He aquí una vida plagada de aventuras. Este portugués, Juan Ciudad se
llamaba, recriado en Castilla, fue pastor, soldado, vendedor de libros, viajero
por caminos de Europa e incluso de África, hasta asentarse en Granada donde
descubrió su vocación definitiva: el cuidado de los enfermos que le llevó a la
santidad.
En
Juan Ciudad se ha operado ya una transformación espiritual, pero Dios lo espera
para el toque definitivo aquel 20 de enero de 1539. Predica en la Ermita de los
Mártires san Juan de Ávila. Juan se halla entre los oyentes y las palabras del
predicador, que ensalza las virtudes del santo del día, san Sebastián, calan
tan hondo en su alma que, entre lágrimas y suspiros, comienza a gritar:
–¡Perdón,
Señor, misericordia para este miserable pecador!
Salió
del templo y por calles y plazas de Granada Juan Ciudad, enajenado totalmente, repetía
la misma cantinela.
–¡Misericordia,
Dios mío, misericordia!
Está
como loco. ¿Se ha vuelto loco? Se tira por tierra, se da golpes con la cabeza
contra los muros, se mesa la barba.
La
chiquillería le sigue y le grita:
–¡Loco!
¡Loco!
Y
le tira piedras.
Juan
Ciudad llega a su tienda de la Puerta de Elvira y comienza a repartir sus cosas
a quien las quiere. Después busca a Juan de Ávila y hace una confesión general,
y sigue y sigue por las calles… Así, tres días. Unos vecinos piadosos lo
recogen y lo llevan al Hospital Real, recluido en la sala de los dementes.
¿Estaba
loco? ¿Se hizo el loco por amor a Cristo? Los biógrafos dividen sus opiniones. Bien
parece ser que fue un ataque de locura.
En
el manicomio, ya repuesto, ya tranquilo, pudo calibrar la suerte de sus colegas
y la terapia de los enfermeros, a base de latigazos y azotes, que él también
sufrió. Juan Ciudad pasa cuatro meses en el Hospital Real de Granada y esta triste
experiencia le llevará en los años que le restan de vida a idear un hospital
con una terapia bien distinta hacia los enfermos mentales. Un hospital fundado
en el amor hacia los pobres enfermos y apoyado en normas higiénicas y
sanitarias seguras.
Cuando
sale, a mediados de mayo de 1539, se topó con un cortejo fúnebre que pasa por
delante del Hospital. Conducidos por Francisco de Borja, los restos mortales de
la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, son llevados a su morada definitiva
en la Capilla Real. Y surge un nuevo toque de la gracia. Al abrir el féretro
para dar fe de la entrega de la emperatriz, Francisco de Borja pudo comprobar cómo
la podredumbre se había apoderado de aquel bello rostro de mujer. No volvería a
servir a señor que se le pudiera morir, se dijo a sí mismo, y en Granada, aquel
mismo año, se produjo un nuevo arranque hacia la santidad.
Las
honras fúnebres por la emperatriz duran tres días. El 19 de mayo predica Juan
de Ávila y Juan Ciudad se consuela con él y le sigue a Baeza, donde el santo
avileño regenta un colegio de niños junto a la iglesia de Espíritu Santo.
Durante una corta temporada, Juan Ciudad hará las faenas de la casa e intimará
con el santo Ávila. Después marcha en peregrinación a Guadalupe, «a visitar a
la Virgen Nuestra Señora, darle gracias y pedirle nuevo socorro y ayuda para la
nueva vida que pensaba hacer».
Juan
Ciudad vuelve a Granada en el otoño de 1539 y entra en la ciudad con un hato de
leña al hombro. Quiere venderlo y ganar un poco de dinero que compartir con los
pobres. Así durante un tiempo en el que no se libraba tampoco de la fama que
había dejado de su locura. Pernocta donde puede hasta que es acogido por una
familia bien, los Venegas, moros conversos. El jefe de la casa, Miguel Abiz de
Venegas, era nieto del rey Boabdil. Juan Ciudad duerme en el patio de la casa o
en el zaguán. Pero un día lleva a un menesteroso que ha encontrado por la
calle, y un día después a otros más. Y el patio de señor Venegas se llena de
pordioseros y enfermos.
Juan
Ciudad, ante esta situación, alquiló una casa vieja en la calle de Lucena,
cercano a la plaza de Bibarrambla, y comenzó a recoger los primeros asilados: mendigos,
locos, ancianos, huérfanos... Acaba de fundar su primer hospital, muy pobre,
muy sencillo, casi sin nada, los asilados duermen en esteras de anea y mantas
viejas. Pero así se da a conocer en Granada, no ya como loco sino como el santo
de la caridad. Y al que llamaban «loco» lo apodan ahora de «santo». Él hace de
todo: enfermero, cocinero, mandadero... Sale a pedir por las calles «con una
espuerta grande en el hombro y dos ollas en las manos colgadas de unos
cordeles», dice el P. Castro. Juan Ciudad, que aparece «flaco y maltratado»,
grita:
–¿Queréis
hacer el bien a vosotros mismos? ¡Hermanos, por el amor de Dios, haced el bien
a vosotros mismos!
«Haced el bien, hermanos»,
«Fatebenefratelli» en italiano, esta expresión salida repetidamente de labios
de Juan Ciudad se convertirá en el nombre del instituto religioso en Italia. En
España con el tiempo serán los Hermanos de San Juan
de Dios, y en México serán conocidos por los Juaninos.
Porque
Juan Ciudad se ha convertido en Granada en Juan de Dios. Don Sebastián Ramírez
de Fuenleal, obispo de Tuy, a la sazón presidente de la Real Chancillería de
Granada, será quien lo bautice de nuevo, admirado de la gran obra de caridad
que Juan Ciudad realiza en Granada.
–Juan
Ciudad es más de Dios que de los hombres– dijo el obispo.
Y
como Juan de Dios será conocido desde entonces.
Lo dejó dicho Lope de Vega y así los artistas esculpen con frecuencia
a Juan de Dios…
Porque amó la pobreza de manera
que si un ángel y un pobre juntos viera,
dejara al ángel y abrazara al pobre.
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