El 12 de junio de 1960, Juan XXIII, el buen
Papa Roncalli, canonizó a un sevillano, san Juan de Ribera, que murió como
arzobispo de Valencia. A la historia ha pasado con el título de «Patriarca de
Valencia».
Hijo natural de don Pedro Enríquez y Afán
de Ribera y Portocarrero, primer duque de Alcalá de los Gazules, nació en 1532,
al decir de todas las crónicas, en la Casa de los Pinelos, calle Abades. De ser
así, tenía que ser bautizado en el Sagrario de la Catedral, pero faltan los
libros bautismales de esa época. Es curioso que en las biografías al uso –y
tengo delante una bastante extensa de Ramón Robres Lluch– soslayan
pudorosamente señalar cómo san Juan de Ribera nació de muliere soluta,
es decir, de soltera, lo que le supuso a la hora de su incorporación al estado
clerical una dispensa especial de Roma.
Juan de Ribera estudió en Salamanca y a los
30 años, en 1562, ya era obispo de Badajoz. Siete años más tarde, pasó de
arzobispo de Valencia. Juan dejó todos sus bienes a los pobres pacenses y entró
en su nueva diócesis valenciana el 20 de marzo de 1569. Felipe II le nombró
también virrey (1602-1604) para la represión de la corrupción y el bandidaje.
Gran amante de la Eucaristía, el pontífice
Pío V lo llamó «luz de toda España». Y se esforzó por reformar la Universidad
al ver cómo la enseñanza de la teología estaba en manos de «hombres que en su
vida supieron qué cosa es leer u oír». Aplicó la reforma tridentina al clero y
creó el Real Colegio Seminario de Corpus Christi, conocido popularmente como el
«Patriarca», cita turística obligada del que visita Valencia. En su capilla
recibió sepultura el patriarca Juan de Ribera a su muerte acaecida el 6 de
enero de 1611.
La santidad de Ribera, que lo fue, no
empece esa sombra que rodea su figura en torno a la expulsión de los moriscos.
Sensible a las inquietudes sociales y con un enorme corazón, Ribera era también
hijo de su tiempo. A los moriscos –moros conversos, que más vivían como moros
que como cristianos–, el patriarca se desvivió por encontrarles una solución
pacífica y cristiana. Les predicó personalmente, discutió con ellos de las
cuestiones religiosas, les proporcionó predicadores conocedores del Islam y
editó catecismos para alfaquíes. Todo acabó en el más completo fracaso. Vistos
los escasos resultados y la inutilidad de sus esfuerzos, apoyó decididamente el
decreto de expulsión de los moriscos dado por Felipe III.
Cuando murió san Juan de Ribera, llevaba 42
años al servicio de la diócesis valenciana. Falleció a los 79 años de edad.
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