que me
pareció muy poco emocionado de una historia que a mí me parecía interesante. Me
habló de los «recuerdos de mi primera comunión» y me ordenó antes de absolverme
que declarase mi conversión a mi familia… Salí humillado y enfurecido, y no
volví sino al año siguiente, cuando fui decididamente forzado, reducido y
empujado hasta el final. Allí, en esta misma iglesia de Saint-Médard, encontré
a un joven sacerdote misericordioso y fraterno, el P. Ménard, que me reconcilió,
y más tarde al santo y venerable eclesiástico, P: Villaume, que fue mi director
y mi padre bien amado, y de quien, desde el cielo, donde está ahora, no ceso de
sentir su protección. Yo hice mi segunda comunión el mismo día de Navidad, 25
de diciembre de 1890, en Notra-Dame.
Extraordinario poeta y profundo escritor,
autor de La Anunciación a María (1909), libro que me emocionó en
mis tiempos de estudiante de Teología, murió en París el 23 de febrero de 1955.
Al sentir que moría, pronunció sus últimas palabras, en la mano un crucifijo
que le había regalado un misionero:
–Dejadme morir tranquilamente. No tengo
miedo.