Hoy,
18 de septiembre, celebra la Iglesia la primera festividad de Santa María de la
Purísima de la Cruz, después de su canonización el pasado 18 de octubre en la
Plaza de San Pedro, domingo del Domund.
Cuando
hace unos días, el papa Francisco canonizó a Teresa de Calcuta, se dijo que
había sido una canonización exprés. Pues con todo lo grande y universalmente
conocida que es Madre Teresa de Calcuta, hay una sencilla monja española que le
ha ganado en la escalada a los altares. Me refiero a María de la Purísima,
Hermana de la Cruz. Madrileña de nacimiento, pero fabricada santa en Sevilla,
murió un año después que Teresa de Calcuta y ha subido a los altares un año
antes. Madre María de la Purísima murió el 31 de octubre de 1998 (Teresa falleció
el 5 de septiembre de 1997) y fue canonizada el 18 de octubre de 2015 (Teresa
de Calcuta lo ha sido casi un año después, el 4 de septiembre, hace unos días).
María
de la Purísima murió en Sevilla de cáncer.
Al
amanecer de ese 31 de octubre llamaron al capellán don José Polo para que le
administrara la unción de enfermos. Cuenta el capellán, mi buen amigo:
–Me
causó un gran impacto, que no olvidaré nunca, cuando me llamaron con urgencia,
a las siete de la mañana… Yo no esperaba un desenlace tan rápido de su
enfermedad. Al verla rodeada de todas sus hijas, recordé la frase de santa
Teresa de Jesús: «En fin, Señor, soy hija de la Iglesia».
Llamaron
también al médico, don Antonio Gallardo, el cirujano que la operó.
Cuenta
el doctor:
–Lo
que encontré en la enfermería es para verlo, pues, por mucho que lo explique,
es difícil hacerse una idea. En el largo pasillo de la enfermería y en la
habitación que ocupaba la enferma, no cabía nadie más; un silencio absoluto a
pesar del llanto de todas las religiosas que allí se encontraban. Estaba en
coma, con gran disnea, tratada con oxígeno y en situación irreversible.
Y
volviéndose hacia las Hermanas, les dijo:
–La
Madre ya hace tiempo que vive en el Cielo.
Aún
con vida, las Hermanas fueron pasando en silencio y llorosas a besarle la mano.
Aún tenía vida, pero aparentemente ya no tenía conciencia de nada. A las nueve
y media de la mañana expiró. Sábado 31 de octubre de 1998. Tenía 72 años.
–Se
fue apagando lentamente, dulcemente –cuenta una Hermana–. No dijo ninguna
palabra, no podía ni hacía falta, había dicho ya tantas… había dicho tanto con
su vida y con estos días de dolor callado, sufridos en soledad para no hacernos
sufrir. Así, dulce y suave, como había sido su vida, se nos fue al cielo, sin
hacer ningún gesto, sin querer que nos diéramos cuenta… Yo en ese momento,
cuando le cerramos el suero, comprendí, con una evidencia clara y cierta, que
acababa de ver morir a una santa. Siempre había pensado que las vidas de santos
eran para leerlas en el refectorio, pero en ese momento abarqué una realidad
que quizás tenía en el subconsciente hacía mucho tiempo: «Había vivido con un
alma santa».
Su
muerte fue algo inesperado para las Hermanas. ¿Es posible que tan de repente
haya muerto cuando dos días antes les había hablado en la lectura espiritual y
hecho el rezo en cruz y de rodillas en la capilla?
Es
un silencio lleno de lágrimas el que corre por la Casa Madre.
Preguntó
el doctor Gallardo:
–¿Será
enterrada en el mismo convento?
Le
respondió la Vicaria:
–No
podrá ser porque mañana es domingo y el lunes es también festivo por traslado
de la festividad de Todos los Santos al lunes y no habrá posibilidad de
conseguir los permisos pertinentes.
Al
volver horas después el doctor para extender el certificado de defunción, la
Vicaria le dijo que se había producido el primer «milagro». A pesar de ser
domingo, había sido autorizado por Sanidad (cuyo director se encontraba en
Barcelona) para poder ser enterrada dos días después y en el convento sin
necesidad de proceder a su embalsamamiento, y por otro lado la Autoridad
Eclesiástica había autorizado la inhumación en la Cripta del convento que ocupó
Sor Ángela hasta su beatificación.
–¿No
cree que esto se puede considerar como un signo especial después de su muerte?
Bajado
el cadáver a la capilla, allí estará durante dos días entre el fervor y rezo de
las Hermanas, que de todas las casas iban llegando para darle el último adiós,
y el revuelo de los sevillanos, que en gentío enorme se arremolinó en torno al
convento en cuanto corrió la noticia de su muerte por Sevilla. Comenzaron a llegar personas de toda clase
social: antiguas alumnas, sus pobres tan queridos, bienhechores, sacerdotes,
religiosos, autoridades… La gente pasaba medallas, rosarios y estampas y
luego los besaban. Y traían ramos de flores. Y muchos sacerdotes oficiaron
misas, unas tras otras, durante estos tres días de velatorio. No faltaron
tampoco las representaciones de las Cofradías sevillanas. Por allí aparecieron
los hermanos mayores de la Amargura, la Macarena, el Amor…
El
lunes día 2, conmemoración de los fieles difuntos, a las 12 de la mañana, se celebraron
las exequias. Presidió la Eucaristía el arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo
Vallejo, acompañado de cuarenta y nueve sacerdotes. La iglesia, llena, y
multitud de gente en la calle.
Terminado
el funeral, se formó la procesión para depositar los restos de María de la
Purísima en la cripta. El féretro fue llevado por nueve Hermanas que se fueron
turnando hasta cuatro veces; detrás, iba el Consejo y familiares de la difunta:
su cuñada Mercedes Ojembarrena, viuda de su hermano Guillermo, y sus sobrinos Guillermo
y Olga. A continuación las Hermanas; y cerrando la procesión, los cuarenta y
nueve sacerdotes con el arzobispo. Depositaron el féretro en el sepulcro donde
Sor Ángela había estado enterrada durante 50 años.
La
portada del ABC de Sevilla del martes
3 de noviembre es elocuente. Unas Hermanas de la Cruz que llevan el féretro con
los restos mortales de María de la Purísima. Una de ellas, con una mano en el
rostro quiere tapar su dolor y sus lágrimas.
La
exclamación de muchos devotos ante su cadáver o ante su tumba, al depositar un
ramo de flores, fue constante:
–¡Ha
muerto una santa!
O
lo que dijo esa Hermana:
–¡Se
nos fue al cielo!
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