Juan de Mesa, discípulo aventajado de
Martínez Montañés, ha dejado en Sevilla la huella de su genio plasmada en tres
Cristos maravillosos: el Señor del Gran Poder, el Cristo del Amor y el Cristo
de la Misericordia. Hasta los primeros años del siglo XX se había creído que
los tres pertenecían a la gubia de Martínez Montañés. Documentos fehacientes encontrados
por Celestino López Martínez en el Archivo de Protocolos demostraron que el
Cristo del Amor, el Gran Poder, y el Cristo de la Misericordia del convento de
Santa Isabel, habían sido esculpidos por Juan de Mesa. El del Cristo del Amor
decía:
«Juan de Mesa, escultor, vecino de esta
ciudad de Sevilla en la collación de San Martín, otorgo y conozco que he
recibido de Juan Francisco Alvarado, de la casa de la Contratación de esta
ciudad y vecino de ella, mil reales...». Es una carta de pago, fechada el 6 de
junio de 1620, por la que el escultor Juan de Mesa recibe sus honorarios por la
hechura del Cristo del Amor.
En 1930, Sevilla rindió a Juan de Mesa un
homenaje de desagravio y colocó una placa en la iglesia de San Martín, donde
yacen sus restos. El humor sevillano asomó en las páginas de «El Noticiero
Sevillano» en la pluma poética de José García Rufino, bajo el seudónimo de «Don
Cecilio de Triana». «¿De quién es El Cachorro?» se titula, y espigamos estos
versos:
Primero le tocó el turno
al Señor del Gran Poder,
que se dijo no era obra
de Martínez Montañés;
luego, el Cristo del Amor
dicen no es suyo también,
y ahora salen con que el
Cristo
que está en Santa Isabel,
tampoco lo hizo Martínez;
y a ese paso saldrá que
el escultor que creíamos
de más fama y de más prez,
lo que hacía no eran imágenes
pues se ocupaba en hacer
en la Alcaicería muñecos
para el Portal de Belén ...
El cambio de titularidad del Cristo del
Amor –Juan de Mesa por Martínez Montañés– apagó una bonita leyenda que se había
fraguado en Sevilla: El porqué de su nombre. Os lo contaré.
En la iglesia de los Terceros un grupo de
cofrades aguardaba impaciente la llegada de Martínez Montañés con la imagen del
Cristo encargado. El altar estaba preparado, la cruz huérfana de la imagen
también, y un pequeño tablado para alzar el crucificado.
Llegó el escultor con varios discípulos.
Traían envuelta la imagen tallada. Comenzaron a colocarla. Uno de los
discípulos, el más callado pero también el más increyente, se subió a la tarima
para recibir de Martínez Montañés la imagen. La tomó en sus brazos y, tras un
movimiento vacilante que la pudo hacer caer, se aferró fuertemente al Cristo,
estrechando la cabeza del nazareno contra su pecho.
Martínez Montañés, que estaba debajo, lanzó
un improperio:
–¡Imbécil!
Pero no ocurrió nada. El Cristo fue
colocado sobre la cruz y, cuando el discípulo bajó, una mancha de sangre teñía
su camisa a la altura del pecho.
–¿Qué es eso? ¿Sangre? –le preguntó
Montañés Montañés.
–-Sí –le respondió el discípulo.
–¿Es tuya esa sangre?
–Sí –respondió de nuevo.
Una espina de la corona del Cristo, en
aquel abrazo, se había clavado en su pecho apuntando al corazón.
–¡Estoy herido de amor! –exclamó el
muchacho.
Y los hermanos cofrades, que allí se
encontraban, exclamaron:
–¡Santo Cristo del Amor!
Y así vino a llamarse ese maravilloso
Cristo que hoy se venera en la iglesia del Divino Salvador.
El joven discípulo de Martínez Montañés –culmina
así la leyenda–, trocó su incredulidad por el Amor de Cristo e ingresó de
fraile en el convento de los Terceros.
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