En el año 590, una terrible epidemia de
peste asola la ciudad de Roma. El papa Pelagio II es una de sus víctimas. La
dramática situación exigía la elección inmediata de un nuevo papa. Y recayó en
el monje Gregorio, que pasará a la historia con el apelativo de el Grande.
El nuevo papa exhortó al pueblo a elevar plegarias a Dios y organizó una gran
procesión de tres días, que es recordada por Gregorovius, basado en crónicas de
Paolo Diácono y Gregorio de Tours:
–La procesión fue ordenada del modo
siguiente: el pueblo fue dividido por edades y por condición social en siete
grupos. Cada uno de ellos debía reunirse en una iglesia distinta y de ella
dirigirse solemnemente a Santa María la
Mayor. Los clérigos, en San Cosme y Damián, junto con los
sacerdotes del sexto distrito; los abades con sus monjes, en San Gervasio y
Protasio, junto con los del cuarto; y las abadesas y sus monjas, con los
párrocos del primer distrito, en San Marcelino y San Pedro. Los niños partían
de San Juan y San Pablo con los sacerdotes del segundo distrito; los laicos,
con los del séptimo, desde San Esteban de Celio; las viudas, con los del
quinto, desde Santa Eufemia; y, por último, todas las mujeres desposadas, junto
con los sacerdotes del tercer distrito, desde San Clemente.
En medio de aquella terrible peste, una
serpenteante procesión fúnebre recorría las calles de Roma. De pronto, cuando
el papa Gregorio atravesaba el puente que conduce a San Pedro al frente de la
procesión, el pueblo asombrado contempló en el cielo sobre el mausoleo de
Adriano al arcángel san Miguel en actitud de enfundar su espada flamígera, como
indicando que la terrible epidemia de peste había terminado.
En recuerdo de aquel milagroso suceso, en
el mausoleo de Adriano se levantó una capilla en honor del arcángel y desde
entonces se conoció aquel lugar como Castel Sant’Angelo (Castillo del Santo Ángel).
Hoy día, quien visite Roma, contemplará en la cúpula del monumento, cercano al
Vaticano, el ángel de bronce esculpido en 1763 por Verschaffelt, que sustituyó
al anterior en piedra de Guillermo de la Porta.
El nuevo calendario de la Iglesia ha
agrupado en este día 29 de septiembre, festividad de san Miguel, la celebración
de los otros dos arcángeles Gabriel y Rafael, cuyas fiestas recaían
respectivamente el 24 de marzo y el 24 de octubre. Pero es san Miguel el que,
desde muy antiguo, recibió un culto popular superado por muy pocos santos,
tanto en la Iglesia
griega como en la latina. El emperador Constantino le erigió un santuario a
orillas del Bósforo, en tierra europea. Una leyenda cuenta que había sido
visitado y curado milagrosamente por san Miguel. Y el emperador Justiniano le
levantó otra en la orilla opuesta. San Miguel es el gran patrono del pueblo
alemán. Carlomagno dispuso que este día fuese declarado fiesta nacional en
Alemania. Los lombardos grabaron su efigie en las monedas y en sus estandartes,
y prestaban juramento ante su imagen. Este día, como en los demás santos, no se
trata de recordar su dies natalis, es decir el nacimiento a la vida
eterna, ya que es un espíritu puro. Recuerda esta fecha la consagración de la
basílica dedicada al arcángel san Miguel en Roma, construida en el siglo V en
la via Salaria.
San Miguel es el protector de los
protectores. Su nombre significa «¿quién como Dios?» y es un grito de guerra
contra aquél que presuma hacerse igual a Dios.
Es el arcángel guerrero, el príncipe de las
milicias celestes, el adversario de Satanás. Se encuentra —aunque sin nombre—
ya en las primeras páginas de la
Biblia , guardián de la puerta del paraíso terrestre. Y su
última y definitiva victoria contra Satanás tendrá lugar al fin de los tiempos,
descrito por san Juan en la visión del Apocalipsis.
En la Biblia , se habla expresamente de él en cuatro
pasajes: dos en el libro de Daniel, uno en la carta de san Judas y otro en el
Apocalipsis. El profeta Daniel (10, 13 y 21) lo describe como príncipe
protector del pueblo de Israel contra los persas y anuncia el final de la
cautividad de los judíos: «Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi
auxilio... Nadie me ayuda en mis luchas, si no es vuestro príncipe Miguel». En
la carta de san Judas (v. 9) se alude a la lucha sostenida por el cuerpo de
Moisés entre san Miguel y el diablo, pasaje inspirado en el libro apócrifo La Ascensión de Moisés:
«El arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo disputándole el cuerpo de
Moisés...». Y el Apocalipsis (12, 7ss.) describe la guerra sostenida por san
Miguel y sus ángeles contra el dragón. «En el cielo se trabó una batalla.
Miguel y sus ángeles declararon guerra al dragón. Lucharon el dragón y sus
ángeles, pero no vencieron y desaparecieron del cielo definitivamente; al gran
dragón, a la serpiente primordial que se llama diablo y Satanás y extravía a la
tierra entera, lo precipitaron a la tierra y precipitaron a sus ángeles con
él».
Vencedor del mal, la piedad popular le
considera nuestro guardián en el momento de la muerte. Estará a nuestro lado en
el Juicio. A él están dedicadas numerosas capillas y cementerios en toda la
cristiandad. Motivo de inspiración del arte cristiano, es representado
primordialmente vestido como ángel guerrero con la espada en una mano y el
estandarte en la otra y a sus plantas el dragón infernal hollado por sus pies.
También aparece, con una balanza para pesar el bien y el mal. Y por ello ha
sido elegido como patrono de los comerciantes, drogueros y especieros, que han
de hacer uso de la balanza en su trabajo.
La leyenda no sólo cuenta de la aparición
de san Miguel a san Gregorio en Roma. Dos sucesos más dan colorido en la época
medieval a la presencia y culto de este arcángel.
En el monte Gárgano, junto a Manfredonia,
en la costa italiana del Adriático, se cuenta de un toro refugiado en una cueva
para defenderse de las flechas que le venían para abatirlo. Estas cambiaron su
trayectoria, como un bumerán, e hirieron de muerte a los que la habían tirado.
Intrigó esto al obispo del lugar, que ordenó un ayuno de tres días para
esclarecer el misterio. Concluido el ayuno, se le apareció el arcángel san
Miguel y manifestó al obispo que se le dedicase aquella cueva, en otro tiempo
destinada a la adoración del hijo de Esculapio. Desde entonces, aquel monte se
llamó del Santo Ángel y los cruzados venían a aquella cueva a rezar antes de
embarcarse para la aventura de Tierra Santa.
En el siglo VIII, en la costa normanda, el
arcángel san Miguel se apareció en sueños al obispo de Abranches, san Auberto,
y le ordenó que edificara en su honor un santuario en el monte Tombe, junto al
mar. Como el obispo mostrara sus reticencias, el arcángel le dejó grabado en su
cráneo la impronta de su dedo. Construido un monasterio, en él se instalaron
los benedictinos en el 966, y fue conocido como Saint-Michel au péril de la
mer (San Miguel en peligro de mar), lugar de peregrinación y de bellas
leyendas normandas.
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