Habría
que escribir la historia de la Giralda, que tiene su aquel. Ya he hablado en
otra ocasión de sor Bárbara, la hija del campanero, que nació en lo alto de
ella, bajo el cuerpo de campanas a mediados del siglo XIX. Y tantos lances y
episodios ocurridos en la torre desde su inauguración en 1197.
Cervantes,
que conoció la Giralda antes y después del airoso remate de Hernán Ruiz, la
rememora en el Quijote al narrar el
episodio del caballero del Bosque:
–Una
vez me mandó (Casildea de Vandalia) que fuese a desafiar a aquella famosa
giganta de Sevilla, llamada Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de
bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del
mundo.
Y
el ecijano Vélez de Guevara, en El Diablo
Cojuelo, califica a la Giralda torre «tan hija de vecino de los aires, que
parece que se descalabra en las estrellas».
El
suceso que hoy narro ocurrió en 1684. Vivió Sevilla en el invierno de 1683-84
una de las inundaciones más grandes de su historia. Las lluvias habían durado
sin interrupción más de sesenta días, anegando todos los barrios periféricos de
la ciudad. Tan afectadas quedaron las calles y las casas que el Ayuntamiento
prohibió la circulación de vehículos para que sus vibraciones no amenazasen
más el deplorable estado de los edificios. Cumplieron la orden todos, también
el arzobispo, y el asistente, y el regente de la Audiencia, y el presidente de
la Casa de Contratación. El arzobispo de Sevilla don Ambrosio Spínola hizo
más: dio de comer a una legión de pobres por una portezuela que abrió de su
palacio a la calle Don Remondo. De él se ha escrito que «murió pobre por haber
dado a los pobres la limosna de un millón y más de ducados».
La
muerte del arzobispo sobrevino, refieren las crónicas, a raíz de esta anécdota.
Como en todas las calamidades que afligían a Sevilla, también en ésta el
arzobispo quiso subir a la Giralda para bendecir con el lignum crucis
los cuatro puntos cardinales de la ciudad e implorar a Dios la librase del
azote de la inundación. Pero lo hizo descalzo. Para mayor penitencia. Y pilló
tal pulmonía, de resultas de la cual murió. Acaeció el 24 mayo de 1684 –hoy
hace 331 años– y fue enterrado en la Casa Profesa de los jesuitas hasta que sus
restos, juntos con los de su tío el cardenal Spínola, fuesen llevados al
panteón de la iglesia del Colegio de la Concepción o de las Becas, del que eran
patronos. Este traslado tuvo lugar el 4 de mayo de 1710.
Su
tío, el cardenal Agustín Spínola, también arzobispo de Sevilla, regentó la
diócesis hispalense de 1645 a 1649. Era hijo de Ambrosio Spínola, el célebre
general de la rendición de Breda. Aunque ese año hubo una gran mortandad en
Sevilla, a consecuencia de la peste, el cardenal Spínola no murió de ella.
Refugiado en su residencia de Umbrete, soportaba cristianamente los fuertes
dolores de gota, que trataba de atenuar tomando borujo, masa que resulta del
hueso de la aceituna después de molida y prensada. Los médicos dirán si esta
receta casera que tal vez le recomendaron los lugareños de Umbrete resulta
eficaz para aliviar el dolor; pero lo cierto es que el cardenal se murió.
Su
sobrino, ya digo, murió de un resfriado fatal por subir a la Giralda descalzo. El
jesuita Gabriel de Aranda, en su Vida del Venerable Contreras, ofrece
estos rasgos de Spínola:
–Murió
a los 52 años de su edad, con tanto sentimiento de las ovejas, que aún balan
por su Pastor, y quisieran, si pudieran, resucitarle. Este virtuoso Príncipe
todo celo, todo blandura, todo amor, todo caridad, todo hacer bien, todo obrar
mejor, nada suyo, todo de los pobres, todo limosnas, todo piedad.
Por
su generosidad, Spínola se convirtió en el gran arzobispo de la caridad. «Ya
desde su llegada a Sevilla se había informado de las personas pobres que había
en la ciudad a quien tenían situada limosna los prelados sus antecesores, y no
quitó ni aminoró nada, sino aumentó mucho más. A los conventos pobres socorría
con trigo en Navidad y Resurrección. En su puerta se daba un cuarto de limosna
a cuantos pobres mendigos pedían por la mañana, y era tanto el número de los
que acudían, que aquel cuarto solo que se les daba, montaba al del año más de
ocho mil ducados. Los jueves todos del año, daba de comer en su palacio a trece
pobres honrados, en memoria del Redentor del mundo y sus Apóstoles: a éstos les
servía a la mesa asistido de sus familiares y, en acabando de comer, les iba
besando la mano y poniéndoles en ella a cada uno un par de reales. Y esta
limosna la solía repetir en vísperas de nuestra Señora o santos de su devoción»
(Loaysa). ¡Vamos, como el papa Francisco!
Pero
su caridad llegó al máximo en la gran depresión de 1679, por la enorme sequía
que produjo pésimas cosechas. Cuenta Loaysa, contemporáneo, que «todos vimos en
su casa el año de la hambre, que fue el de 1679, en el que dando raciones de
pan cuatro veces en la semana a los que iban a su palacio, llegaron a juntarse
dentro de aquella caritativa casa muchas veces veinticuatro mil personas; y las
más de las veces no bajaban de dieciocho a veinte mil, ocupándole toda la casa,
sin dejarle más que un corto aposento en que estar».
Hubo
de abrir un postigo en la fachada del palacio, donde, sentado en un sillón,
repartía de su propia mano catorce mil hogazas de pan diarios. El viajero
inglés Thomas Williams, que pasó tres meses en Sevilla en 1680, relata en su The
Travels in Spain lo mucho que oyó hablar del arzobispo Spínola y su caridad
durante la carestía del año anterior.
Moraleja
para futuros arzobispos de Sevilla: ¡sean tan caritativos como el arzobispo
Spínola, padre de los pobres, pero no se les ocurra imitarles en subir
descalzos a la Giralda, sobre todo si es invierno y hace un frío de muerte,
nunca mejor dicho!
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