En estos días próximos llegará a las
librerías de Sevilla el libro titulado: «Aventuras
del Padre Méndez, pícaro clérigo de la Sevilla del XVII», con una glosa que
dice: «Con las Cartas del obispo Juan de
la Sal al duque de Medina Sidonia» (Editorial Letras de Autor, Madrid
2018).
Se cuenta en este libro la vida y milagros
de un personaje bufo que apareció por Sevilla en la segunda decena del siglo
XVII. Clérigo portugués, el Padre Méndez tenía su congregación de beatas, a las
que explotaba en su candidez idiota. Las comulgaba con varias formas, para que
así tuvieran más al Señor. Y cuando terminaba la misa en un oratorio de su
casa, «se desnudaba las vestiduras sagradas y bailaba con ellas con
desenvoltura tal que se les caían las tocas y descubrían las piernas. Y decía
que todo esto era amor de Dios, y que estaban borrachas de espíritu».
Crónica puntual de su muerte anunciada son
las cartas salerosas del obispo auxiliar de Sevilla, Juan de la Sal, escritas
durante esos días a Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, VIII duque de
Medina Sidonia.
El obispo Juan de
la Sal y Aguiar nació en
Sevilla el 1 de noviembre de 1550 y fue bautizado en la parroquia de San Pedro
dos días después. El arzobispo Niño de Guevara lo escogió por obispo auxiliar
en 1603, cargo que ejerció también con los arzobispos Pedro de Castro, Luis
Fernández de Córdoba y Diego de Guzmán. Con el título de obispo in partibus
infidelium de Bona (deturpación de Hipona, actual Annaba, en Argelia),
la diócesis que ostentó san Agustín, Juan de la Sal hizo honor a su apellido
por el carácter festivo que imprimió a sus escritos.
He de decir que exteriorizó durante toda su
vida esa sal, que refleja su apellido, que le hacía ser un sevillano
chispeante, con gracia y salero, muy distinto de los arzobispos venidos de
allende Despeñaperros, que le tocó auxiliar. El cardenal Niño de Guevara,
toledano, inquisidor general, fue nombrado arzobispo de Sevilla por deseos del
rey Felipe III, que quiso recompensar sus méritos, aunque a él no le sentó nada
bien salir de la corte y, según cuenta el Abad Gordillo, el cardenal Niño de
Guevara se casó con la diócesis de Sevilla «por fuerza y así le sacaron de la
corte por fuerza y manía contra su voluntad, y así la aborrecía y decía que
después de muchos servicios a la Corona de España le habían traído a ser
Sacristán de Sevilla (siendo el que de ella lo es poco menos que el de
Santorcaz) y así nunca tuvo en ella ni un solo día de contento y vivió siempre
triste en su compañía (sin afecto marital) que le duró hasta la muerte, y nunca
le agradó en toda su vida, con que no fue llorado ni sentido su fin». Como
veis, poco sentido del humor y gracia tuvo este primer arzobispo al que sirvió
Juan de la Sal.
Pedro de Castro, burgalés, pequeño de
cuerpo, era por su condición cerrado y secreto y muy ducho en los asuntos de
despacho y pleitos por su experiencia adquirida en las chancillerías de
Valladolid y Granada. Su rigidez en la defensa de los asuntos eclesiásticos le
llevó a pleitos numerosos tanto en Granada como en Sevilla. Según el Abad
Gordillo, «el arzobispo don Pedro de Castro se casó con ella (la diócesis de
Sevilla) por su grande dote, y así no le tuvo más amor que el interés que de ella
sacó, que, según constante opinión, llevó a Granada de los frutos del
Arzobispado de Sevilla más de 450.000 ducados, que como si fueran bienes de libres,
los aplicó a sus herederos extraños que residen en el Monte de Granada, y los
quitó a los hijos legítimos pobres de Sevilla». Ingenuo como era, dos moriscos
le tomaron el pelo en unas excavaciones en el Sacromonte de Granada, en la que aparecieron
unas láminas de plomo y restos humanos, que decían ser los santos martirizados
en tiempos apostólicos. En esas láminas se indicaba el martirio, en tiempos de
Nerón, de san Cecilio, considerado como el primer obispo de Granada, y otros. Aquello,
que se comprobó después ser una falsificación, cautivó al crédulo arzobispo y
en honor de tan «santas reliquias» edificó sobre aquel monte una abadía para
veinte canónigos y un abad y un colegio eclesiástico llamado de San Dionisio
Areopagita. Tan feliz y contento se hallaba con su obra, que Felipe III le
ofreció la mitra de Santiago y no aceptó; le ofreció Sevilla y, aunque la
rechazó en principio por amor y devoción a los mártires del Sacromonte, la
aceptó al fin por las razones que allegados suyos le dieron. Pensó el arzobispo
en ello y se dijo: «Pues nuestro Señor me ha echado un monte a cuestas, y mis
fuerzas en Granada no pueden sustentarle, busquémoslas fuera». Y se resolvió a
pasar a la Iglesia de Sevilla.
Luis Fernández, nacido en Córdoba,
siguiente arzobispo y único andaluz, murió al año de su llegada a Sevilla y el
Abad Gordillo afirma que «no tuvo tiempo de conocer a su esposa», refiriéndose
a la diócesis.
Y Diego de Guzmán, toledano, último arzobispo
al que asistió de auxiliar Juan de la Sal. Aunque fue durante seis años
arzobispo de Sevilla, llegó tarde y más pronto se fue. Señala el Abad Gordillo
que «viniendo a ella presto se hartó, con que todo el tiempo que estuvo en
Sevilla fue con perpetuo dolor que nunca disimuló el que tenía de residir fuera
de Madrid, conque sin ocasión alguna que su Esposa (la diócesis) le diese la
desamparó y se ausentó de ella, y nunca más volvió a verla».
Frente a estos arzobispos de entonces –y
podría añadir «y de ahora»–, negados al humor y al ingenio, el obispo Juan de
la Sal es un tío saleroso, con gracia andaluza, que muestra en las Cartas que
escribió al duque de Medina Sidonia las excentricidades del Padre Méndez, pícaro
clérigo que se hacía el santo con visajes y muecas y misas que duraban horas y
tuvo la endiablada ocurrencia de anunciar a sus beatas la fecha de su muerte,
resultando ser un malísimo profeta.
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