El 1 de julio de 1817 se pregonó un
edicto de la Real Audiencia de Sevilla de persecución de los Niños de Écija. En
él aparecen los nombres de Pablo de Aroca, alias Ojitos, el jefe, Diego
Meléndez, Juan Antonio Gutiérrez el Cojo, Francisco Narejo Becerra,
José Martínez, El Portugués y El Fraile. Inmediatamente se
formaron por los pueblos cuadrillas de escopeteros que se lanzaron a la captura
de la banda.
A lo largo de un año fueron cayendo sus
componentes, unos vivos y pasados por la horca o el garrote vil, otros muertos.
El Fraile, por nombre fray Antonio de Legama, goza de una vida legendaria
que ha sido contada por Manuel Chaves en su libro Ambientes de antaño y
que deseo resumir aquí.
Pertenecía fray Antonio al convento sevillano
de los Padres Terceros de Nuestra Señora de Consolación, fundado en 1602 por
compra de la casa principal de los Céspedes en la collación de Santa Catalina,
casa inmediata a la de los duques de Arcos. A este convento trajeron la imagen
de la Virgen de Consolación que se veneraba en el convento que estos frailes
tenían en Bollullos del Condado, llamado de San Juan de Morañina. Como
protestaran los lugareños por la pérdida de su imagen, los frailes les
contentaron con otra, bajo la advocación del Socorro. La Virgen de Consolación
presidió en su tiempo el altar mayor de una iglesia, hermosa y amplia, regida
actualmente por la Hermandad de la Cena.
Pues en este convento vivía en paz y
gracia de Dios a principios del siglo XIX nuestro buen fraile, natural de la
villa de Aguilar de la Frontera, provincia de Córdoba. Profesó de lego y vivía
en la paz de aquellos claustros cuando la ocupación de la ciudad por los
franceses en 1810 vino a turbar su sosiego, el de los frailes terceros y el de
todos los frailes de Sevilla. Porque los franceses dispusieron la
exclaustración de los frailes y la ocupación de sus conventos para convertirlos
en cuarteles u otros menesteres.
Exclaustrado nuestro fray Antonio de
Legama, pasó a su pueblo donde ejerció el bello oficio de domine, enseñando
a leer y escribir a la chiquillería del pueblo. Le iba tan bien y estaba tan
contento en su nuevo quehacer que cuando en 1814 llegó al trono Fernando VII y
fueron restituidos los frailes a sus conventos, a fray Antonio no le venían
ganas de volver al suyo de Sevilla. Pero fue tanta la insistencia de sus
frailes, que un buen día, en la primavera de 1815, vistió de nuevo sus hábitos,
se despidió de sus paisanos, montó en una mula y tomó el camino de Sevilla.
Se hallaba por los alrededores de La
Luisiana cuando nuestro pacífico viajero se vio rodeado por una partida de
forajidos. Eran los Niños de Écija, que se vieron contrariados por la
poca fortuna que llevaba el fraile y tentados de acabar con él de un trabucazo.
En ese momento una chispa alumbró la mente de fray Antonio y, resuelto a
resolver su porvenir, pidió que lo admitiesen en la cuadrilla perjurando mil
veces que no se arrepentirían de ello.
Y así fue cómo el fraile tercero del
convento de Sevilla pasó a engrosar la lista de los Siete Niños de Écija, que
ni fueron siete, sino muchos más los que formaron esta cuadrilla de truhanes a
lo ancho de su corta existencia de malhechores, ni la mayoría de ellos eran de Écija.
Es lo mismo que se dice de Las Partidas de Alfonso X el Sabio.
–¿Cuántas son las Siete Partidas?
–Siete.
–No; las Siete Partidas son catorce.
Pues lo mismo se diga de los Siete Niños
de Écija: ni fueron siete ni todos de Écija, que los había de tierras aledañas
de Marchena, Osuna, Lora del Río y Carmona.
Hubo un tiempo en que Écija se sentía
ofendida por hacerle cuna de estos pretendidos hijos bandoleros y de esa
«vulgar leyenda que la hace haber sido madre de los bandidos que se conocen con
el nombre de los Siete Niños de Écija, pues este nombre lo tomaron, no por el
lugar de su nacimiento, sino por el sitio que fue teatro de sus fechorías».
Todos ellos fueron cayendo ante la
justicia, unos antes y otros después, unos ahorcados, otros a garrote. También
el sino de fray Antonio de Legama, el Fraile, estaba echado. El 27 de
septiembre de 1817 –hoy hace de ello 199 años– subió al patíbulo de la Plaza de
San Francisco de Sevilla donde le aguardaba el verdugo Andrés Cabeza, que lo
ejecutó a garrote vil. Su cuerpo, que pasó a mejor vida, como bien se dice, fue
descuartizado, y parte de ellos descansó en el osario de la parroquia de San
Pedro. Nada pudieron hacer los padres terceros, aunque lo intentaron, por
rescatarle de la terrible pena de muerte.