viernes, 29 de septiembre de 2017

San Miguel arcángel, con su espada flamígera

En el año 590, una terrible epidemia de peste asola la ciudad de Roma. El papa Pelagio II es una de sus víctimas. La dramática situación exigía la elección inmediata de un nuevo papa. Y recayó en el monje Gregorio, que pasará a la historia con el apelativo de el Grande. El nuevo papa exhortó al pueblo a elevar plegarias a Dios y organizó una gran procesión de tres días, que es recordada por Gregorovius, basado en crónicas de Paolo Diácono y Gregorio de Tours:
–La procesión fue ordenada del modo siguiente: el pueblo fue dividido por edades y por condición social en siete grupos. Cada uno de ellos debía reunirse en una iglesia distinta y de ella dirigirse solemnemente a Santa María la Mayor. Los clérigos, en San Cosme y Damián, junto con los sacerdotes del sexto distrito; los abades con sus monjes, en San Gervasio y Protasio, junto con los del cuarto; y las abadesas y sus monjas, con los párrocos del primer distrito, en San Marcelino y San Pedro. Los niños partían de San Juan y San Pablo con los sacerdotes del segundo distrito; los laicos, con los del séptimo, desde San Esteban de Celio; las viudas, con los del quinto, desde Santa Eufemia; y, por último, todas las mujeres desposadas, junto con los sacerdotes del tercer distrito, desde San Clemente.


 En medio de aquella terrible peste, una serpenteante procesión fúnebre recorría las calles de Roma. De pronto, cuando el papa Gregorio atravesaba el puente que conduce a San Pedro al frente de la procesión, el pueblo asombrado contempló en el cielo sobre el mausoleo de Adriano al arcángel san Miguel en actitud de enfundar su espada flamígera, como indicando que la terrible epidemia de peste había terminado.
En recuerdo de aquel milagroso suceso, en el mausoleo de Adriano se levantó una capilla en honor del arcángel y desde entonces se conoció aquel lugar como Castel Sant’Angelo (Castillo del Santo Ángel). Hoy día, quien visite Roma, contemplará en la cúpula del monumento, cercano al Vaticano, el ángel de bronce esculpido en 1763 por Verschaffelt, que sustituyó al anterior en piedra de Guillermo de la Porta.
El nuevo calendario de la Iglesia ha agrupado en este día 29 de septiembre, festividad de san Miguel, la celebración de los otros dos arcángeles Gabriel y Rafael, cuyas fiestas recaían respectivamente el 24 de marzo y el 24 de octubre. Pero es san Miguel el que, desde muy antiguo, recibió un culto popular superado por muy pocos santos, tanto en la Iglesia griega como en la latina. El emperador Constantino le erigió un santuario a orillas del Bósforo, en tierra europea. Una leyenda cuenta que había sido visitado y curado milagrosamente por san Miguel. Y el emperador Justiniano le levantó otra en la orilla opuesta. San Miguel es el gran patrono del pueblo alemán. Carlomagno dispuso que este día fuese declarado fiesta nacional en Alemania. Los lombardos grabaron su efigie en las monedas y en sus estandartes, y prestaban juramento ante su imagen. Este día, como en los demás santos, no se trata de recordar su dies natalis, es decir el nacimiento a la vida eterna, ya que es un espíritu puro. Recuerda esta fecha la consagración de la basílica dedicada al arcángel san Miguel en Roma, construida en el siglo V en la via Salaria.
San Miguel es el protector de los protectores. Su nombre significa «¿quién como Dios?» y es un grito de guerra contra aquél que presuma hacerse igual a Dios.
Es el arcángel guerrero, el príncipe de las milicias celestes, el adversario de Satanás. Se encuentra —aunque sin nombre— ya en las primeras páginas de la Biblia, guardián de la puerta del paraíso terrestre. Y su última y definitiva victoria contra Satanás tendrá lugar al fin de los tiempos, descrito por san Juan en la visión del Apocalipsis.
En la Biblia, se habla expresamente de él en cuatro pasajes: dos en el libro de Daniel, uno en la carta de san Judas y otro en el Apocalipsis. El profeta Daniel (10, 13 y 21) lo describe como príncipe protector del pueblo de Israel contra los persas y anuncia el final de la cautividad de los judíos: «Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi auxilio... Nadie me ayuda en mis luchas, si no es vuestro príncipe Miguel». En la carta de san Judas (v. 9) se alude a la lucha sostenida por el cuerpo de Moisés entre san Miguel y el diablo, pasaje inspirado en el libro apócrifo La Ascensión de Moisés: «El arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo disputándole el cuerpo de Moisés...». Y el Apocalipsis (12, 7ss.) describe la guerra sostenida por san Miguel y sus ángeles contra el dragón. «En el cielo se trabó una batalla. Miguel y sus ángeles declararon guerra al dragón. Lucharon el dragón y sus ángeles, pero no vencieron y desaparecieron del cielo definitivamente; al gran dragón, a la serpiente primordial que se llama diablo y Satanás y extravía a la tierra entera, lo precipitaron a la tierra y precipitaron a sus ángeles con él».
Vencedor del mal, la piedad popular le considera nuestro guardián en el momento de la muerte. Estará a nuestro lado en el Juicio. A él están dedicadas numerosas capillas y cementerios en toda la cristiandad. Motivo de inspiración del arte cristiano, es representado primordialmente vestido como ángel guerrero con la espada en una mano y el estandarte en la otra y a sus plantas el dragón infernal hollado por sus pies. También aparece, con una balanza para pesar el bien y el mal. Y por ello ha sido elegido como patrono de los comerciantes, drogueros y especieros, que han de hacer uso de la balanza en su trabajo.
La leyenda no sólo cuenta de la aparición de san Miguel a san Gregorio en Roma. Dos sucesos más dan colorido en la época medieval a la presencia y culto de este arcángel.
En el monte Gárgano, junto a Manfredonia, en la costa italiana del Adriático, se cuenta de un toro refugiado en una cueva para defenderse de las flechas que le venían para abatirlo. Estas cambiaron su trayectoria, como un bumerán, e hirieron de muerte a los que la habían tirado. Intrigó esto al obispo del lugar, que ordenó un ayuno de tres días para esclarecer el misterio. Concluido el ayuno, se le apareció el arcángel san Miguel y manifestó al obispo que se le dedicase aquella cueva, en otro tiempo destinada a la adoración del hijo de Esculapio. Desde entonces, aquel monte se llamó del Santo Ángel y los cruzados venían a aquella cueva a rezar antes de embarcarse para la aventura de Tierra Santa.
En el siglo VIII, en la costa normanda, el arcángel san Miguel se apareció en sueños al obispo de Abranches, san Auberto, y le ordenó que edificara en su honor un santuario en el monte Tombe, junto al mar. Como el obispo mostrara sus reticencias, el arcángel le dejó grabado en su cráneo la impronta de su dedo. Construido un monasterio, en él se instalaron los benedictinos en el 966, y fue conocido como Saint-Michel au péril de la mer (San Miguel en peligro de mar), lugar de peregrinación y de bellas leyendas normandas. 

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