martes, 4 de junio de 2019

El Cristo del Amor


Juan de Mesa, discípulo aventajado de Martínez Montañés, ha dejado en Sevilla la huella de su genio plasmada en tres Cristos maravillosos: el Señor del Gran Poder, el Cristo del Amor y el Cristo de la Misericordia. Hasta los primeros años del siglo XX se había creído que los tres pertenecían a la gubia de Martínez Montañés. Documentos fehacientes encontrados por Celestino López Martínez en el Archivo de Protocolos demostraron que el Cristo del Amor, el Gran Poder, y el Cristo de la Misericordia del convento de Santa Isabel, habían sido esculpidos por Juan de Mesa. El del Cristo del Amor decía:
«Juan de Mesa, escultor, vecino de esta ciudad de Sevilla en la collación de San Martín, otorgo y conozco que he recibido de Juan Francisco Alvarado, de la casa de la Contratación de esta ciudad y vecino de ella, mil reales...». Es una carta de pago, fechada el 6 de junio de 1620, por la que el escultor Juan de Mesa recibe sus honorarios por la hechura del Cristo del Amor.


En 1930, Sevilla rindió a Juan de Mesa un homenaje de desagravio y colocó una placa en la iglesia de San Martín, donde yacen sus restos. El humor sevillano asomó en las páginas de «El Noticiero Sevillano» en la pluma poética de José García Rufino, bajo el seudónimo de «Don Cecilio de Triana». «¿De quién es El Cacho­rro?» se titula, y espigamos estos versos:

Primero le tocó el turno
al Señor del Gran Poder,
que se dijo no era obra
de Martínez Montañés;
luego, el Cristo del Amor
dicen no es suyo también,
y ahora salen con que el Cristo
que está en Santa Isabel,
tampoco lo hizo Martínez;
y a ese paso saldrá que
el escultor que creíamos
de más fama y de más prez,
lo que hacía no eran imágenes
pues se ocupaba en hacer
en la Alcaicería muñecos
para el Portal de Belén ...

El cambio de titularidad del Cristo del Amor –Juan de Mesa por Martínez Montañés– apagó una bonita leyenda que se había fraguado en Sevilla: El porqué de su nombre. Os lo contaré.
En la iglesia de los Terceros un grupo de cofrades aguardaba impaciente la llegada de Martínez Montañés con la imagen del Cristo encargado. El altar estaba preparado, la cruz huérfana de la imagen también, y un pequeño tablado para alzar el crucificado.
Llegó el escultor con varios discípulos. Traían envuelta la imagen tallada. Comenzaron a colocarla. Uno de los discípulos, el más callado pero también el más increyente, se subió a la tarima para recibir de Martínez Montañés la imagen. La tomó en sus brazos y, tras un movimiento vacilante que la pudo hacer caer, se aferró fuertemente al Cristo, estrechando la cabeza del nazareno contra su pecho.
Martínez Montañés, que estaba debajo, lanzó un improperio:
–¡Imbécil!
Pero no ocurrió nada. El Cristo fue colocado sobre la cruz y, cuando el discípulo bajó, una mancha de sangre teñía su camisa a la altura del pecho.
–¿Qué es eso? ¿Sangre? –le preguntó Montañés Montañés.
–-Sí –le respondió el discípulo.
–¿Es tuya esa sangre?
–Sí –respondió de nuevo.
Una espina de la corona del Cristo, en aquel abrazo, se había clavado en su pecho apuntando al corazón.
–¡Estoy herido de amor! –exclamó el muchacho.
Y los hermanos cofrades, que allí se encontraban, exclamaron:
–¡Santo Cristo del Amor!
Y así vino a llamarse ese maravilloso Cristo que hoy se venera en la iglesia del Divino Salvador.
El joven discípulo de Martínez Montañés –culmina así la leyenda–, trocó su incredulidad por el Amor de Cristo e ingresó de fraile en el convento de los Terceros.

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