sábado, 29 de marzo de 2014

Divagaciones de un infartado

El lunes, 31 de marzo, cumpliré diez años. Sí, no es guasa. Ese día tuve cuatro clases en el instituto más una misa. Al volver a casa, a eso de la una y media del mediodía, me estalló el corazón en plena calle. Sentí cómo me ardía el pecho. Y aún tuve fuerzas para coger el coche y llegar a casa. Sin darle un beso a mi madre me eché en la cama y pude llamar a urgencias. Cuando me llevaron al hospital, pasé enseguida a quirófano y me pusieron un stent en el corazón. En el hospital ejercían tres médicos, compañeros míos de bachillerato, y ninguno de ellos daba un duro por mi persona. Pero aquí estoy, con un nuevo infarto dos años después, nuevo stent, y algunos arrechuchos más a lo largo de estos años, con la colocación de un DAI o desfibrilador, una estancia de nueve días en el Clinic de Barcelona con una infección grave en la sangre, y algunos incidentes más.
Por eso digo que cumplo diez años de mi nueva vida. El 31 de marzo de 2004 comencé a contar los días de mi existencia renacida, aunque un tanto atropellada.
Aquella noche tenía que predicar el primer día del triduo en honor de María Santísima de la Concepción de la Hermandad del Silencio de Sevilla. Faltó el predicador, como veis, por causa mayor. Pasé esa tarde a la unidad de cuidados intensivos (UCI), donde las horas y los días discurrían con mareante lentitud, casi eternos, con cables pegados a los brazos, y sin poder leer, el peor castigo que me podían dar.
¿Saldría de allí con vida? Eran horas y horas de rezar. Y de pensar.
Me acuerdo, por ejemplo, que me motivó la figura de san Agustín de Hipona. Hasta el punto de haber recogido después materiales y libros para escribir un día aquellos pensamientos. Pero aún no ha llegado el momento, cautivado estos últimos años con Teresa de Jesús y otras figuras de su Carmelo. ¿Pero quién dice que no me quedan aún otros diez años al menos para llevar a cabo este y otros proyectos? Dios dirá.
De san Agustín me interesaba soñar qué hizo en los últimos días de su vida. Porque yo tenía también una parecida sensación. Había leído, un tiempo atrás, cómo san Agustín, ya en su vejez, a sus 76 años, supo que había llegado a su fin. Los vándalos de Genserico, que han pasado por Andalucía como un huracán destructor, han saltado a África y en el año 430 se hallan cercando la ciudad amurallada de Hipona, cuyo obispo es san Agustín. Es el tercer mes de asedio a una ciudad que conocerá muertes, destrucciones, torturas, sacrilegios…
Los últimos diez días de su vida –muere el 28 de agosto de 430– se aisló en su celda y desde su lecho de enfermo podía leer y meditar los salmos penitenciales que había ordenado se los colocaran en la pared. Y que nadie perturbara su retiro salvo la hora de los médicos y la hora de las comidas.
Me veía como san Agustín, en la soledad de la UCI, salvo la llegada de los médicos y la hora de las comidas. Y me puse a divagar qué pensamientos corrían por la mente lúcida de Agustín en sus postreros días. Él que ha escrito numerosísimos libros, por suerte milagrosamente librada su biblioteca y sus propios restos del pillaje de los vándalos. Pero donde sobresalen dos libros: sus Confesiones, una obra fundamental de la literatura espiritual de todos los tiempos, y La Ciudad de Dios, toda una filosofía de la Historia, inspirado san Agustín en esa confluencia del Imperio de Roma reverdecido con la fe cristiana frente a un paganismo infecundo. Un escenario en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la ciudad terrena. La Ciudad de Dios –Jerusalén– que tiene como centro a Cristo, redentor y salvador, frente a la ciudad de los hombres –Babilonia– que tiene por el contrario como centro al demonio, símbolo personificado de la oposición radical a Dios. La caridad y el bien hacia todos frente a la soberbia, el placer y el amor exclusivo hacia sí mismo.
Todo ello es muy bello, pero la realidad es que los bárbaros arrasan el Imperio romano. En el año 410 tuvo lugar el saco de Roma por el godo Alarico. Ahora su querida ciudad de Hipona se halla asediada por los vándalos. Y él se muere. ¿Qué es de sus pensamientos? ¿Podrá Babilonia vencer a Jerusalén? ¿La ciudad terrena imponerse con su soberbia a la humildad de la Ciudad de Dios?
¿Qué pensaba Agustín en esos últimos días de su vida? Nadie ha recogido sus pensamientos. Ni siquiera el obispo Posidio, contemporáneo, autor de una breve vida de san Agustín.  Posidio solo dice que en ese tiempo no cesaba de rezar.
Y eso es lo que hacía yo. Rezar, pensar… porque la vida de cada hombre es bien corta, bastante diminuta. Un suspiro en el fluir de los tiempos. Agustín no podía saber que se hallaba en una encrucijada de la historia. Lo que los historiadores del siglo XVII calificaron como el paso de la Edad Antigua a la Edad Media. Y yo quería pensar que tal vez me hallase también en otra encrucijada. El paso de la modernidad a la postmodernidad. Nunca se da el hecho súbito de que nos dormimos en una era y amanecemos en otra. El proceso es lento y durante un largo trecho caminan al mismo trote, a caballo una época sobre otra. Es decir, que según predicen y analizan los sociólogos y filósofos del momento, estando aún en la modernidad viajamos ya en la postmodernidad.
Así divagaba en la UCI con el deseo de intuir cómo sería esa postmodernidad, ese cambio de era. Y cuál sería en ella el papel de la Iglesia, es decir, la Ciudad de Dios, frente al papel de este mundo, es decir, la ciudad de los hombres.
Hoy vislumbro que el papa Francisco puede ser para la Iglesia en este tiempo de tránsito de la historia lo que san Agustín fue en el suyo.

martes, 25 de marzo de 2014

El último inquilino

Acabo de ver por televisión el último adiós a Adolfo Suárez, primer presidente de la democracia, el último inquilino enterrado en la catedral de Ávila. Junto con mi homenaje y respeto a su figura, quisiera contaros que descansará hasta la resurrección de la carne en una ciudad, notoria por sus murallas que le dan un tinte medieval y por haber alumbrado a la mística Teresa de Jesús. Toda Ávila, también su catedral, está impregnada de recuerdos de la santa andariega. En este templo catedralicio se confesó con el austero san Pedro de Alcántara, patrono de Extremadura. Aquí se venera la imagen de Nuestra Señora de la Caridad, que se hallaba en lo antiguo hasta el diecinueve en la ermita de San Lázaro, junto al río Adaja. A sus pies se postró santa Teresa con casi catorce años cuando murió su madre doña Beatriz. Lo cuenta la santa en el libro de su Vida: «Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquela fuese mi madre con muchas lágrimas». En este santo templo se entrevistó con la joven hidalga de Cardeñosa, Isabel Ortega, y la conquistó para la Reforma. Fue una de las hijas predilectas de santa Teresa que se llamó en religión Isabel de Santo Domingo.
Miguel de Unamuno cuenta en Andanzas y visiones españolas que «viendo Ávila se comprende cómo y dónde se le ocurrió a santa Teresa su imagen del castillo interior y de las moradas y del diamante. Porque Ávila es un diamante de piedra berroqueña dorada por soles de siglos y por siglos de soles... Ávila de los Caballeros, Ávila de santa Teresa de Jesús... Ciudad, como el alma castellana, dérmato-esquelética, crustácea, con la osamenta —coraza— por de fuera, y dentro de carne, ósea también a veces. Es el Castillo Interior de las Moradas de Teresa, donde no cabe crecer sino hacia el cielo. Y el cielo se abre sobre ella como la palma de la mano del Señor».
Pero si el aura de santa Teresa rocía con su aroma toda Ávila, los que moran en la catedral son muy otros. Y de ellos os quiero hablar.
Ávila surge al mundo moderno tras la conquista de Toledo en 1085, repoblada por Raimundo de Borgoña y asentada de caballeros cristianos. La catedral, iniciada en el siglo XII y rematada en el XVI, es de estilo románico tardío y ojival. Empotrada en los cubos de la muralla, ofrece al exterior la imagen ambigua de templo y fortaleza. El interior está formado por tres naves cubiertas con bóvedas góticas, un crucero y girola doble alrededor de la capilla mayor. Fue consagrada en 1211 y está dedicada al Salvador.
En la capilla de San Segundo, en rica urna de plata, se veneran desde comienzos del siglo XVII las cenizas de un santo que una tradición bien reciente, no anterior al siglo XVI, pretende remontar su existencia a los inicios del cristianismo, identificándolo con uno de los Varones Apostólicos. Pero para mí tengo que debe tratarse de un obispo medieval.
Más conocido es el Tostado y su célebre alocución «escribir más que el Tostado». Se trata de don Alonso de Madrigal, alias el Tostado, prodigiosa mente del siglo XV encerrada en enorme cabeza sostenida en cuello corto y grueso y cuerpo pequeño. Que asistió el Tostado al concilio de Siena y en una intervención le dijo el presidente en latín:
Surge (levántate).
Y él contestó:
Non sum plus (no soy más).
Tiene en el trasaltar mayor, en el centro de la girola, el sepulcro más monumental de la catedral, todo de alabastro, obra cumbre de Vasco de la Zarza. Alonso de Madrigal aparece sentado en ademán de escribir, revestido de hábitos pontificales y mitra, como obispo de Ávila, que lo fue en sus últimos días. Un epitafio refiere este lema: Hic stupor est mundi, qui scibile discutit omne (He aquí el estupor del mundo, que abarca todo el saber). Y una tabla junto al sepulcro, dedicado por Suero del Águila, dice: Aquí yace sepultado / quien virgen vivió y murió, / en ciencias más extremado, / el nuestro obispo Tostado, / que nuestra nación honró. / Es muy cierto que escribió / por cada día tres pliegos / de los días que vivió. / Su doctrina así alumbró / que hace ver a los ciegos.
Y yace también aquí don Claudio Sánchez Albornoz, católico, republicano y liberal, ilustre exiliado tras la guerra civil que duerme bajo losa en el suelo del claustro donde simplemente se lee detrás de su nombre la fecha de su nacimiento, 7 de abril de 1893, y de su muerte, 8 de julio de 1984, con esta sentencia de san Pablo: Ubi autem spiritus Domini, ibi libertas (2 Cor 3, 17), donde sopla el espíritu del Señor, allí está la libertad. Fecundo intelectual, escribió obras tan importantes como La España Musulmana (1947) o España, un enigma histórico (1957). Y es célebre su polémica intelectual con Américo Castro sobre la cualidad de «lo español» antes o después de la invasión musulmana.
Otros muchos sepulcros de obispos y nobles abulenses menudean por esta vieja catedral, tanto en la girola como en el crucero o a los pies del altar mayor. Con ellos, en buena tertulia, aguardará don Adolfo Suárez, y su esposa, las trompetas de Jericó.

sábado, 22 de marzo de 2014

Américo Vespucio, un tipo con suerte

El 22 de marzo de 1508 –hace de ello 506 años–, Américo Vespucio fue nombrado Piloto mayor de la Casa de Contratación de Sevilla con un salario de cincuenta mil maravedíes al año, incrementado por otra real cédula del mismo día con veinticinco mil maravedíes más, para ayuda de costa. La Corte, como se ve, puso su confianza en este florentino, naturalizado castellano, maestro cosmógrafo y hábil en el cuadrante y el astrolabio, para que instruyera a los pilotos que navegasen a Indias y confeccionase nuevos atlas y mapas de todas las «tierras e islas de las Indias» pertenecientes a la Corona de España.


En este importante cargo estuvo hasta su muerte, acaecida en Sevilla el 22 de febrero de 1512. La estima que la Corte tuvo por Américo pasó a su viuda, una sevillana con la que se casó ya cincuentón, al parecer mujer del pueblo, no de alta alcurnia, llamada María Cerezo, que disfrutó mientras vivió –murió en diciembre de 1524– de una pensión de diez mil maravedíes.
Américo Vespucio ha sido un tipo con suerte. Este florentino, venido de joven a Sevilla como agente de la casa comercial de los Médicis, gozó –bien es verdad que sin pretenderlo– de uno de los éxitos publicitarios más sonoros de la Historia. Navegante, cosmógrafo, escribió, pero no mucho.
Con unas pocas páginas, escritas con evidente fortuna, donde cuenta las aventuras descubridoras de las expediciones en que tomó parte, se granjeó la gloria de dar su nombre a la «quarta pars» del globo, las Indias descubiertas por Colón, el continente americano. Descubridor sin ser capitán, siempre subalterno, no nombrado siquiera en los relatos de los cronistas, también él, cuando escribe sus navegaciones, sume en el silencio a sus compañeros de aventuras.
Y es así cómo le vino la gloria que ni él ni nadie en aquellos momentos podían prever.
En 1504, estando en Lisboa, en carta dirigida a Lorenzo de Pier Francesco de Medici, describe su tercer viaje, tenido en 1501-02 al servicio de Portugal, y apunta el hallazgo de un mundo nuevo. Ese fue su mérito. La percepción de que aquellas tierras que Colón consideró como islas asiáticas próximas a Catay y a la India, formaban en realidad parte de un mundo nuevo, un cuarto continente independiente de Europa, África y Asia.
En 1507, los canónigos humanistas del antiguo monasterio de Saint-Dié, en el corazón de la Lorena, a los que llegó esta carta, traducida al latín, fueron los primeros en bautizar aquellas tierras con el nombre de América. Saint-Dié se hallaba por aquel entonces bajo la protección del duque de Lorena, René II, latinista, mecenas de estos canónigos que formaban una pequeña academia denominada Gimnasio o Gymnasium Vosgense.
En la casa-imprenta de Nicolás Lud, en el pueblecito de Saint-Dié, se colocó en 1911 una lápida con esta inscripción: «Aquí, bajo el reinado de René II, fue impresa el 25 de abril de 1507 la Cosmographiae Introductio, donde se dio el nombre de AMÉRICA al Nuevo Mundo. Fue impresa y publicada por los miembros del Gymnase Vosgien Vautrin Lud, Nicolás Lud, Jean Basin, Mathias Ringmann y Martin Waldseemüller». Desgraciadamente, esta casa no existe hoy. Ocupado Saint-Dié por los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, fue destruida por los nazis.
En la introducción de esa obra, en la que aparecía la carta de Vespucio, se decía:
–Mas ahora que esas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Americu Vesputiu, no veo razón para que no llamemos América, es decir, la tierra de Americus, por Americus su descubridor, hombre de sagaz ingenio, así como Europa y Asia recibieron ya sus nombres de mujeres».
Y en otra parte de la obra se dice:
–Esta cuarta parte del mundo, por cuanto la descubrió Americus, sea permitido llamarla Amerige, o digamos, tierra de Americi, es decir, AMÉRICA.
Este libro circuló por Europa, creó su efecto y desapareció posteriormente de la circulación. Tres siglos y medio después, fue encontrado en París por Alejandro Humboldt, cuando preparaba su Géographie du Nouveau Continent. Pero la palabra América se consolidó definitivamente –aunque en España se siguiese denominando Indias Occidentales hasta el siglo XVIII– con el cartógrafo y geógrafo Mercator cuando en 1541 separó en un mapa impreso América de Asia.
Fray Bartolomé de Las Casas, que no conoció los entresijos de la concepción del nombre de América, tachó a Vespucio de envidioso y le acusó de usurpar la gloria del descubrimiento a Colón. Y tras Las Casas, muchos historiadores españoles y también portugueses e ingleses. Pero bien es cierto que fue un bautismo casual, fruto de la imaginación de los canónigos franceses de Saint-Dié, a los que Vespucio no llegó a conocer.
Levillier, en su obra América, la bien llamada, afirma: «El bautismo improvisado no estuvo en manos del navegante ni la justicia en las del cartógrafo». Se impuso América por la seducción de «ese nombre de mujer corto, atrayente, musical, exento desde su origen de toda aleación impura».

martes, 18 de marzo de 2014

San José, el carpintero

Con san José se rememora una figura que se ha ido agigantando en la Iglesia al correr de los siglos. En su día, 19 de marzo, la Iglesia celebra a su propio patrono, ya que san José es el patrono de la Iglesia universal. Y lo celebran todos aquellos –¡y son tantos!– que llevan el nombre del santo patriarca.
La discreción con que los Evangelios canónicos tratan la figura del patriarca es mayor incluso que con respecto a la Virgen María. Mateo y Lucas concuerdan en presentarlo como descendiente de la tribu de David, pero difieren en la genealogía, atribuyéndole antepasados diferentes. El ángel se le apareció en sueños para anunciarle que María había concebido por obra del Espíritu Santo y que no la debía repudiar. Después recibió orden de partir hacia Egipto con el Niño y su madre a fin de salvar a Jesús de la cólera de Herodes. Y aparece una última vez, en Jerusalén, cuando el Niño, a los doce años, queda en el templo sin saberlo sus padres. Después, el silencio, a no ser una alusión, en la vida pública de Jesús, cuando vuelve a su aldea y la gente se pregunta: «¿De dónde le vienen su sabiduría y sus milagros? ¿No es el hijo de José, el carpintero?». Lo cual no significa que ya viviera. Probablemente, para ese momento, José ya hubiera muerto.
Si los evangelios canónicos hablan tan poco de él, hasta el punto de que es el personaje más silencioso —ni una sola palabra salida de sus labios aparecen en los evangelios—, no ocurre lo mismo con los evangelios apócrifos. Desbordan en fantasías y pintan un san José envejecido, ya viudo y con varios hijos; entre los pretendientes a la mano de María, José es el agraciado ya que a él sólo le ha florecido su vara. De ahí el representarlo iconográficamente con una vara florida.
José era un carpintero que hacía arados, yugos y otras herramientas para el cultivo del campo. A la edad de cuarenta años casó con una tal Meleha (o Esca), de la que tuvo cuatro hijos. Estando viudo y habiendo cumplido ya los ochenta y nueve años, le llegó el bando del sumo sacerdote que convocaba a Jerusalén a todos los viudos de Judea para escoger al esposo de María, virgen de doce años consagrada al templo. La elección recayó en José, porque entre todos los pretendientes tan sólo su cayado floreció. Y así, ya bastante anciano, vino a ser esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
San Jerónimo arremetió contra todas estas fábulas y afirmó taxativamente que José permaneció virgen. Y lo mismo defendieron san Agustín y san Juan Damasceno.
Pero es a partir de la Edad Media cuando la figura del Patriarca adquiere popularidad y devoción entre los fieles. Su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo IX en Oriente y, a partir de las cruzadas, en Occidente. El primero que lo exalta es san Bernardo, y le siguen san Vicente Ferrer en España y san Bernardino de Siena en Italia. En 1416, en el concilio de Constanza, se pide una fiesta particular en el calendario litúrgico en honor del esposo de la Virgen María, para, por su intercesión, conseguir el fin del gran cisma de Occidente, que padecía la Iglesia.
Pero será el papa franciscano Sixto IV (1471-1484) quien instituya la fiesta de san José en 1481 y, en 1621, Gregorio XV la declare obligatoria para toda la Iglesia. En el siglo XVI son los carmelitas y en especial santa Teresa de Jesús quienes propagan la devoción al santo Patriarca. Decía santa Teresa en su Libro de la Vida: «No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer... Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios; no he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan».
En el siglo XVII, Benedicto XIII inscribió a san José en las letanías de los santos. En el XIX fue instituida la fiesta del patronazgo de san José y en 1847 Pío IX lo extendió a toda la Iglesia. El 8 de diciembre de 1870, el Patriarca fue proclamado patrono de la Iglesia universal y la fiesta del 19 de marzo fue elevada al rango de fiesta de primera clase. En el siglo XX, san Pío X aprobó las letanías de san José, Benedicto XV concedió un prefacio a sus fiestas, Pío XII instituyó la fiesta de san José Obrero, y Juan XXIII, en 1961, añadió su nombre al canon romano de la misa.
Se ve así cómo el nombre de san José es amado y honrado cada vez más en la Iglesia. Numerosos santos le han invocado con fe confiada. Ya hemos señalado el caso de santa Teresa, que ponía los conventos de su reforma carmelitana bajo el patrocinio del patriarca. La beata Juana Jugan, fundadora de las Hermanitas de los Pobres, popularizó la confianza que hay que tener en san José como intercesor seguro en las necesidades de los más humildes. Un día, en el asilo de la Trinidad, en Angers, no había mantequilla para los ancianos.
—¿Cómo? —preguntó Juana Jugan—. ¿No hay mantequilla y no se la habéis pedido a san José?
Tomó una tarrina de mantequilla vacía, la colocó a los pies de una estatua de san José con esta misiva: «San José bendito, envíanos mantequilla para nuestros buenos ancianos». Y, a los pocos días, no se sabe cómo ni de dónde, llegó un buen cargamento de tarrinas de mantequilla para los ancianos del asilo de la Trinidad de Angers. 

sábado, 15 de marzo de 2014

El gato

Mi amigo Antonio Burgos confiesa que tiene tres gatos que son romanos de la Bética y verderones los tres. Otro buen amigo, ya fallecido, me sintetizaba la cultura multirracial de Andalucía, tierra por donde han pasado desde siglos inmemoriales pueblos diversos. Pero sin mezcla alguna. Por la calle Sierpes, me decía, te puedes encontrar al romano puro, al cartaginés puro, al moro puro… Y lo mismo se ha de decir de los animales domésticos. Antonio Burgos dice que sus gatos son romanos. Y además, verderones. Es decir, del Real Betis Balompié, que nos ha brindado una alegría después de muchas penalidades, venciendo al rival de enfrente en la competición europea. Antonio Burgos sabe bastante de gatos, que por algo ha escrito dos libros exitosos sobre estos felinos: “Gatos sin Fronteras” y “Alegatos de los Gatos”. Pero como él mismo dice, quien de verdad sabe de los gatos son los gatos.
Tengo para mí, que nunca he tenido un gato, que son animales de compañía afectuosos, pero que guardan las distancias. No así el perro, que es zalamero y faldero.
San Felipe Neri, apóstol de la ciudad de Roma, tenía un gato, el “gato” por antonomasia, como san Juan Bosco tenía su perro, llamado “Grigio”.  No podremos comprender al buen santo Neri –todo simpatía y buen humor, uno de los más simpáticos santos de la corte celestial– sin ese eficaz colaborador en la tarea de mortificar el orgullo de sus seguidores. Es cierto que el Santo Cura de Ars tenía también su gato, pero no era como el de Felipe Neri, que se las sabía todas como su amo. Con él colaboraba en la ardua tarea de enseñar un poquito de humildad en las penitentes del santo. Todo un anciano, a Felipe Neri no le importaba jugar a la pelota con la chiquillería. La alegría le estallaba en su piel blanca y delicada. Pero cuando venían a consultarle cardenales y demás gente de la élite de Roma, los recibía sencillamente con su gato enroscado en su regazo. Cuando murió, se vio que tenía dos costillas vencidas por el ardor de su corazón. Ya lo dijo él: «Cuando un hombre ama realmente a Dios llega al fin a tal estado que se ve obligado a rogar: Señor, dejadme dormir un poco».
Juan Pablo II también tenía su gato. Cuando era cardenal Wojtyla, escribió allá por 1962, en su libro “Amor y Responsabilidad”, lo siguiente:
–En particular, cuando se trata de su actitud hacia los animales, estos seres dotados de sensibilidad y capaces de sufrir, se exige del hombre que no les haga daño ni les torture físicamente cuando los toma a su servicio.
Hay una anécdota curiosa de la sensibilidad de Karol Wojtyla acerca de su amor a los animales. Se disponía a salir de Cracovia para acudir al cónclave en el que sería elegido papa, para suceder a Juan Pablo I. Su automóvil se hallaba en la puerta para conducirlo al aeropuerto, cuando le vino una señora anciana, desesperada porque sus vecinos le habían robado el gato. Pedía implorante al cardenal intercediera para que le devolvieran el compañero de sus viejos días. Karol Wojtyla tenía poco tiempo. El avión no espera. Pero, en un arranque caritativo, montó a la anciana en su coche, pidió al conductor se dirigiera al barrio donde ella vivía y convenció a los vecinos para que devolvieran el gato a su legítima dueña. Después corrió al aeropuerto y llegó a tiempo de tomar el avión. Fue su última acción pastoral en su diócesis de Cracovia. Pocos días después, subía al trono de San Pedro con el nombre de Juan Pablo II.
Ya en Roma, hizo venir a su gato –no el de la vieja– que él tenía en el palacio arzobispal de Cracovia. Es evidente el amor de este papa por los animales. A todas las sociedades protectoras de animales que se acercaban por Roma las animaba en su labor humanitaria. En noviembre de 1979, declaró al alemán Paul Kruse que «la protección animal es una ética cristiana». Y para confirmar su amor a los animales, en el inicio de su pontificado proclamó a san Francisco de Asís (29 noviembre 1979) patrono celestial de los ecologistas.
Dirá Juan Pablo II:
–San Francisco de Asís, al que he proclamado Patrono celestial de los ecologistas, ofrece a los cristianos el ejemplo de un respeto auténtico y pleno por la integridad de la creación. Amigo de los pobres, amado por las criaturas de Dios, invitó a todos –animales, plantas, fuerzas naturales, incluso al hermano Sol y a la hermana Luna– a honrar y alabar al Señor. El pobre de Asís nos da testimonio de que estando en paz con Dios podemos dedicarnos mejor a construir la paz con toda la creación, la cual es inseparable de la paz entre los pueblos.
Tiene razón el papa. Francisco fue un gran amigo de las criaturas. Interpretó como nadie el espíritu evangélico de reconciliación del hombre con todo lo creado, no sólo lo animado, también lo inanimado. El agua, la tierra, las estrellas... aparecen santificadas y convertidas en «hermanas» del hombre que trata de santificarse a través y junto a ellas.
Aunque Francisco tenía también sus preferencias... La alondra copetuda era su preferida. Con su color gris penitencial, su cresta encapuchada y su bello canto de trovador de Dios, era el vivo reflejo de los hermanos franciscanos. Pero también gustaba de la «hermana paloma», semejante a las Damas Pobres de la Segunda Orden, guiadas por Santa Clara, y del «hermano halcón», que lo despertaba delicadamente cada mañana...
Se cuenta que el día de su muerte una bandada de alondras revoloteó sobre el tejado de la casa donde el santo yacía y le ofreció el más bello recital de despedida.
Recuerdo aquella frase de san Francisco de Sales: “Quien se muestra benigno con los animales es de esperar que no lo sea en menor grado con los hombres”. No recuerdo quién ha dicho que el más cruel de todos los animales de la creación es precisamente aquél que se denomina racional, el hombre. 

jueves, 13 de marzo de 2014

¿Pero quién es el Papa?

Hoy se cumple un año de la elección del papa Francisco y los medios de comunicación están dando cuenta de ello con todo detalle. Por tanto, lo que yo diga no tendría mayor relevancia. Ya hablé del papa Francisco hace cosa de un mes en un “sermón” que titulé “A un año del papa Francisco”. Se cumplía entonces un año de la renuncia al papado de Benedicto XVI. Bueno será ahora salirme de la corriente y si hace un mes me referí al papa que emergía, o sea, Francisco, ahora, me gustaría decir alguna cosa del papa que se ha eclipsado, o sea, Benedicto XVI.
Andrea Tornielli, periodista vaticanista del que tengo un libro suyo sobre Pío XII que manejo en estos momentos para un futuro trabajo, escribió el 16 de febrero una carta a Benedicto XVI planteándole tres preguntas de actualidad. Respondían sus preguntas a una inquietud surgida en la prensa italiana e internacional que, con ocasión del primer aniversario de su renuncia al papado, ponía en duda la validez canónica de su gesto. Por ejemplo, señala Tornielli, dos artículos  de Antonio Socci, periodista y escritor muy conocido en Italia, quien el 12 de febrero escribió en el diario “Libero”: “El problema de la validez canónica de su dimisión es enorme”. Y días después, en el mismo diario, se preguntaba: “¿Pero quién es el Papa?”
Tornielli escribió a Benedicto XVI planteándole tres preguntas. La primera, sobre las dudas levantadas sobre la validez de su renuncia. La segunda, menos importante, creo yo, de por qué mantiene la sotana blanca y el nombre papal. Y la tercera, si la carta enviada por él a Hans Küng y de la que el teólogo suizo ha reproducido una de sus frases es literal o no. Se refiere a su relación con el papa Francisco. En esa frase, Benedicto XVI confiesa a Hans Küng que su relación con su sucesor es total. Decía la frase:
–Estoy agradecido de poder tener una gran identidad de miras y una amistad de corazón con el papa Francisco. Hoy veo como mi única y última tarea sostener su Pontificado en la oración.
Benedicto XVI no tardó en responder a Tornielli. En el membrete de la carta, confiesa el periodista italiano, no aparece el escudo papal que ostentó en su pontificado ni ningún otro blasón. Reproduzco su carta:

Ciudad del Vaticano
18-2-2014
Estimado Señor Tornielli:
Gracias por su carta del 16 de febrero. A sus preguntas respondo así:
1.          No existe la mínima duda sobre la validez de mi renuncia al ministerio petrino. La única condición de la validez es la plena libertad de la decisión. Especulaciones acerca de la invalidez de la renuncia son simplemente absurdas.
2.         El mantenimiento del hábito blanco y del nombre Benedicto es una cosa simplemente práctica. En el momento de la renuncia no había a disposición otros hábitos. Por otra parte, llevo la sotana blanca en modo claramente distinto de la del Papa. También aquí se trata de especulaciones sin el mínimo fundamento.
3.         El profesor Küng ha citado literal y correctamente las palabras de mi carta dirigida a él.
Espero haber respondido de modo claro y suficiente a sus preguntas.
Suyo en el Señor
Benedicto XVI

No solo no es habitual en la Iglesia, es un caso único en la historia, que dos papas (la expresión no es correcta, pero se entiende) convivan bajo un mismo suelo, en el pequeño espacio de los 0,44 kilómetros cuadrados de la Ciudad del Vaticano. Digo que la expresión no es correcta porque en estos momentos solo hay un papa ejerciente y otro emérito. No se puede hablar de una diarquía, es decir, del ejercicio de un papa número uno y de un papa número dos. En la época medieval se dio el caso de un papa en Roma y otro en Avignón. La historia se ha encargado de dilucidar quién era el verdadero y quién era el antipapa. Por ejemplo, el papa Luna, Benedicto XIII, tozudo aragonés, que se retiró a Peñíscola en su vejez. Una figura apasionante.
No es el caso actual. El papa Francisco mantiene una fluida relación con su antecesor y quiere que tome más protagonismo en la Iglesia. “No es una estatua en un museo”, ha declarado el papa Francisco en una entrevista reciente al “Corriere della Sera”.
Como ya dije hace un mes, no hay contraposición entre ambos ni cortocircuito, sino relevo en la Sede romana sin solución de continuidad. Benedicto es un teólogo, Francisco es un pastor que huele, como él dice gráficamente, a ovejas. El uno es europeo; el otro viene de allende los mares, de la lejana Argentina. El uno es teutónico, cabeza pensante; el otro es latino, espontáneo y campechano. Pero esto va con el carácter de cada quien. Y con ello se enriquece también la Iglesia.

lunes, 10 de marzo de 2014

Con permiso, monseñor

Sucedió en un pueblo de la serranía de Sevilla en los años posteriores a la guerra civil. Llegaron a un bar dos hombres de Hacienda y le dijeron al dueño, que poseía además sus tierras:
–Mire usted, con esto de la guerra, hace años que usted no cumple con sus obligaciones fiscales. Como trato de favor, lo dejaremos en tal cantidad la que tendrá que abonar para ponerse al día…
Y aquel hombre, desencajado, puso sus manos sobre el mostrador del bar y así, en jarras, les espetó:
–¿Saben ustedes lo que les digo? ¡Que me c… en la madre del cardenal Segura!
Los de Hacienda, con cara de asombro, le preguntaron:
–¡Pero qué tiene que ver la madre del cardenal Segura en todo esto!
Y les contestó:
–Porque de todos los que mandan, es del primero que me he acordado.
Lo siguiente ha sucedido más recientemente. En cierta residencia de ancianos, el párroco iba a llevar la comunión a los asilados, después de ofrecerles una pequeña plática sobre el Evangelio del domingo. Ese día envió a su diácono permanente, esos diáconos casados que permanecen en este primer estadio del sacramento del Orden sin poder aspirar al sacerdocio. Como su párroco, él también quiso ofrecerles el sermón dominical. Ese día el Evangelio se refería a la parábola del Fariseo y el Publicano.
–Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro un publicano. El fariseo, de pie, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Y comenzó su plática el bueno del diácono con un lenguaje paternalista hacia aquellos ancianos.
–Los publicanos eran recaudadores de impuestos y eran considerados en Palestina como unos hombres muy malos, muy malos…
Y seguía su perorata repitiendo con énfasis:
–Los publicanos eran muy malos...
Un viejete, no muy cuerdo de oído, no pudo resistirse, y le interrumpió la plática diciendo:
–Oiga usted, que yo también soy republicano y los republicanos que conocí en la guerra eran todos buena gente. El único malo era el arzobispo de Zaragoza…
A saber quién era entonces el arzobispo de Zaragoza y qué de malo pudo haber hecho para hacer saltar a este viejete, que en sus oídos cansados solo percibía que los “republicanos” eran muy malos.
La tercera anécdota es actual. El arzobispo de Tánger, Santiago Agrelo, franciscano, ha sostenido en una visita a Valencia una entrevista donde dice muchas cosas interesantes, como por ejemplo que haya fronteras impermeables para los pacíficos de la tierra y no las haya para el dinero de la corrupción, para el turismo sexual, para la trata de personas, para el comercio de armas. Pero también ha dicho una frase que ha dado el titular periodístico. Sencillamente ha dicho que “Dios es de izquierdas”. Los comentarios de los lectores se han ceñido a esa frase y le han dicho de todo, aunque por lo que he leído no han llegado a acordarse de su querida madre, como sucedió con el cardenal Segura, pero tal vez porque en estos tiempos que corren los obispos ya no mandan gran cosa, aunque ello no obsta para que puedan seguir diciendo tonterías a la hora de la siesta del Espíritu Santo. Porque la frase completa decía así y lo dejo a la consideración de mis lectores:
–Nos hace mucho daño que se asocie a la Iglesia con el PP. Dios es de izquierdas.

sábado, 8 de marzo de 2014

Con los dedos de la mano

Se ha publicado un folleto titulado «La oración con los dedos de la mano», que el papa Francisco escribió hace unos quince años. Una oración sencilla en la que cada dedo de la mano le inspira el recuerdo de las personas por las que se debe rezar: los seres queridos, los que enseñan, los que ejercen la autoridad, los débiles y los que sufren, y las necesidades propias.
1.     El pulgar es el más cercano a ti. Así que empieza orando por quienes están más cerca de ti. Son las personas más fáciles de recordar. Orar por nuestros seres queridos es «una dulce obligación».
2.     El siguiente dedo es el índice. Ora por quienes enseñan, instruyen y sanan. Esto incluye a los maestros, profesores, médicos y sacerdotes. Ellos necesitan apoyo y sabiduría para indicar la dirección correcta a los demás. Tenlos siempre presentes en tus oraciones.
3.     El siguiente dedo es el más alto. Nos recuerda a nuestros líderes. Ora por el presidente, los congresistas, los empresarios, y los gerentes. Estas personas dirigen los destinos de nuestra patria y guían a la opinión pública. Necesitan la guía de Dios.
4.     El cuarto dedo es nuestro dedo anular. Aunque a muchos les sorprenda, es nuestro dedo más débil, como te lo puede decir cualquier profesor de piano. Debe recordarnos orar por los más débiles, con muchos problemas o postrados por las enfermedades. Necesitan tus oraciones de día y de noche. Nunca será demasiado lo que ores por ellos. También debe invitarnos a orar por los matrimonios.
5.     Y por último está nuestro dedo meñique, el más pequeño de todos los dedos, que es como debemos vernos ante Dios y los demás. Como dice la Biblia, «los últimos serán los primeros». Tu meñique debe recordarte orar por ti. Cuando ya hayas orado por los otros cuatro grupos verás tus propias necesidades en la perspectiva correcta, y podrás orar mejor por las tuyas.
Esto de rezar con los dedos, me recuerda un pasaje ocurrido en el Carmelo de Beas de Segura, fundado por santa Teresa de Jesús en 1575. La Santa está a punto de fallecer en Alba de Tormes y el provincial Jerónimo Gracián, lejos de la Madre, está en Andalucía. Llegará a Beas al día siguiente de la muerte de Teresa, acaecida el 4 de octubre de 1582.
–Por venir a aplacar este fuego de Beas –se lamenta–, no me hallé a la muerte de la santa Madre.
Jerónimo Gracián está en Beas para apagar «un fuego» que podía haber alertado a la inquisición; viene a resolver «un enredo del demonio tan terrible, con tanta inquietud y desasosiego de las monjas, que fue necesario acudir allá más que de paso para deshacer esta maraña...»
Había pasado por este convento un carmelita descalzo piadoso que había aficionado a las monjas a entretenerse en un juego devoto durante la recreación. Consistía en decir con los dedos: «Creo en Dios, espero en Dios, amo a Dios, temo a Dios, glorifico a Dios…»
Una monja escrupulosa se quejó al vicario provincial, que lo era Diego de la Trinidad, fallecido en Sevilla de peste en el mes de mayo, de sentirse atada en conciencia con este ejercicio. Y el vicario ordenó la suspensión de un juego tan poco recreativo en tiempos de recreación. Confesaron algunas monjas con sacerdotes de la villa de Beas y se acusaron de hacer actos de amor de Dios prohibidos por el vicario. Una de ellas, muy escrupulosa, confesó:
–Padre, he pecado mortalmente contra la obediencia porque he dicho «creo en Dios, amo a Dios…»
El confesor asombrado le preguntó:
–¿Por qué?
–Porque el prelado me ha mandado que no diga eso.
Trascendió al pueblo escandalizado y hubo clérigos sorprendidos de que los descalzos ordenaban a sus monjas no creer ni amar a Dios. Y gritaron:
–Estamos ante un caso de inquisición.
Y a Beas de Segura hubo de acudir Jerónimo Gracián para deshacer el entuerto y sosegar el ambiente.
No creo que cosa similar ocurra con estas devotas súplicas con los dedos de la mano propuestas por el papa Francisco.

miércoles, 5 de marzo de 2014

La Giganta de Sevilla

Ver las olas embravecidas sobre las costas del norte de España y los destrozos que están haciendo, puede sugerir a más de uno que se está produciendo el cambio climático. Incluso ha aparecido recientemente un palabro nuevo, ciclogénesis, que querrá decir algo así como el nacimiento de un nuevo ciclo.
Lo que cuento a continuación no ha ocurrido este invierno. Sucedió tal día como hoy, 5 de marzo de 1592, hace 422 años. Y quizás interese solamente a mis lectores sevillanos.
En las Memorias Sevillanas, manuscrito de la Biblioteca Colombina, se lee en su tomo II: «En cinco de marzo de 1592, un furioso huracán torció el cerrojo de la puerta del Perdón, conocida por el nombre de la grande, y torció también el perno de la Giralda, que es grueso como la pierna de un hombre. Aquella se sacó el diez y ocho de setiembre, y se puso sobre el andamio: sacose la barra y se bajó al segundo patio del Colegio de San Miguel, y allí la aderezó Joan Barba herrero de la Fábrica, y se volvió a poner veinte y cinco del mismo mes y año».
Al decir puerta del Perdón se refiere a la puerta principal que da a la Avenida de la Constitución, a los pies de la catedral. La estatua remate de la Giralda, que representa la «Victoria de la fe», colocada el 14 de agosto de 1568, sufrió un par de percances anteriores a éste de 1592. El 12 de octubre de 1583, otro huracán arrancó a la estatua la palma y parte de la mano que la sujeta, arrojándola lejos. Hubo de colocarse un andamio casi suspendido en aquellas alturas donde se hizo la fragua para su aderezo y para reparar la figura. La faena culminó el 24 de mayo de 1585. Cinco años después, consigna Zúñiga en sus Anales, otra borrasca «horrible y espantosa», ocurrida el día de san Francisco de Asís, 4 de octubre de 1590, que tiene todos los visos de parecerse o confundirse, si las fechas no fueran claras, con la ocurrida en 1592. Cuenta cómo «entre muchos daños que fueron efectos suyos, fue uno particular torcerse el perno o espiga sobre que se mueve la figura de la Fe, que sobre la torre de la Santa Iglesia se llama comúnmente Giralda, por el continuo girar a mostrar los vientos a que principalmente está dispuesta. Pero la industria de los artífices consiguió sobre andamios encender en aquella altura fraguas, con que lograron reducirla a su perfecta nivelación».
Hace cosa de un mes hubo un fuerte huracán sobre Sevilla, con vientos terribles. Tal vez la caída de una piedra y las reparaciones que ahora se llevan a cabo sobre lo alto de la Giralda tengan algo que ver con ese huracán.
Pero la Giralda sigue en pie.
El Viernes Santo, 5 de abril de 1504, una tempestad huracanada seguida de un fuerte terremoto zarandeó Sevilla. Todos los analistas describieron este aciago día con tintes espantables y fantasías populares. Surgió en años posteriores la leyenda de que la Giralda, sostenida y abrazada por las santas Justa y Rufina, patronas de Sevilla, se salvó de caer desplomada. De ahí, se dice, el representar iconográficamente a las santas con la torre en medio. Pero el bibliotecario de la Colombina, Diego Alejandro Gálvez, se encargó en su tiempo de resolver la falsedad de esta curiosa tradición sevillana en su Disertación sobre si se pueda sostener de que Santa Justa y Rufina defendieron la torre de la Santa Iglesia de Sevilla para que no cayese en el gran terremoto de 5 de Abril de 1504, discurso leído el 21 de mayo de 1721 en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla.
Diego Alejandro Gálvez se ratifica en la falsedad de esta leyenda. Las actas capitulares de aquellos días, que hablan de procesiones y rogativas, nada dicen de un suceso tan singular. Además, la representación iconográfica de las santas patronas con la Giralda en medio ya se conocía en la catedral de Sevilla con anterioridad.
El analista Zúñiga trata de salvar la leyenda aplicándola al terremoto de 1396. Cuenta cómo las santas Justa y Rufina son titulares de la Iglesia de Sevilla y «especiales abogadas del templo Catedral y de su torre: causa por que las pintan con ella entre las dos imágenes; refiriéndose por tradición, que en una borrasca grande, que entiendo fue la del año 1396, se oyeron voces en el aire (articuladas de demonios) que decían: derríbala, derríbala; y que respondían otros; no, no podemos, que la guardan estas Justinilla y Rufinilla».
La leyenda, de todos modos, es bonita y por qué quitarle su encanto. La leyenda dice que las santas Justa y Rufina, se abrazaron a la torre de la Giralda –aún no tenía el cuerpo airoso de campanas– y la protegieron del terremoto.
Cervantes, que conoció la Giralda antes y después del airoso remate de Hernán Ruiz, la rememora en el Quijote al narrar el episodio del caballero del Bosque: «Una vez me mandó (Casildea de Vandalia) que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla, llamada Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo». Y el ecijano Vélez de Guevara, en El Diablo Cojuelo, califica a la Giralda torre «tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas».

domingo, 2 de marzo de 2014

Camino de la tertulia

En Sevilla hay gracia hasta para eso: a la fosa común la llaman ter­tulia, allí todos bien juntitos en charla permanente los pobres del Señor que no pueden costearse una sepultura.
Sor Ángela de la Cruz, lo presiente, va camino de la muerte. Como ella también dice: camino de la tertulia. Desearía que se cumpliera el tes­tamento que escribió —¿cuántos años atrás?— en junio de 1875, poco antes de fundar la Compañía de la Cruz. En sus Papeles de Concien­cia queda consignado este testamento sin glosa. En el apartado cuarto dice:
–Que así que expire llamen a los sepultureros, y poniéndome en la caja más vieja y mala que encuentren me lleven a la tertulia y que nadie me acompañe.
Pero en la cláusula final corregirá todo lo escrito:
No obstante lo dicho, para ser obediente hasta después de mi muerte, entrego mi cuerpo a la obediencia.
Cincuenta y seis años después, Sor Ángela se precipita hacia la muerte. Pero no irá a la tertulia ni se cumplirá la mayor parte de las cláusulas de su testamento, salvo ese punto final que doblega su voluntad a la santa obediencia.
La muerte de Sor Ángela de la Cruz –tal día como hoy, 2 de marzo de 1932– tendrá un tratamiento bien dis­tinto, que no en vano esta mujer, tan menuda y silenciosa, ha prendi­do de lleno en el corazón de los sevillanos.
7 de junio de 1931. Sor Ángela se levantó con la comunidad como de costumbre, hizo sus oraciones, oyó misa y acudió al refectorio para el desayuno. Al intentar levantarse de la mesa, Madre se desplomó. Sin aliento, casi sin vida, la recogieron las Hermanas que la condujeron enseguida a su cuartito bajo donde la colocaron sobre la tarima. Llegó el médico, don Juan de la Rosa, que dio el diagnóstico: embolia cerebral. Pronóstico: gravísimo.
85 años sobre aquel cuerpo frágil y menudo. Son muchas e intensas las emociones para un corazón tan sufrido. Un mes antes, en la noche del 11 al 12 de mayo, ha podido contemplar cómo a un tiro de piedra ardía en Sevilla el convento de los carmelitas del Buen Suceso, y de Málaga le llegaba la noticia del incendio de la Casa de las Hermanas que se hallaba en el mismo inmueble del palacio episcopal. El obispo de Málaga, don Manuel González —sevillano y también subido a los altares como beato— que las había llevado un mes antes y las había dado la parte de atrás de su palacio, tuvo que salir precipitadamente del mismo. También las Hermanas que formaban la comunidad, la última fundación en vida de Sor Ángela, fundación efímera y sufrida.
El 14 de abril se había proclamado la República en España y los aires corrían turbulentos. Sor Ángela no puede olvidar a sus Hijas dispersas por esos pueblos de Dios. Les escribe:
—Pensarán que las tengo olvidadas; al contrario, ahora las tengo presentes, con tantos acontecimientos tristes y desagradables.
Y termina la carta con un canto de esperanza:
—¡Qué hermoso es el amor fraterno y qué hermoso el espíritu de Hermana de la Cruz en lo próspero y en lo adverso, cuando Nuestro Señor consuela y castiga. ¡Siempre Hermana de la Cruz!
En la recreación les dijo a las profesas unos días después de estos sucesos:
—A la corta o a la larga nos quitarán los hábitos; pero si eso llega, nosotras nos quedamos en casa viviendo como viuditas y seguimos con nuestra misión que son los enfermos, para arrancar a esos pobrecitos un «Señor pequé» antes de morir; que eso es lo verdaderamente nuestro.
Ya no puede más. Le estalla el corazón, la cabeza, todo. Embolia cerebral. Las Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal. Otras, presurosas, que acuden de todas las Casas para recoger siquiera el último aliento, tienen el consuelo de hablar con la enferma. Esta sufre mucho, está paralítica del lado derecho. El 28 de julio habló por última vez.
—He pedido al Señor que me deje un año de preparación para la muerte— dijo muy queda.
Y pronunció las últimas palabras que sus Hijas recogieron como envueltas en un pañuelo limpio para que no se perdieran:
—¡No ser, no querer ser, pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera!
Y con voz más queda repetía de nuevo:
—¡No ser, no querer ser!
Después, nueve meses de silencio y sufrimiento.
Sor Ángela cosida a la Cruz.
Así hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932.
A las tres menos veinte murió. Su rostro se inundó de un dulce semblante y ella, inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas para levantar el cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres suspiros y comenzar el dulce sueño de la muerte.