La muerte de Sor Ángela de la Cruz el 2 de
marzo de 1932 causó conmoción en Sevilla. Aquel miércoles, la ciudad se
despertó con la noticia. «Ha muerto una santa», corrió la voz. Y una multitud
ingente se dio cita en el convento desde las primeras horas. El cuerpo de Sor
Ángela, bajado en procesión muy de mañana por sus Hijas, había sido colocado en
la capilla sobre la tarima en que murió. Tocó la campana a la oración matutina
y llegaron las novicias que, al ver el cadáver, comenzaron a llorar. No hubo lectura
de meditación. No hacía falta. Aquella mañana, el cuerpo inerme de Sor Ángela,
página abierta para novicias y profesas, era la única meditación.
Después... vino el pueblo de Sevilla, en
cola interminable hasta las diez de la noche. Y al día siguiente. Y al otro.
Hasta el sábado. Don Pedro Parias, que era mucho de las Hermanas, trataba de
poner orden en la cola:
–Vamos, vamos. Es Madre de todos. Todos
tienen derecho a verla. No seamos egoístas; no os detengáis. Id pasando; salid
para que entren otros. Vamos, que todos tienen que pasar; que los patios y la
calle están todavía macizos de gente…
Unas sesenta o setenta mil personas
desfilaron ante el cadáver de Sor Ángela de la Cruz. Y ramos de flores. Y
sollozos. Y un sinfín de rosarios y objetos piadosos pasados por su hábito.
Había una preocupación: ¿Podría ser
enterrada en la capilla del convento? El Instituto poseía una real orden de
1912 que le concedía tal privilegio, pero una reciente ley de las Cortes
republicanas había derogado este tipo de enterramientos.
El Ayuntamiento de Sevilla, compuesto de
diversas facciones políticas, llegará al acuerdo de rotular la calle de los Alcázares,
donde se halla la Casa Madre, con el nombre de Sor Ángela de la Cruz. Lo
propuso la Minoría Católica, compuesta de 17 concejales de un total de 50:
–Ha fallecido una sevillana ilustre, Sor
Ángela de la Cruz Guerrero, Fundadora de una Comunidad, que consagra su vida
con admirable abnegación al cuidado del pobre y del enfermo. Una obra sublime
de caridad, de humanitarismo, que sintió un corazón saturado de amor al prójimo
y a la que dio forma un cerebro privilegiado. No necesita tan excelso espíritu
póstumos homenajes de los hombres, que ella siempre eludió, por ser la humildad
característica de su alma y precepto de la Regla de su Instituto. Pero es deber
nuestro concedérselos máximos, como representantes de un pueblo que ha
tributado a su cadáver el homenaje emocionado de su admiración y gratitud…
El señor Jiménez Tirado, de la Minoría Socialista
–aquel que una vez dijo que cuando veía desfilar por las calles de Sevilla a un
nazareno, penitente descalzo, se avergonzaba de pertenecer al género humano–
pidió la palabra para decir que Sor Ángela de la Cruz no era un valor ingente
del cristianismo, sino un valor de la humanidad. Y se adhirió a la propuesta de
la rotulación de la calle. El señor Talavera, de la Minoría Radical, opinó
igualmente lo mismo… Al final, todos los concejales acordaron por «unanimidad»
constase en acta el sentimiento de la Corporación por la muerte de Sor Ángela y
la rotulación con su nombre de la calle de los Alcázares.
Una sola objeción de un concejal: nombrar
otra calle ante el abolengo literario e histórico del linaje de los Alcázares,
especialmente del escritor Baltasar del Alcázar. Pero ante la observación del
alcalde Fernández de La Bandera de
que era la calle más indicada por estar enclavada en ella el convento, el
concejal retiró su objeción. Y con el nombre de Alcázares se rotuló la vecina
calle Coliseo.
Cosa sorprendente, se decía, que este
Ayuntamiento republicano concediese a Sor Ángela una calle cuando estaba
removiendo no pocos rótulos de nombres de calles poco afectos a la República.
Y hubo más. ¿Cómo no enterrar a Sor Ángela
en su convento? Don Pedro Parias se dirigió al alcalde y este a Diego Martínez
Barrio, jefe de la masonería de Sevilla, que salvó los inconvenientes legales
ante el Ministerio de la Gobernación, que ostentaba Santiago Casares Quiroga.
Un telegrama del nuncio al cardenal de
Sevilla rezaba así: «Hechas enseguida gestiones oportunas, complázcome en
comunicarle que Ministerio Gobernación ha dado órdenes para que Madre Fundadora
Congregación Hermanas de la Cruz sea enterrada en la cripta de la Casa
Generalicia de Sevilla. Ruego a Vuestra Eminencia reciba mi más sentido pésame
por pérdida virtuosísima Fundadora. Sírvase presentarlo a todo el Instituto con
la seguridad de mis plegarias. Saludos afectuosos. Nuncio Apostólico».
Pues así es de verdadera, y sorprendente,
esta historia de Madre.
El sábado, 5 de marzo, el entierro.
Los médicos habían ido vigilando el estado
del cadáver día a día. En caso de corrupción, la hubieran embalsamado
inmediatamente. No hizo falta. Y las Hermanas se alegraron no poco. Sor Ángela
aparecía sencillamente como una flor dormida, tras varios días de su muerte.
Sobre el féretro de Sor Ángela, un solo
ramo de claveles, los mejores claveles de Sevilla. Los trajo un obrero poco
antes de que se iniciara el cortejo fúnebre.
—¡Por favor! —imploraba abriéndose paso
ante todas las personalidades que rodeaban el túmulo.
—¡Por favor, que lo pongan en la caja de la
Madre! No le habrán traído mejores claveles, porque mejores no los hay en
Sevilla. Por haberlos comprado, me quedaré hoy sin comer; pero... ¡han sido
muchos los días que ella me ha dado de comer a mí!
Y los claveles de aquel obrero anónimo
irradiaron de fragancia el ambiente.
Fue el mejor tributo póstumo, la distinción
más querida que podía recibir Sor Ángela: un ramo de flores, fruto del jornal
de un obrero.
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