miércoles, 6 de junio de 2018

Aventuras del Padre Méndez, pícaro clérigo de la Sevilla del XVII


En estos días próximos llegará a las librerías de Sevilla el libro titulado: «Aventuras del Padre Méndez, pícaro clérigo de la Sevilla del XVII», con una glosa que dice: «Con las Cartas del obispo Juan de la Sal al duque de Medina Sidonia» (Editorial Letras de Autor, Madrid 2018).
Se cuenta en este libro la vida y milagros de un personaje bufo que apareció por Sevilla en la segunda decena del siglo XVII. Clérigo portugués, el Padre Méndez tenía su congregación de beatas, a las que explotaba en su candidez idiota. Las comulgaba con varias formas, para que así tuvieran más al Señor. Y cuando terminaba la misa en un oratorio de su casa, «se desnudaba las vestiduras sagradas y bailaba con ellas con desenvoltura tal que se les caían las tocas y descubrían las piernas. Y decía que todo esto era amor de Dios, y que estaban borrachas de espíritu». 

 Se le ocurrió anunciar que moriría el 20 de julio de 1616. En Sevilla se creó un «notable ruido» ante esta profecía, unos favorables y otros burlones ante la extravagancia del Padre Méndez. No murió y fue el hazmerreír de los sevillanos. Muerto poco después, fue condenado en estatua en el Auto de Fe tenido el 30 de noviembre de 1624 en la Plaza de San Francisco como «alumbrado», cuando en realidad no dejaba de ser un pobre demente.
Crónica puntual de su muerte anunciada son las cartas salerosas del obispo auxiliar de Sevilla, Juan de la Sal, escritas durante esos días a Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, VIII duque de Medina Sidonia.
El obispo Juan de la Sal y Aguiar nació en Sevilla el 1 de noviembre de 1550 y fue bautizado en la parroquia de San Pedro dos días después. El arzobispo Niño de Guevara lo escogió por obispo auxiliar en 1603, cargo que ejerció también con los arzobispos Pedro de Castro, Luis Fernández de Córdoba y Diego de Guzmán. Con el título de obispo in partibus infidelium de Bona (deturpación de Hipona, actual Annaba, en Argelia), la diócesis que ostentó san Agustín, Juan de la Sal hizo honor a su apellido por el carácter festivo que imprimió a sus escritos.
He de decir que exteriorizó durante toda su vida esa sal, que refleja su apellido, que le hacía ser un sevillano chispeante, con gracia y salero, muy distinto de los arzobispos venidos de allende Despeñaperros, que le tocó auxiliar. El cardenal Niño de Guevara, toledano, inquisidor general, fue nombrado arzobispo de Sevilla por deseos del rey Felipe III, que quiso recompensar sus méritos, aunque a él no le sentó nada bien salir de la corte y, según cuenta el Abad Gordillo, el cardenal Niño de Guevara se casó con la diócesis de Sevilla «por fuerza y así le sacaron de la corte por fuerza y manía contra su voluntad, y así la aborrecía y decía que después de muchos servicios a la Corona de España le habían traído a ser Sacristán de Sevilla (siendo el que de ella lo es poco menos que el de Santorcaz) y así nunca tuvo en ella ni un solo día de contento y vivió siempre triste en su compañía (sin afecto marital) que le duró hasta la muerte, y nunca le agradó en toda su vida, con que no fue llorado ni sentido su fin». Como veis, poco sentido del humor y gracia tuvo este primer arzobispo al que sirvió Juan de la Sal.
Pedro de Castro, burgalés, pequeño de cuerpo, era por su condición cerrado y se­creto y muy ducho en los asuntos de despacho y pleitos por su experiencia adquirida en las chancillerías de Valladolid y Granada. Su rigidez en la defensa de los asuntos eclesiás­ticos le llevó a pleitos numerosos tanto en Granada como en Sevilla. Según el Abad Gordillo, «el arzobispo don Pedro de Castro se casó con ella (la diócesis de Sevilla) por su grande dote, y así no le tuvo más amor que el interés que de ella sacó, que, según constante opi­nión, llevó a Granada de los frutos del Arzobispado de Sevi­lla más de 450.000 ducados, que como si fueran bienes de li­bres, los aplicó a sus herederos extraños que residen en el Monte de Granada, y los quitó a los hijos legítimos pobres de Sevilla». Ingenuo como era, dos moriscos le tomaron el pelo en unas excavaciones en el Sacromonte de Granada, en la que aparecieron unas láminas de plomo y restos humanos, que decían ser los santos martirizados en tiempos apostólicos. En esas láminas se indicaba el martirio, en tiempos de Nerón, de san Cecilio, considerado como el primer obispo de Granada, y otros. Aquello, que se comprobó después ser una falsificación, cautivó al crédulo arzobispo y en honor de tan «santas reliquias» edi­ficó sobre aquel monte una abadía para veinte canónigos y un abad y un colegio eclesiástico llamado de San Dionisio Areo­pagita. Tan feliz y contento se hallaba con su obra, que Felipe III le ofreció la mitra de Santiago y no aceptó; le ofreció Sevilla y, aunque la rechazó en principio por amor y devoción a los mártires del Sacromonte, la aceptó al fin por las razones que allegados suyos le dieron. Pensó el arzobispo en ello y se dijo: «Pues nuestro Señor me ha echado un monte a cuestas, y mis fuerzas en Granada no pueden sustentarle, busquémoslas fuera». Y se resolvió a pasar a la Iglesia de Sevilla.
Luis Fernández, nacido en Córdoba, siguiente arzobispo y único andaluz, murió al año de su llegada a Sevilla y el Abad Gordillo afirma que «no tuvo tiempo de conocer a su esposa», refiriéndose a la diócesis.
Y Diego de Guzmán, toledano, último arzobispo al que asistió de auxiliar Juan de la Sal. Aunque fue durante seis años arzobispo de Sevilla, llegó tarde y más pronto se fue. Señala el Abad Gordillo que «viniendo a ella presto se hartó, con que todo el tiempo que estuvo en Sevilla fue con perpetuo dolor que nunca disimuló el que tenía de residir fuera de Madrid, conque sin ocasión alguna que su Esposa (la diócesis) le diese la desamparó y se ausentó de ella, y nunca más volvió a verla».
Frente a estos arzobispos de entonces –y podría añadir «y de ahora»–, negados al humor y al ingenio, el obispo Juan de la Sal es un tío saleroso, con gracia andaluza, que muestra en las Cartas que escribió al duque de Medina Sidonia las excentricidades del Padre Méndez, pícaro clérigo que se hacía el santo con visajes y muecas y misas que duraban horas y tuvo la endiablada ocurrencia de anunciar a sus beatas la fecha de su muerte, resultando ser un malísimo profeta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario