Monseñor
Emilio Lisson y Chaves, que fuera arzobispo de Lima, me confirmó el 1 de junio
de 1950, hace de ello 65 años, en mi pueblo de Santa Olalla del Cala, en la
sierra de Huelva. Y recuerdo esto con doble satisfacción: por el sacramento de
la confirmación que recibí y por haberlo recibido de un obispo santo.
¿Y
qué hacía en un pueblo pequeño de Andalucía quien fuera arzobispo de Lima?
Sencillamente,
estaba exiliado de su patria. En 1931 había sido obligado a renunciar a su
diócesis y salir del Perú al tomar el poder el teniente coronel Luis Sánchez
Cerro. Monseñor Lisson marchó a Roma, se presentó ante Pío XI y quiso contar al
Papa la verdad de los hechos. Pero Pío XI le respondió:
–Usted
no tiene nada de qué defenderse. No hay ninguna acusación canónica. Yo he usado
este procedimiento paterno para su bien y el de sus feligreses.
Tras
su renuncia, le dieron el título de arzobispo titular de Methymna, pero
humildemente pidió volver al Perú como «párroco de Chachapoyas o en alguna
tribu de los indios», sin éxito.
El
gobierno de Sánchez Cerro le acusó entre otras cosas de enriquecimiento
ilícito. Algunos años después sus acusadores le pidieron perdón y reconocieron
que sus imputaciones habían sido injustas. En Roma, monseñor Lisson hizo
testamento donde expresó:
–No
debo nada al arzobispado de Lima ni a sus instituciones, pues jamás he
dispuesto de ninguno de sus bienes para mi beneficio personal o el de mi
familia.
Vivió
y murió pobremente. En Roma, se dedicó en los archivos del Vaticano a recopilar
documentación sobre la historia de la Iglesia en el Perú. Ello le llevará años
después a venir a España y afincarse en Sevilla, adonde llegó el 5 de diciembre
de 1940, para indagar en el Archivo de Indias. Fruto de sus investigaciones fue
su obra «La Iglesia de España en el Perú. Colección de documentos para la
historia de la Iglesia en el Perú» (4 volúmenes). Los beneficios que obtuvo de
la publicación de esta monumental obra fueron destinados a becas de estudio
para futuros sacerdotes de Perú.
Como
había sido religioso de la Congregación de la Misión, que fundara san Vicente
de Paúl, antes de ser elevado a la dignidad episcopal, residió en Sevilla con
los Padres Paúles de la calle Pagés del Corro de Triana, como un cura más, así
era de sencillo. Y como en el palacio arzobispal residía el célebre cardenal
Segura, este lo utilizaba para que fuera por esos pueblos de su archidiócesis a
confirmar.
Don
Francisco Cruces, durante muchos años párroco de San Pedro de Sevilla, me
contaba sabrosas anécdotas de este obispo a quien acompañó por toda la Sierra
de Aracena, en aquellos años de la postguerra, años de hambre, confirmando en
la fe a toda criatura de la extensa diócesis de Sevilla. Aún recuerdo, como
todo chaval, la pequeña guantada que, conforme a la ceremonia de entonces, me
dio en la cara.
Los
cuarenta fueron duros años de pobreza y carencia de todo. Y no es que monseñor
Lisson dispusiera de una buena bolsa –era tan pobre que al llegar a Roma, tras
su exilio, compró en un ropavejero romano las ropas episcopales desechadas por
un cardenal de la Curia–, pero la gente de Triana llamaba a su puerta, la del
convento de Pagés del Corro, y le gritaba: «¡Padre Cardenal!», porque para
ellos en Sevilla un obispo es cardenal. Y él los socorría como podía. De ahí
también el apelativo de «Monseñó er santo». El cardenal Segura lo utilizó
durante años como un efectivo obispo auxiliar que, sin serlo, le resolvía el
problema de las numerosas confirmaciones por los pueblos más apartados de la
diócesis hispalense. El cardenal Segura le llamaba el «obispo obediente». En
cierta ocasión, visitando la comunidad paúl de Triana, dijo: «Tengo el honor y
la satisfacción de presentar a ustedes a mi santo obispo coadjutor». Y añadió:
«El es el obispo «obediente» y yo el «rebelde». Refiriéndose sin duda a la
situación de ambos al haber sido arrojados de sus diócesis en el mismo año
1931: Lisson de Lima y Segura de Toledo.
Y
en verdad que uno era obediente y el otro rebelde. Monseñor Lisson renunció a
su diócesis, obedeciendo a Roma, para no crear problemas a la Iglesia del Perú.
El cardenal Segura, expulsado por la Segunda República, creó no pocas
dificultades a la Iglesia de España y estuvo enrocado varios meses hasta
renunciar a su diócesis primada.
De
Segura, tengo una biografía pendiente, y su perfil ya lo dibujé en mi libro
«Los Arzobispos de Sevilla». «Fanático, de cabeza dura y de una intolerancia medieval» son
calificativos que le dio Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco. Y no está
lejos de la realidad de este cardenal estepario.
Monseñor
Lisson era todo lo contrario: sencillo y humilde. «Monseñó er santo» era de
estatura mediana, poquita cosa, ni siquiera daba a entender, con su andar
humilde, que bajo aquella sotana se escondía el arzobispo de Lima.
En
sus últimos años de vida, marchó a Valencia, donde el arzobispo Olaechea le dio
acogida en su palacio arzobispal. Y en Valencia murió el 24 de diciembre de
1961. Años después, comenzó su andadura hacia los altares. En Lima se inició su
causa de beatificación y rectificar así la torpeza de haber echado de la
diócesis a un santo. Y se comenzó por devolver a su tierra natal los restos
mortales de este buen arzobispo. El 23 de julio de 1991 tuvo lugar esta
ceremonia, bajo la presidencia del arzobispo de Valencia, monseñor Miguel Roca,
y del arzobispo de Lima, monseñor Augusto Vargas. Trasladados su restos a Perú,
descansan definitivamente en la capilla de Santa Rosa de la catedral de Lima.
Su proceso de beatificación concluyó en 2008 en su fase diocesana. No sé en qué
situación se encuentra ya en la fase romana.
Pero
tengo la satisfacción de recordarlo y de saber que me confirmó en la fe un
obispo santo.