Los orígenes de la fiesta del Corpus arañan
los inicios del siglo XIII, cuando una niña belga tuvo una revelación
particular para que se estableciera una fiesta en honor del Santísimo
Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de agustinas de Monte Cornillón,
cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata Juliana de Lieja o de Monte
Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta colaborador en el arcipreste
de la catedral Jacques Pantaleón de Troyes. La fiesta del Corpus fue
introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue nombrado obispo de
Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente fue elegido Papa con el nombre de
Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga monja, instituyó la fiesta
del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus (1264).
Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta fiesta
con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la efectiva
instauración litúrgica del Corpus que no será operante hasta el Concilio
de Vienne de 1311.
La fiesta del Corpus entró en España por el
reino de Aragón y en Sevilla ya se tienen noticias documentales en el siglo XV.
Pero será en los siglos XVI y XVII cuando adquiera todo su esplendor,
entreverados en un todo lo popular con lo religioso.
«Era costumbre por aquella época [siglo
XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el Santísimo Sacramento en medio de la
capilla mayor; y después, cuando el Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban
los tablados, colocados al efecto entre los dos coros, comenzaba la
representación de los autos, terminados los cuales tenían lugar los divinos
oficios. Concluidos la misa y el sermón, se representaban las danzas en el
mismo sitio en que se habían representado los autos, y allí permanecían
bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por la tarde que salía la
procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los Diputados, nombrados por
la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban a su antojo los sitios en
donde se habían de hacer las representaciones; y una vez señalados, colocaban
en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la representación que dentro
de la Catedral y delante de los dos Cabildos se hacía, fuesen los comediantes
en los carros a ejecutar los autos en todos aquellos lugares señalados de
antemano».
Según un manuscrito conservado en la
Biblioteca Colombina, este fue el orden observado en la festividad del Corpus
del año 1682: primero, la Tarasca y los Gigantes; después, las cofradías. A
continuación, las Religiones: capuchinos, mercedarios calzados, agustinos
descalzos, mínimos de San Francisco de Paula, la Merced, el Carmen, San
Agustín, San Francisco y Santo Domingo. Siguen las cruces de las iglesias
parroquiales, la cruz de la iglesia metropolitana, el subdiácono, el juez de la
Iglesia con los ministros de su tribunal, y desde aquí comienzan las danzas.
Sigue la clerecía parroquial, el provisor y vicario general con los ministros
de su tribunal, el diputado de las reliquias, las santas reliquias entre los
capellanes del coro de la iglesia catedral, los beneficiados de la iglesia
catedral, la Universidad de Beneficiados Propios de Sevilla, los canónigos de
la Colegial del Salvador, el Cabildo de la iglesia metropolitana. Y,
seguidamente, la custodia con el Santísimo, el arzobispo, los capellanes de la
familia del arzobispo, el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y la
ciudad de Sevilla.
El Corpus, en el paso del siglo XVI al
XVII, perdió progresivamente su genuino carácter religioso y se convirtió cada
vez más en profano. La gente corría tras la tarasca, las mojarrillas y
gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento, que venía detrás, perdía
interés y devoción.
La crisis estalló con la venida a Sevilla
del arzobispo Palafox. En 1689 envió Palafox a Roma 31 dubios sobre
irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y de rito. Especialmente
significativo era el dubio 5, por la resonancia que tuvo: «Si puede y
debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava del Corpus Christi se
celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y hombres enmascarados y
con los sombreros puestos en presencia del Santísimo Sacramento, a pesar de
hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma fue: Posse et debere.
Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto paliada al encomendar Roma que
esta cuestión la dilucidara el monarca español al estar implicado el cabildo
secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir, en las próximas fiestas del
Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas que abrían la marcha de la
procesión y que incluso se introducían en la iglesia catedral bailando durante
la consagración.
El cabildo secular recurrió a la Audiencia
ante esta prohibición y al mismo tiempo envió diputación al Asistente,
indicándole que los danzantes llevarían guirnaldas en la cabeza en vez de
sombreros y los coros de hombres y mujeres irían separados. Aquel día la
procesión no salió de la catedral hasta la una y media de la tarde, cuando ya
casi todas las corporaciones religiosas se habían retirado a sus parroquias y
conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el arzobispo. En las calles se
oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran los molinistas!»,
refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas a Roma acusaban
al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron toda clase de
libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e incluso lo
relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa,
extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que
confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa
acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no
quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el
confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de
pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de
alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los
muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse
prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox
no poco de su fama y salud.
Las danzas desaparecieron definitivamente
un siglo después, en el reinado de Carlos III, por real decreto de 21 de junio
de 1780. Dispuso el monarca que «en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea
Catedral, Parroquial o Regular, haya en adelante tales Danzas, ni Gigantones,
sino que cese del todo esta práctica en las procesiones, y demás funciones
eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se
requiere».
A partir de entonces, el Corpus se parece
más a lo que se vive hoy que al espectáculo popular que se vivía en el XVI y
XVII.
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