Con
san José se rememora una figura que se ha ido agigantando en la Iglesia al correr de los
siglos. En su día, 19 de marzo, la
Iglesia celebra a su propio patrono, ya que san José es el
patrono de la Iglesia
universal. Y lo celebran todos aquellos –¡y son tantos!– que llevan el nombre
del santo patriarca.
La
discreción con que los Evangelios canónicos tratan la figura del patriarca es
mayor incluso que con respecto a la Virgen María. Mateo y Lucas concuerdan en
presentarlo como descendiente de la tribu de David, pero difieren en la
genealogía, atribuyéndole antepasados diferentes. El ángel se le apareció en
sueños para anunciarle que María había concebido por obra del Espíritu Santo y
que no la debía repudiar. Después recibió orden de partir hacia Egipto con el
Niño y su madre a fin de salvar a Jesús de la cólera de Herodes. Y aparece una
última vez, en Jerusalén, cuando el Niño, a los doce años, queda en el templo
sin saberlo sus padres. Después, el silencio, a no ser una alusión, en la vida
pública de Jesús, cuando vuelve a su aldea y la gente se pregunta: «¿De dónde
le vienen su sabiduría y sus milagros? ¿No es el hijo de José, el carpintero?».
Lo cual no significa que ya viviera. Probablemente, para ese momento, José ya
hubiera muerto.
Si
los evangelios canónicos hablan tan poco de él, hasta el punto de que es el
personaje más silencioso —ni una sola palabra salida de sus labios aparecen en
los evangelios—, no ocurre lo mismo con los evangelios apócrifos. Desbordan en
fantasías y pintan un san José envejecido, ya viudo y con varios hijos; entre
los pretendientes a la mano de María, José es el agraciado ya que a él sólo le
ha florecido su vara. De ahí el representarlo iconográficamente con una vara
florida.
José
era un carpintero que hacía arados, yugos y otras herramientas para el cultivo
del campo. A la edad de cuarenta años casó con una tal Meleha (o Esca), de la
que tuvo cuatro hijos. Estando viudo y habiendo cumplido ya los ochenta y nueve
años, le llegó el bando del sumo sacerdote que convocaba a Jerusalén a todos
los viudos de Judea para escoger al esposo de María, virgen de doce años
consagrada al templo. La elección recayó en José, porque entre todos los
pretendientes tan sólo su cayado floreció. Y así, ya bastante anciano, vino a
ser esposo de la Virgen María
y padre adoptivo de Jesús.
San
Jerónimo arremetió contra todas estas fábulas y afirmó taxativamente que José
permaneció virgen. Y lo mismo defendieron san Agustín y san Juan Damasceno.
Pero
es a partir de la Edad Media
cuando la figura del Patriarca adquiere popularidad y devoción entre los
fieles. Su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo IX en Oriente y, a partir de
las cruzadas, en Occidente. El primero que lo exalta es san Bernardo, y le
siguen san Vicente Ferrer en España y san Bernardino de Siena en Italia. En
1416, en el concilio de Constanza, se pide una fiesta particular en el
calendario litúrgico en honor del esposo de la Virgen María , para, por su intercesión, conseguir
el fin del gran cisma de Occidente, que padecía la Iglesia.
Pero
será el papa franciscano Sixto IV (1471-1484) quien instituya la fiesta de san
José en 1481 y, en 1621, Gregorio XV la declare obligatoria para toda la Iglesia. En el siglo XVI son
los carmelitas y en especial santa Teresa de Jesús quienes propagan la devoción
al santo Patriarca. Decía santa Teresa en su Libro de la Vida : «No me acuerdo
hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer... Querría yo
persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran
experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios; no he conocido persona
que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más
aprovechada en la virtud porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se
encomiendan».
En
el siglo XVII, Benedicto XIII inscribió a san José en las letanías de los
santos. En el XIX fue instituida la fiesta del patronazgo de san José y en 1847
Pío IX lo extendió a toda la
Iglesia. El 8 de diciembre de 1870, el Patriarca fue proclamado
patrono de la Iglesia
universal y la fiesta del 19 de marzo fue elevada al rango de fiesta de primera
clase. En el siglo XX, san Pío X aprobó las letanías de san José, Benedicto XV
concedió un prefacio a sus fiestas, Pío XII instituyó la fiesta de san José
Obrero, y Juan XXIII, en 1961, añadió su nombre al canon romano de la misa.
Se
ve así cómo el nombre de san José es amado y honrado cada vez más en la Iglesia. Numerosos santos le
han invocado con fe confiada. Ya hemos señalado el caso de santa Teresa, que
ponía los conventos de su reforma carmelitana bajo el patrocinio del patriarca.
La beata Juana Jugan, fundadora de las Hermanitas de los Pobres, popularizó la
confianza que hay que tener en san José como intercesor seguro en las
necesidades de los más humildes. Un día, en el asilo de la Trinidad , en Angers, no había
mantequilla para los ancianos.
—¿Cómo?
—preguntó Juana Jugan—. ¿No hay mantequilla y no se la habéis pedido a san
José?
Tomó
una tarrina de mantequilla vacía, la colocó a los pies de una estatua de san
José con esta misiva: «San José bendito, envíanos mantequilla para nuestros
buenos ancianos». Y, a los pocos días, no se sabe cómo ni de dónde, llegó un
buen cargamento de tarrinas de mantequilla para los ancianos del asilo de la Trinidad de Angers.
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