Lo que en principio había concebido como
una trilogía, he aquí que, por artes mágicas, o más bien, por artes
fantasmales, se ha convertido en una tetralogía. Comencé hace unos años con Los Fantasmas de la Catedral de Sevilla.
Seguí con Los Fantasmas del Alcázar de
Sevilla. Y cerré la trilogía con Los
Fantasmas de las Catedrales de España. Ahora aparece Los Fantasmas del Palacio Arzobispal de Sevilla.
Para los Fantasmas de las Catedrales, tanto
la de Sevilla, como las de España, hubo un introductor que en vida de los
mortales se llamaba Diego Alfonso de Sevilla, un ilustre canónigo de la Santa
Iglesia Catedral hispalense, que logró su canonjía por sus artes nigrománticas.
Murió el 3 de agosto de 1502, en plena canícula del verano, y fue enterrado en
la capilla de San Laureano del propio templo catedralicio. Al final del segundo
milenio, lo sorprendí peregrino por las Catedrales de España y saludando las
ánimas benditas allí enterradas.
Pero en los Fantasmas del Alcázar
sevillano, donde no hay tumbas como en las Catedrales, sí pude apreciar a
través del juglar Paja del rey Fernando III el Santo que por aquellos salones y
jardines menudeaban las auras fantasmales de cuantos a través de los siglos han
vivido en ese palacio, un tiempo moro, luego cristiano. Y pude lanzarme a
escribir los relatos que me dictaba el juglar de los personajes que por allí
han habitado.
Y lo que son las cosas, cuando presumía que
con esta trilogía se cerraba el círculo, me llega de nuevo el canónigo
nigromante Diego Alfonso de Sevilla y me relata sustanciosas curiosidades de
cuantos en el Palacio Arzobispal de Sevilla han vivido. Y no he podido negarme
a relatar cuanto me narra de los arzobispos y no arzobispos que han morado en
esa casona. Todos ellos han dejado en esos muros sus auras fantasmales. Solo
hace falta tener el poder nigromántico de mi ya viejo amigo Diego Alfonso de
Sevilla para saber las cosas de los moradores de esa casa, en un tiempo casona
y desde el siglo XVII Palacio Arzobispal como hoy se conoce. Alejandro Guichot
cuenta que «se empezó a construir el actual palacio hacia el año 1665». Pero el
lugar de este inmueble como sede arzobispal lo es desde la Reconquista de la
ciudad por Fernando III el Santo.
El 6 de enero de 1251, el Rey Santo otorgó
a don Remondo, entonces obispo de Segovia, unas casas en Sevilla, en la
plazuela de Santa María, con su bodega, cocina, establo y huerta. Con los
siglos se le fueron adicionando fincas colindantes hasta conformar el perímetro
del Palacio Arzobispal actual.
De sus moradores y de cosas curiosas
ocurridas en sus pontificados tratará este libro.
Hay una máxima latina que dice: De mortuus nihil nissi bonum (de los
muertos no decir sino lo que les favorezca). Pero no sé si mi canónigo
nigromante se atendrá a ello. Más bien creo lo contrario. Es decir, que dirá al
pan, pan, y al vino, vino, cosas buenas y cosas no tan buenas.
Alguno se preguntará con Calderón de la
Barca, en Los hijos de la Fortuna:
–¿Aún no es muerto y ya es fantasma?
Y le diré que no. Los fantasmas, muertos
son. Los que aún vivan, moradores de esa casona, Palacio Arzobispal de Sevilla,
no son fantasmas. Todavía. Diego Alfonso de Sevilla, el canónigo nigromante,
que me dicta los siguientes relatos, me explica que solo persigue contar las
historias de los verdaderos fantasmas y, por tanto, moradores de ultratumba.
Pues adelante, que soy todo oídos. Y como
diría Federico García Lorca en la Muerte
de Antoñito el Camborio:
Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir…
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librero, que lo pida al distribuidor Sr. Rivero]
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