sábado, 1 de octubre de 2016

Teresa de Lisieux, una muerte de cruz, como la de Jesús

Hoy, 1 de octubre, festividad de santa Teresa de Lisieux…
Está enferma de tuberculosis. El 8 de septiembre de 1897, fiesta de la Virgen y séptimo aniversario de su profesión, Teresa escribe con letra temblorosa su último escrito. Al dorso de una estampa de Nuestra Señora de las Victorias, garabatea:
–¡Oh María! Si yo fuera la Reina del cielo y tú fueses Teresa, quisiera ser Teresa para que tú fueses la Reina del cielo.
En esa misma estampa tenía pegada la florecilla que su padre le dio cuando le pidió permiso para entrar en el Carmelo en 1887.


 Ese día recibió de su hermana Leonia una caja de música y un ramo de flores silvestres. Y un petirrojo se coló por la ventana y se puso a brincar en su cama.
¡Demasiadas cosas encantadoras...! Teresa se puso a llorar.
El 10 de septiembre aparece el doctor de Cornière después de sus vacaciones y quedó consternado del estado de la enferma. Invasión progresiva del pulmón izquierdo. Teresa no puede respirar casi. Los pies comienzan a hincharse.
La madre priora le habla al doctor de la compra de un nuevo terreno en el cementerio de la ciudad, porque ya no quedaba lugar en el antiguo. Y ello dicho imprudentemente delante de Teresa. Ésta dijo riendo:
–¿Entonces seré yo quien estrene ese nuevo cementerio?
Una mañana, sor Amada la levantó en brazos para rehacer su cama. Hizo venir a madre María de Gonzaga para que viese su delgadez; los huesos transparentaban casi su espalda.
–¡Qué menuda es nuestra hijita! – dijo la priora.
Y Teresa le respondió con humor:
–¡Un esqueleto!
El doctor de Cornière la ve de nuevo el 20 de septiembre y constata que los sufrimientos de la enferma son «un verdadero martirio». Y le dice a Teresa que tiene una «paciencia heroica».
Teresa le responde:
–¿Cómo puede decir que tengo paciencia? ¡Eso no es cierto! No paro de quejarme, suspiro, exclamo continuamente: ¡Ay, ay! Y también: ¡Dios mío, no puedo más! ¡Ten compasión, ten compasión de mí!
Al día siguiente, preguntará a su hermana Inés de Jesús:
–¿Qué es la agonía? ¡Me parece estar en ella de continuo...!
El 24 de septiembre es el séptimo aniversario de la toma del velo negro de profesa. El doctor de Cornière viene a visitarla y se siente edificado de la enferma.
–¡Es un ángel! Tiene cara de ángel, su rostro no se ha alterado lo más mínimo, a pesar de sus enormes sufrimientos. Nunca he visto cosa igual. Dado su estado de adelgazamiento general, es cosa sobrenatural.
El doctor de Cornière prescribió inyecciones de morfina, para paliar sus dolores, pero la madre María de Gonzaga no lo permitió. Prejuicios de la época. Y no es que no quisiera dárselo a Teresa por otros motivos; cuando ella muera en 1904, víctima de un cáncer de lengua, tampoco permitirá la morfina para sí. Teresa tomará solamente en muy pequeñas dosis jarabe de morfina los últimos días.
El sacerdote Pedro Faucon confesó a Teresa el 29 de septiembre. En su deposición canónica, confesó:
–A causa de la grave enfermedad del señor Youf, confesor ordinario, fui llamado yo para escuchar la última confesión de la sierva de Dios, ya moribunda. Entré en la enfermería como en un santuario. Al verla, me sentí inundado de un profundo respeto. En medio de sus sufrimientos, ella estaba tan bella, tan serena, que parecía ya en el cielo.
La madre Inés de Jesús recuerda la exclamación del confesor al salir de la enfermería:
–¡Qué alma tan bella!
Llega el 30 de septiembre. Ahora le queda lo más duro por hacer en su vida: saber morir.
Están sus hermanas Inés de Jesús y sor Genoveva con ella. El reloj marca las tres de la tarde. La agonía empezó poco después; una larga y terrible agonía. La oían decir:
–¡Oh! ¡Es el sufrimiento del todo puro, pues no hay ni un solo consuelo!
–¡Oh, Dios mío! ¡Sin embargo, amo a Dios! ... ¡Oh, mi buena Virgen Santísima, venid en mi socorro!
–Si esto es la agonía, ¿qué será la muerte?... ¡Oh, Madre mía, os aseguro que el vaso está lleno hasta los bordes!
–¡Sí, Dios mío, todo lo que queráis, pero tened compasión de mí!
Le salían las palabras entrecortadas y desgarradoras.
No será una muerte de amor, como se lee en san Juan de la Cruz de la muerte del justo. Será una muerte de cruz, como la de Jesús. Se redoblarán en sus últimas horas las tentaciones que la atormentan contra la fe. Sumida en la noche. Sentirá como el Señor ese grito de Jesús en la cruz: «¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?». El sudor corre por su frente, se agita en el lecho, pide que echen agua bendita alrededor suyo, y dirá:
–¡Cuánto hay que rezar por los agonizantes!
Inés de Jesús, desconcertada, salió de la enfermería y corrió ante una imagen del Sagrado Corazón a la que le tenía mucha devoción. Y suplicó:
–Sagrado Corazón, te lo pido, haz que mi hermana no muera desesperada.
Sentía, presagiaba en su corazón que no era aquella la muerte de una santa religiosa sino la muerte de un pecador.
El gran teólogo Karl Rahner dirá, refiriéndose a los últimos momentos de Teresa:
He aquí alguien que ha muerto bajo la influencia fatal de una completa incredulidad hasta las raíces de su ser y que en esta situación persistió en creer. Ella creía apagándose de tisis.
Hasta el último momento de su vida, después de dos años, en medio de la enfermedad que la llevó a la tumba, no le faltó la prueba de la duda y de la crisis de fe.
Llamaron a la comunidad. Teresa esbozó una leve sonrisa a las monjas cuando llegaron. Tenía en sus manos un crucifijo. Su respiración era jadeante, el sudor frío. Sor Genoveva le pasaba por los labios un pedazo de hielo. Teresa la miraba con ternura.
La priora, pensando que la agonía se iba a prolongar, despide a la comunidad. Teresa le dice:
–Madre mía, ¿no es esto la agonía? ¿No voy a morir? ¡No voy a saber nunca morir!
Luego, con voz dulce y lastimera, dijo:
–¡Pues bien! ... ¡Adelante... adelante! ¡Oh, no quisiera sufrir menos!
Luego, mirando a su crucifijo:
–¡Oh!... ¡le amo!... ¡Dios mío..., os amo!
Fueron sus últimas palabras. Su cabeza se desplomó hacia la derecha. Pero, de repente, abrió los ojos y los tuvo fijos en el rostro de la Virgen de la Sonrisa. El tiempo del rezo de un Credo. Cerró los ojos y exhaló su último suspiro... Era el jueves 30 de septiembre de 1897, siete y veinte de la tarde. Llovía sobre Lisieux.

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