El acto de la coronación
canónica de la Virgen del Rocío tuvo lugar hace un siglo, el 8 de junio de
1919, y es el timbre principal del canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón en su
logro.
La corona de la Virgen fue hecha por los
plateros de la Catedral, tomando como modelo la de la Concepción grande de la
Seo hispalense, y la del Niño, costeada exclusivamente por doña Juana Soldán,
viuda de Cepeda, es una magnífica reunión de perlas y brillantes, hechas por la
Casa Reyes. La Corona de Virgen es de oro macizo, pesa 88 onzas, que equivalen
a más de dos kilos y medio de oro. Y tiene montados 40 brillantes de diverso
tamaño, 14 esmeraldas, 38 rubíes, 3 topacios, 5 perlas grandes y un gran número
de diamantes y perlas pequeñas. Todo ello fruto de la cuestación popular que se
venía haciendo desde un año antes.
–¡Van en ella –cuenta Muñoz y Pabón– tantos
donativos de «a perra gorda» y hasta de «perra chica»! ¡Van jornales de
siega!... ¡Va el huevo ofrecido por una infeliz!... ¡Va... hasta la limosna de
alguno que vive de ella!... ¡¡la limosna de un mendigo!! Por eso esa corona
vale más que si fuera de precio fabuloso y costeada sólo por potentados. Lleva
gotas de sudor..., bostezos de hambre, ¡privaciones de pobrecitos desheredados
de la fortuna, que le han dado a la Virgen hasta lo que no podían! ¡Exprimida
esa corona, como se exprime una esponja..., ¡ah!, ¡cuántos chorros de sudor,
convertidos en perlas; cuántas y cuántas lágrimas, trocadas en brillantes...,
cuántas gotitas de sangre, cristalizadas en rubíes, rodarían por el rostro de
la celestial Destinataria, que, como su Hijo santísimo, ante los «despilfarros»
de María Magdalena, ha tenido que decirnos: «obra buena habéis obrado en mí»!!
El 6 de junio de 1919, a las dos de la
tarde, partió Muñoz y Pabón hacia el Rocío en automóvil, acompañando al
cardenal Almaraz, arzobispo de Sevilla.
Antes, ha dejado la siembra de unas coplas
y seguidillas a la Virgen de las marismas, que se cantaron aquellos días y se
seguirán cantando con el tiempo. Coplas como estas:
Desde Sevilla a Huelva,
Madre y Patrona,
a traerte venimos,
una corona.
¿Que un sol parece?
¡Pues, aunque más no cabe,
más te mereces!
El 7 de junio, sábado, a las 6 de la tarde,
comenzó el desfile de las Hermandades, primer acto de la romería, asistiendo el
cardenal. Las hermandades fueron recibidas como de costumbre en el atrio del
templo. En total: 514 carretas, 120 coches y un sinnúmero de jinetes y romeros
a pie. Hermandades que concurrieron: Triana, con 14 carretas. Se le agregaron
algunas de Bormujos, Camas, Gines y otros pueblos. Rociana, 22 carretas.
Villamanrique: 27 carretas. Benacazón: 7 carretas. Umbrete: 38 carretas. Coria
del Río: 20. Pilas: 25. La Palma: sin concretar el número de carretas. San Juan
del Puerto: 4 carretas y 6 carros. Sanlúcar de Barrameda: no utiliza carretas
sino caballerías, 102 caballos. Huelva: 31 carretas y 3 coches. Moguer: 12
carretas, 3 coches y 150 jinetes. Y Almonte: la que llegó con el mayor número
de romeros.
A las doce y media de la noche salió la
procesión del Santo Rosario que recorrió los alrededores de la ermita. Y al día
siguiente, 8 de junio, Domingo de Pentecostés fue el acto de la coronación. La
función solemne tuvo lugar al aire libre, sacada la imagen muy de mañana de la
ermita. Cuenta Muñoz y Pabón:
–El cardenal Almaraz leyó la autorización
pontificia y bendijo las coronas y tomó juramento de que habían de custodiarla
fielmente a los señores que actuaron: de notario, D. José Moreno Soldán,
hermano mayor de La Palma; y de testigos: D. Manuel Márquez Gómez, cura párroco
de Almonte; D. Juan Acevedo Medina, alcalde; D. José Villa Báñez, presidente de
la Hermandad Matriz, y D. Ignacio de Cepeda y Sódan. A continuación, la misa
que ofició don Miguel Castillo Rosales. Al finalizar, el cardenal pronunció
unas palabras felicitando a las Hermandades por la coronación de su titular… y
bendijo a los presentes. Subió al paso de la Virgen y colocó sobre su cabeza y
la del Niño sendas coronas.
–Fue un momento –cuenta
Muñoz y Pabón– en que, como diría el vate, «Sólo se oía un trémulo sollozo»,
pero un sollozo, que dejó de serlo, para trocarse en un ¡viva! ensordecedor...,
imponente..., ¡infinito!; un «viva» de treinta mil gargantas, entre los
aplausos frenéticos de sesenta mil manos, que movía el entusiasmo y las
lágrimas copiosas de sesenta mil ojos, que preñaba de ellas la emoción;
sollozo, grito, alarido, ¡jaculatoria enorme!, ¡formidable!, que no tuvo más
remedio que llegar al cielo y repercutir en las entrañas de la Virgen, como
repercuten en las entrañas de las madres los besos de los hijos; porque
aquello, más que sollozo y más que viva, más que alarido y más que jaculatoria,
fue un beso: un beso ardiente, prolongado, ¡inacabable!, y, por añadidura,
mojado en lágrimas, con que «vio» la Paloma de las marismas cuánto y cuán honda
y despropositadamente se la quiere, ¡se la idolatra!, por estas apasionadas
tierras andaluzas.
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