viernes, 28 de junio de 2019

Centenario de la consagración de España al Corazón de Jesús


El próximo domingo, 30 de junio, se celebrará la renovación de la consagración de España al Sagrado Corazón, tenida hace un siglo en el Cerro de los Ángeles, a unos 10 km. al sur de Madrid, en el término municipal de Getafe, considerado como el centro geográfico de la península ibérica. Es una invitación del obispo de Getafe, Ginés García Beltrán, que convoca a sus diocesanos y a toda España a renovar la consagración de España al Corazón de Jesús. Al mismo tiempo, siente el obispo una cierta preocupación y pide «desvincular de cualquier lectura política o de nostalgias de épocas pasadas» la consagración de España al Corazón de Jesús.
–Un acto –dice– que está generando preocupación en la diócesis por la esperada presencia de grupos afines a la ultraderecha, que pretenden entrar con banderas preconstitucionales al acto, y que otros sectores utilizan para volver a acusar a la Iglesia de cercanía a nostálgicos de la España grande y libre.


Cerro de los Ángeles

Esta consagración de España tuvo lugar el 30 de mayo de 1919, cuando el rey Alfonso XIII inauguró en el Cerro de los Ángeles el Monumento al Sagrado Corazón. Allí se hallaban para la consagración de España al Corazón de Jesús el arzobispo de Toledo, cardenal Guisasola, el nuncio Ragonesi, 18 obispos, el último de los cuales Pedro Segura, en representación del arzobispo de Valladolid, cardenal Cos, del que era su auxiliar.
Concluida la misa y bendecido el monumento, Alfonso XIII pronunció el «Acto de Consagración de España católica al Sagrado Corazón de Jesús», en el que suplica: «…bendecid a los pobres, a los obreros, a los proletarios todos… y al Ejército y a la Marina».
En la ceremonia se leyó el himno «Trono y Altar», del jesuita Alberto Risco, expresión del más genuino nacionalismo católico, donde se evocaba a la Virgen del Pilar, Santiago de Compostela, la Virgen de Guadalupe, Ávila, Loyola, y la evangelización de América. Su argumento principal será que reine «la España que Tú has preferido», para concluir:
–¡La raza precita /que acaso te ofende, no es pueblo español! / España son estos que cercan tu trono; / son estos que llevan al pecho tu imagen bendita; / son estos que hollando secreto, diabólico encono, /te aclaman de España por centro y por sol!
En este acto, el obispo Segura era el último en el escalafón de los obispos de España y su encuentro con Alfonso XIII no tuvo significación especial, distanciados uno de otro por el protocolo. Otra cosa será cuando se vean un año después en Valladolid y en Tordesillas, a punto ya Segura de marchar de obispo a Coria. Y especialmente en esta última diócesis, cuando Alfonso XIII visite Las Hurdes y sea acompañado por Segura, quien, salido de las aulas de la Universidad Pontificia de Comillas, tendrá una devoción muy marcada hacia el Sagrado Corazón de Jesús.
Segura será entre los obispos españoles el más significado promotor de su culto en España, con consagraciones y entronizaciones en los hogares y edificios públicos. La entronización del Corazón de Jesús en el Ayuntamiento de Cáceres el 26 de abril de 1925 fue la perla de tantas otras entronizaciones en la diócesis, acordada por el pleno municipal con la sola excepción del edil socialista. Se bajó procesionalmente para la ocasión la Virgen de la Montaña, patrona de Cáceres, y en la Plaza Mayor de Cáceres ofició Segura de pontifical.
Ya maduraba Segura el proyecto de levantar al Sagrado Corazón un monumento en la misma montaña que dominaba a Cáceres y a gran parte de Extremadura. Efectivamente, allí, junto al Santuario de Nuestra Señora de la Montaña, una imagen inmensa del Corazón de Jesús extendía sus brazos hacia el horizonte desde el 14 de noviembre de 1926, cuando ya Segura estaba a punto de pasar a la archidiócesis de Burgos. El cronista del Boletín Oficial de la diócesis cuenta que ese 14 de noviembre será «una fecha gloriosa en la Historia de la capital». Por la mañana, fue entronizada la imagen del Sagrado Corazón en el Salón de Sesiones de la Diputación de Cáceres y el presidente, Gonzalo López-Montenegro, pronunció la fórmula de consagración de la Provincia de Cáceres. Y por la tarde se procedió en la Montaña a la bendición del hermoso monumento allí erigido.
Siendo ya arzobispo de Burgos, 24 de junio de 1927, tuvo lugar la entronización del Sagrado Corazón en la Diputación de Burgos. Pasó pronto a Toledo, como primado y título de cardenal. Pero aquí, el monumento al Sagrado Corazón quedó en proyecto ante la llegada de la Segunda República y su expulsión de España.
Venido en 1937 a Sevilla como su arzobispo, Segura tuvo en 1941 una Santa Misión. Y como recuerdo diocesano de esta Santa Misión, propuso un proyecto que «venimos acariciando»: Un Monumento al Sagrado Corazón en la capital diocesana, «cual corresponde a la ciudad, que tantos monumentos tiene erigidos en sus plazas y en sus jardines».
Hecho realidad, el Monumento a los Sagrados Corazones, levantado en el Cerro de San Juan de Aznalfarache y bendecido en 1948, se convertirá en el gran mausoleo donde yazcan junto al cardenal Segura los restos de sus padres y hermanos.

domingo, 23 de junio de 2019

Los Seises de Sevilla son diez


Nos hallamos en la octava del Corpus
y los Seises de Sevilla bailan todas las tardes ante el Santísimo.

El 1911 los Seises fueron invitados a bailar en el Congreso Eucarístico Internacional, que se celebraba en Madrid. A algunos canónigos de la diócesis madrileña les pareció irreverente esta invitación.
–¡Bailar delante del Santísimo Sacramento! ¡Qué profanación!
Y ofrecieron algunas dificultades, que fueron obviadas por la infanta doña Isabel, «La Chata», que deseaba que en la fiesta internacional dedicada a la Eucaristía no faltase el gustoso aperitivo de los Seises de Sevilla.


Rodríguez Marín, que escribió un artículo en ABC el 19 de junio de 1911, salió al paso de esta supuesta irreverencia:
–¿Irreverente la danza de los seises? Los que tal dicen han olvidado que representa el pasaje del Real Profeta bailando ante el Arca del Testamento. Y claro es que lo dicen porque no han presenciado jamás esa danza y la confunden, o poco menos, con los callejeros bailes de las verbenas. Pues ¿cómo, a ser irreverente, la conservara y la patrocinara, siglo tras siglo, el siempre celoso cabildo de la gran metrópoli sevillana, cuando ni por ensueño había en Madrid catedral ni obispado?
La existencia de los Seises se pierde en los siglos medievales. Lo que comenzó siendo niños de coro, que existieron desde la creación de la Iglesia de Sevilla a mediados del siglo XIII, terminó con la danza y el baile, cuando el Corpus, fiesta creada por Urbano IV para que «cante la fe, dance la esperanza y salte de gozo la caridad», arraigó en Sevilla en el siglo XV.
El 27 de junio de 1454, Nicolás V emitió la bula Votis illis, por la que concedía a la catedral de Sevilla un maestro de canto para los niños cantores independiente del maestro de gramática, puesto que «los servicios de canto del maestro y de los niños son de más inmediata y directa utilidad que los de gramática, para el culto de la Iglesia y más necesarios para aumentar su brillo y esplendor». Contaron así desde entonces los niños cantorcicos, que así se llamaba a los Seises en el siglo XV, con un maestro de capilla distinto al de gramática.
Ese año de 1454 aparece un primer apunte de la existencia de los niños cantorcicos en los libros de cuentas de la catedral:
–Seis ángeles tañendo; ocho profetas tañendo, veintisiete cantores, moços niños.
Y en 1512:
–A once moços de capilla cantorcicos desta santa iglesia que fueron cantando e baylando delante del Corpus Xti, para hacer las guirnaldas que llevaron, a real cada una, once reales.
En la bula de Eugenio IV Ad exequendum, expedida en Florencia el 24 de septiembre de 1439, se habla por primera vez de «seis niños cantores». Aunque el nombre de Seise no aparece en los papeles de la catedral hasta el año 1553, cuando se dice en un auto capitular «hacer guirnaldas para seises».
Se llaman así porque en un principio fueron seis. Pero su número ha variado a lo largo de la historia, siendo unas veces ocho, doce, hasta dieciséis en 1570 cuando entró en Sevilla el rey Felipe II. A comienzos del siglo XVII se fijó en diez su número, que perdura en la actualidad.
A finales del siglo XVII tuvieron un momento difícil durante el pontificado del arzobispo Palafox, el de los «cien pleitos». Acabó con las danzas y bailes de hombres y mujeres en la procesión del Corpus y a punto estuvo también de acabar con el baile de los Seises. Envió un dubium a la Sagrada Congregación del Concilio para que le dijese si parecía correcto a Roma que durante la octava del Corpus unos niños bailen con trajes de danzantes, dando a veces la espalda al Santísimo y con la cabeza cubierta.
El cabildo catedral, que venía soportando durante años los dubium del arzobispo, con no poco gasto de mantener un representante para defensa de sus intereses ante la corte de Madrid, cerca del nuncio, y otro en la misma Roma, no estaba dispuesto a transigir en este tema, tan secular en la Iglesia de Sevilla y de tanto arraigo popular. Un mandamiento del nuncio da en principio la razón al arzobispo y ordena «bajo censuras latae sententiae quitar el abuso de la danza de los seises», mientras el rey Carlos II, más comedido, recomienda «se procurara conciliar los pleitos». El cabildo plantó resistencia al arzobispo y al nuncio y acordó el 15 de julio de 1701 «que se defendiese su tan antigua posesión judicial y extrajudicialmente». Pero no hubo necesidad de seguir en pleitos. El arzobispo está enfermo de muerte. En diciembre de ese año muere. Su sucesor, el cardenal Arias, se apresuró a firmar una concordia con los canónigos en todos los pleitos planteados por el arzobispo anterior. Y los Seises fueron salvados.
Se forjó entonces una leyenda –Sevilla es tierra mágica de leyendas– que narra así Simón de la Rosa, autor de su renombrado libro Los Seises de la Catedral de Sevilla:
–Cuéntase que un antiguo arzobispo, cuyo nombre no ha podido averiguar la leyenda, promovió ruidoso pleito al cabildo eclesiástico y llevó a Roma la cuestión, para que la Sagrada Congregación de Cardenales decretase la supresión de la danza de seises por considerarla ofensiva a la majestad augusta del Santísimo Sacramento. Llegado el período de prueba, a Roma fueron los seises con sus borceguíes argentados, gregüescos, vaquerillos, bandas, valonas, sombreros, castañetas, y con su maestro de capilla al frente, en barco fletado por cuenta del Cabildo; y, tan prendado quedó el Pontífice de la danza censurada por el Arzobispo, cuando se hubo ejecutado a su presencia, que mandó sobreseer el proceso y proveer en adelante que nadie fuese osado a perturbar al Cabildo en la posesión de una costumbre inmemorial, sancionada por el tiempo y abonada por la licitud de la ceremonia.
Existe una leyenda añadida. El papa les dijo que pervivirían mientras les durase el traje que llevaban. Por eso, es tradición al hacerse vestimentas nuevas, rojas en el Corpus y azules en la Inmaculada, que lleven siempre un retal del viejo traje añadido al nuevo para que perdure de alguna manera el vestido primitivo. Los Seises bailan ante el Santísimo en el triduo de Carnaval, como preparación para la Cuaresma, en la fiesta del Corpus y su octava y en la fiesta de la Inmaculada y su octava.
El inglés lord Rosebery quedó tan prendado del baile de los Seises que encargó al pintor Gonzalo Bilbao un óleo con la representación de tan hermosa danza. Hoy se conserva ese cuadro, Los Seises de la catedral de Sevilla, en toda la belleza de su expresión plástica, en una colección particular de Londres.

miércoles, 19 de junio de 2019

Corpus Christi


Los orígenes de la fiesta del Corpus arañan los inicios del siglo XIII, cuando una niña belga tuvo una revelación particular para que se estableciera una fiesta en honor del Santísimo Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de agustinas de Monte Cornillón, cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata Juliana de Lieja o de Monte Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta colaborador en el arcipreste de la catedral Jacques Pantaleón de Troyes. La fiesta del Corpus fue introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue nombrado obispo de Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente fue elegido Papa con el nombre de Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga monja, instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus (1264). Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta fiesta con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la efectiva instauración litúrgica del Corpus que no será operante hasta el Concilio de Vienne de 1311.


La fiesta del Corpus entró en España por el reino de Aragón y en Sevilla ya se tienen noticias documentales en el siglo XV. Pero será en los siglos XVI y XVII cuando adquiera todo su esplendor, entreverados en un todo lo popular con lo religioso.
«Era costumbre por aquella época [siglo XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el Santísimo Sacramento en medio de la capilla mayor; y después, cuando el Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban los tablados, colocados al efecto entre los dos coros, comenzaba la representación de los autos, terminados los cuales tenían lugar los divinos oficios. Concluidos la misa y el sermón, se representaban las danzas en el mismo sitio en que se habían representado los autos, y allí permanecían bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por la tarde que salía la procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los Diputados, nombrados por la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban a su antojo los sitios en donde se habían de hacer las representaciones; y una vez señalados, colocaban en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la representación que dentro de la Catedral y delante de los dos Cabildos se hacía, fuesen los comediantes en los carros a ejecutar los autos en todos aquellos lugares señalados de antemano».
Según un manuscrito conservado en la Biblioteca Colombina, este fue el orden observado en la festividad del Corpus del año 1682: primero, la Tarasca y los Gigantes; después, las cofradías. A continuación, las Religiones: capuchinos, mer­cedarios calzados, agustinos descalzos, mínimos de San Francisco de Paula, la Merced, el Carmen, San Agustín, San Francisco y Santo Domingo. Siguen las cruces de las iglesias parroquiales, la cruz de la iglesia metropolitana, el subdiácono, el juez de la Iglesia con los ministros de su tribunal, y desde aquí comienzan las danzas. Sigue la clerecía parroquial, el provisor y vicario general con los ministros de su tribunal, el diputado de las reliquias, las santas reliquias entre los capellanes del coro de la iglesia catedral, los beneficiados de la iglesia catedral, la Universidad de Beneficiados Propios de Sevilla, los canónigos de la Colegial del Salvador, el Cabildo de la iglesia metropolitana. Y, seguidamente, la custodia con el Santísimo, el arzobispo, los capellanes de la familia del arzobispo, el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y la ciudad de Sevilla.
El Corpus, en el paso del siglo XVI al XVII, perdió progresivamente su genuino carácter religioso y se convirtió cada vez más en profano. La gente corría tras la tarasca, las mojarrillas y gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento, que venía detrás, perdía interés y devoción.
La crisis estalló con la venida a Sevilla del arzobispo Palafox. En 1689 envió Palafox a Roma 31 dubios sobre irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y de rito. Especialmente significativo era el dubio 5, por la resonancia que tuvo: «Si puede y debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava del Corpus Christi se celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y hombres enmascarados y con los sombreros puestos en presencia del Santísimo Sacramento, a pesar de hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma fue: Posse et debere. Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto paliada al encomendar Roma que esta cuestión la dilucidara el monarca español al estar implicado el cabildo secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir, en las próximas fiestas del Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas que abrían la marcha de la procesión y que incluso se introducían en la iglesia catedral bailando durante la consagración.
El cabildo secular recurrió a la Audiencia ante esta prohibición y al mismo tiempo envió diputación al Asistente, indicándole que los danzantes llevarían guirnaldas en la cabeza en vez de sombreros y los coros de hombres y mujeres irían separados. Aquel día la procesión no salió de la catedral hasta la una y media de la tarde, cuando ya casi todas las corporaciones religiosas se habían retirado a sus parroquias y conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el arzobispo. En las calles se oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran los molinistas!», refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas a Roma acusaban al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron toda clase de libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e incluso lo relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa, extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox no poco de su fama y salud.
Las danzas desaparecieron definitivamente un siglo después, en el reinado de Carlos III, por real decreto de 21 de junio de 1780. Dispuso el monarca que «en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial o Regular, haya en adelante tales Danzas, ni Gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones, y demás funciones eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se requiere».
A partir de entonces, el Corpus se parece más a lo que se vive hoy que al espectáculo popular que se vivía en el XVI y XVII.

viernes, 14 de junio de 2019

Los Fantasmas del Palacio Arzobispal de Sevilla


Lo que en principio había concebido como una trilogía, he aquí que, por artes mágicas, o más bien, por artes fantasmales, se ha convertido en una tetralogía. Comencé hace unos años con Los Fantasmas de la Catedral de Sevilla. Seguí con Los Fantasmas del Alcázar de Sevilla. Y cerré la trilogía con Los Fantasmas de las Catedrales de España. Ahora aparece Los Fantasmas del Palacio Arzobispal de Sevilla.
Para los Fantasmas de las Catedrales, tanto la de Sevilla, como las de España, hubo un introductor que en vida de los mortales se llamaba Diego Alfonso de Sevilla, un ilustre canónigo de la Santa Iglesia Catedral hispalense, que logró su canonjía por sus artes nigrománticas. Murió el 3 de agosto de 1502, en plena canícula del verano, y fue enterrado en la capilla de San Laureano del propio templo catedralicio. Al final del segundo milenio, lo sorprendí peregrino por las Catedrales de España y saludando las ánimas benditas allí enterradas.


Pero en los Fantasmas del Alcázar sevillano, donde no hay tumbas como en las Catedrales, sí pude apreciar a través del juglar Paja del rey Fernando III el Santo que por aquellos salones y jardines menudeaban las auras fantasmales de cuantos a través de los siglos han vivido en ese palacio, un tiempo moro, luego cristiano. Y pude lanzarme a escribir los relatos que me dictaba el juglar de los personajes que por allí han habitado.
Y lo que son las cosas, cuando presumía que con esta trilogía se cerraba el círculo, me llega de nuevo el canónigo nigromante Diego Alfonso de Sevilla y me relata sustanciosas curiosidades de cuantos en el Palacio Arzobispal de Sevilla han vivido. Y no he podido negarme a relatar cuanto me narra de los arzobispos y no arzobispos que han morado en esa casona. Todos ellos han dejado en esos muros sus auras fantasmales. Solo hace falta tener el poder nigromántico de mi ya viejo amigo Diego Alfonso de Sevilla para saber las cosas de los moradores de esa casa, en un tiempo casona y desde el siglo XVII Palacio Arzobispal como hoy se conoce. Alejandro Guichot cuenta que «se empezó a construir el actual palacio hacia el año 1665». Pero el lugar de este inmueble como sede arzobispal lo es desde la Reconquista de la ciudad por Fernando III el Santo.
El 6 de enero de 1251, el Rey Santo otorgó a don Remondo, entonces obispo de Segovia, unas casas en Sevilla, en la plazuela de Santa María, con su bodega, cocina, establo y huerta. Con los siglos se le fueron adicionando fincas colindantes hasta conformar el perímetro del Palacio Arzobispal actual.
De sus moradores y de cosas curiosas ocurridas en sus pontificados tratará este libro.
Hay una máxima latina que dice: De mortuus nihil nissi bonum (de los muertos no decir sino lo que les favorezca). Pero no sé si mi canónigo nigromante se atendrá a ello. Más bien creo lo contrario. Es decir, que dirá al pan, pan, y al vino, vino, cosas buenas y cosas no tan buenas.
Alguno se preguntará con Calderón de la Barca, en Los hijos de la Fortuna:
–¿Aún no es muerto y ya es fantasma?
Y le diré que no. Los fantasmas, muertos son. Los que aún vivan, moradores de esa casona, Palacio Arzobispal de Sevilla, no son fantasmas. Todavía. Diego Alfonso de Sevilla, el canónigo nigromante, que me dicta los siguientes relatos, me explica que solo persigue contar las historias de los verdaderos fantasmas y, por tanto, moradores de ultratumba.
Pues adelante, que soy todo oídos. Y como diría Federico García Lorca en la Muerte de Antoñito el Camborio:

Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir…

[En librerías de Sevilla. Si no lo tiene su librero, que lo pida al distribuidor Sr. Rivero]

miércoles, 12 de junio de 2019

San Juan de Ribera, Patriarca de Valencia


El 12 de junio de 1960, Juan XXIII, el buen Papa Roncalli, canonizó a un sevillano, san Juan de Ribera, que murió como arzobispo de Valencia. A la historia ha pasado con el título de «Patriarca de Valencia».
Hijo natural de don Pedro Enríquez y Afán de Ribera y Portocarrero, primer duque de Alcalá de los Gazules, nació en 1532, al decir de todas las crónicas, en la Casa de los Pinelos, calle Abades. De ser así, tenía que ser bautizado en el Sagrario de la Catedral, pero faltan los libros bautismales de esa época. Es curioso que en las biografías al uso –y tengo delante una bastante extensa de Ramón Robres Lluch– soslayan pudorosamente señalar cómo san Juan de Ribera nació de muliere soluta, es decir, de soltera, lo que le supuso a la hora de su incorporación al estado clerical una dispensa especial de Roma.


 Joaquín González Moreno, en su libro Aportación a la Historia de Sevilla, apunta el nombre de la madre y otro lugar de nacimiento en la geografía urbana de Sevilla, pero no ofrece las fuentes de los datos que aporta. De todos modos, son significativos y dignos de reseñarse. «Es falso –afirma– que naciera en esta casa San Juan de Ribera. Al ser hijo natural de la sobrina del canónigo Pinelo se veía mal por aquella sociedad que naciera en la vivienda de su tío. Además, Teresa Pinelo y Caballería moraba en la collación de Santa Lucía, y ello motivó que se bautizase el santo en aquella parroquia».
Juan de Ribera estudió en Salamanca y a los 30 años, en 1562, ya era obispo de Badajoz. Siete años más tarde, pasó de arzobispo de Valencia. Juan dejó todos sus bienes a los pobres pacenses y entró en su nueva diócesis valenciana el 20 de marzo de 1569. Felipe II le nombró también virrey (1602-1604) para la represión de la corrupción y el bandidaje.
Gran amante de la Eucaristía, el pontífice Pío V lo llamó «luz de toda España». Y se esforzó por reformar la Universidad al ver cómo la enseñanza de la teología estaba en manos de «hombres que en su vida supieron qué cosa es leer u oír». Aplicó la reforma tridentina al clero y creó el Real Colegio Seminario de Corpus Christi, conocido popularmente como el «Patriarca», cita turística obligada del que visita Valencia. En su capilla recibió sepultura el patriarca Juan de Ribera a su muerte acaecida el 6 de enero de 1611.
La santidad de Ribera, que lo fue, no empece esa sombra que rodea su figura en torno a la expulsión de los moriscos. Sensible a las inquietudes sociales y con un enorme corazón, Ribera era también hijo de su tiempo. A los moriscos –moros conversos, que más vivían como moros que como cristianos–, el patriarca se desvivió por encontrarles una solución pacífica y cristiana. Les predicó personalmente, discutió con ellos de las cuestiones religiosas, les proporcionó predicadores conocedores del Islam y editó catecismos para alfaquíes. Todo acabó en el más completo fracaso. Vistos los escasos resultados y la inutilidad de sus esfuerzos, apoyó decididamente el decreto de expulsión de los moriscos dado por Felipe III.
Cuando murió san Juan de Ribera, llevaba 42 años al servicio de la diócesis valenciana. Falleció a los 79 años de edad.

viernes, 7 de junio de 2019

Cien años de la coronación canónica de la Virgen del Rocío

El acto de la coronación canónica de la Virgen del Rocío tuvo lugar hace un siglo, el 8 de junio de 1919, y es el timbre principal del canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón en su logro.
La corona de la Virgen fue hecha por los plateros de la Catedral, tomando como modelo la de la Concepción grande de la Seo hispalense, y la del Niño, costeada exclusivamente por doña Juana Soldán, viuda de Cepeda, es una magnífica reunión de perlas y brillantes, hechas por la Casa Reyes. La Corona de Virgen es de oro macizo, pesa 88 onzas, que equivalen a más de dos kilos y medio de oro. Y tiene montados 40 brillantes de diverso tamaño, 14 esmeraldas, 38 rubíes, 3 topacios, 5 perlas grandes y un gran número de diamantes y perlas pequeñas. Todo ello fruto de la cuestación popular que se venía haciendo desde un año antes.


–¡Van en ella –cuenta Muñoz y Pabón– tantos donativos de «a perra gorda» y hasta de «perra chica»! ¡Van jornales de siega!... ¡Va el huevo ofrecido por una infeliz!... ¡Va... hasta la limosna de alguno que vive de ella!... ¡¡la limosna de un mendigo!! Por eso esa corona vale más que si fuera de precio fabuloso y costeada sólo por potentados. Lleva gotas de sudor..., bostezos de hambre, ¡privaciones de pobrecitos desheredados de la fortuna, que le han dado a la Virgen hasta lo que no podían! ¡Exprimida esa corona, como se exprime una esponja..., ¡ah!, ¡cuántos chorros de sudor, convertidos en perlas; cuántas y cuántas lágrimas, trocadas en brillantes..., cuántas gotitas de sangre, cristalizadas en rubíes, rodarían por el rostro de la celestial Destinataria, que, como su Hijo santísimo, ante los «despilfarros» de María Magdalena, ha tenido que decirnos: «obra buena habéis obrado en mí»!!
El 6 de junio de 1919, a las dos de la tarde, partió Muñoz y Pabón hacia el Rocío en automóvil, acompañando al cardenal Almaraz, arzobispo de Sevilla.
Antes, ha dejado la siembra de unas coplas y seguidillas a la Virgen de las marismas, que se cantaron aquellos días y se seguirán cantando con el tiempo. Coplas como estas:

Desde Sevilla a Huelva,
Madre y Patrona,
a traerte venimos,
una corona.
¿Que un sol parece?
¡Pues, aunque más no cabe,
más te mereces!

El 7 de junio, sábado, a las 6 de la tarde, comenzó el desfile de las Hermandades, primer acto de la romería, asistiendo el cardenal. Las hermandades fueron recibidas como de costumbre en el atrio del templo. En total: 514 carretas, 120 coches y un sinnúmero de jinetes y romeros a pie. Hermandades que concurrieron: Triana, con 14 carretas. Se le agregaron algunas de Bormujos, Camas, Gines y otros pueblos. Rociana, 22 carretas. Villamanrique: 27 carretas. Benacazón: 7 carretas. Umbrete: 38 carretas. Coria del Río: 20. Pilas: 25. La Palma: sin concretar el número de carretas. San Juan del Puerto: 4 carretas y 6 carros. Sanlúcar de Barrameda: no utiliza carretas sino caballerías, 102 caballos. Huelva: 31 carretas y 3 coches. Moguer: 12 carretas, 3 coches y 150 jinetes. Y Almonte: la que llegó con el mayor número de romeros.
A las doce y media de la noche salió la procesión del Santo Rosario que recorrió los alrededores de la ermita. Y al día siguiente, 8 de junio, Domingo de Pentecostés fue el acto de la coronación. La función solemne tuvo lugar al aire libre, sacada la imagen muy de mañana de la ermita. Cuenta Muñoz y Pabón:
–El cardenal Almaraz leyó la autorización pontificia y bendijo las coronas y tomó juramento de que habían de custodiarla fielmente a los señores que actuaron: de notario, D. José Moreno Soldán, hermano mayor de La Palma; y de testigos: D. Manuel Márquez Gómez, cura párroco de Almonte; D. Juan Acevedo Medina, alcalde; D. José Villa Báñez, presidente de la Hermandad Matriz, y D. Ignacio de Cepeda y Sódan. A continuación, la misa que ofició don Miguel Castillo Rosales. Al finalizar, el cardenal pronunció unas palabras felicitando a las Hermandades por la coronación de su titular… y bendijo a los presentes. Subió al paso de la Virgen y colocó sobre su cabeza y la del Niño sendas coronas.
–Fue un momento –cuenta Muñoz y Pabón– en que, como diría el vate, «Sólo se oía un trémulo sollozo», pero un sollozo, que dejó de serlo, para trocarse en un ¡viva! ensordecedor..., imponente..., ¡infinito!; un «viva» de treinta mil gargantas, entre los aplausos frenéticos de sesenta mil manos, que movía el entusiasmo y las lágrimas copiosas de sesenta mil ojos, que preñaba de ellas la emoción; sollozo, grito, alarido, ¡jaculatoria enorme!, ¡formidable!, que no tuvo más remedio que llegar al cielo y repercutir en las entrañas de la Virgen, como repercuten en las entrañas de las madres los besos de los hijos; porque aquello, más que sollozo y más que viva, más que alarido y más que jaculatoria, fue un beso: un beso ardiente, prolongado, ¡inacabable!, y, por añadidura, mojado en lágrimas, con que «vio» la Paloma de las marismas cuánto y cuán honda y despropositadamente se la quiere, ¡se la idolatra!, por estas apasionadas tierras andaluzas.

martes, 4 de junio de 2019

El Cristo del Amor


Juan de Mesa, discípulo aventajado de Martínez Montañés, ha dejado en Sevilla la huella de su genio plasmada en tres Cristos maravillosos: el Señor del Gran Poder, el Cristo del Amor y el Cristo de la Misericordia. Hasta los primeros años del siglo XX se había creído que los tres pertenecían a la gubia de Martínez Montañés. Documentos fehacientes encontrados por Celestino López Martínez en el Archivo de Protocolos demostraron que el Cristo del Amor, el Gran Poder, y el Cristo de la Misericordia del convento de Santa Isabel, habían sido esculpidos por Juan de Mesa. El del Cristo del Amor decía:
«Juan de Mesa, escultor, vecino de esta ciudad de Sevilla en la collación de San Martín, otorgo y conozco que he recibido de Juan Francisco Alvarado, de la casa de la Contratación de esta ciudad y vecino de ella, mil reales...». Es una carta de pago, fechada el 6 de junio de 1620, por la que el escultor Juan de Mesa recibe sus honorarios por la hechura del Cristo del Amor.


En 1930, Sevilla rindió a Juan de Mesa un homenaje de desagravio y colocó una placa en la iglesia de San Martín, donde yacen sus restos. El humor sevillano asomó en las páginas de «El Noticiero Sevillano» en la pluma poética de José García Rufino, bajo el seudónimo de «Don Cecilio de Triana». «¿De quién es El Cacho­rro?» se titula, y espigamos estos versos:

Primero le tocó el turno
al Señor del Gran Poder,
que se dijo no era obra
de Martínez Montañés;
luego, el Cristo del Amor
dicen no es suyo también,
y ahora salen con que el Cristo
que está en Santa Isabel,
tampoco lo hizo Martínez;
y a ese paso saldrá que
el escultor que creíamos
de más fama y de más prez,
lo que hacía no eran imágenes
pues se ocupaba en hacer
en la Alcaicería muñecos
para el Portal de Belén ...

El cambio de titularidad del Cristo del Amor –Juan de Mesa por Martínez Montañés– apagó una bonita leyenda que se había fraguado en Sevilla: El porqué de su nombre. Os lo contaré.
En la iglesia de los Terceros un grupo de cofrades aguardaba impaciente la llegada de Martínez Montañés con la imagen del Cristo encargado. El altar estaba preparado, la cruz huérfana de la imagen también, y un pequeño tablado para alzar el crucificado.
Llegó el escultor con varios discípulos. Traían envuelta la imagen tallada. Comenzaron a colocarla. Uno de los discípulos, el más callado pero también el más increyente, se subió a la tarima para recibir de Martínez Montañés la imagen. La tomó en sus brazos y, tras un movimiento vacilante que la pudo hacer caer, se aferró fuertemente al Cristo, estrechando la cabeza del nazareno contra su pecho.
Martínez Montañés, que estaba debajo, lanzó un improperio:
–¡Imbécil!
Pero no ocurrió nada. El Cristo fue colocado sobre la cruz y, cuando el discípulo bajó, una mancha de sangre teñía su camisa a la altura del pecho.
–¿Qué es eso? ¿Sangre? –le preguntó Montañés Montañés.
–-Sí –le respondió el discípulo.
–¿Es tuya esa sangre?
–Sí –respondió de nuevo.
Una espina de la corona del Cristo, en aquel abrazo, se había clavado en su pecho apuntando al corazón.
–¡Estoy herido de amor! –exclamó el muchacho.
Y los hermanos cofrades, que allí se encontraban, exclamaron:
–¡Santo Cristo del Amor!
Y así vino a llamarse ese maravilloso Cristo que hoy se venera en la iglesia del Divino Salvador.
El joven discípulo de Martínez Montañés –culmina así la leyenda–, trocó su incredulidad por el Amor de Cristo e ingresó de fraile en el convento de los Terceros.