No
ha sido para mí ni sorpresa ni decepción la confesión de Jordi Pujol de haber
amasado en sus largos años de política una ingente fortuna, guardada
secretamente en paraísos fiscales. Al punto que ha tenido que dimitir de todos
los cargos honoríficos y crematísticos que ostentaba y percibía, y pasar de
honorable señor (en grado superlativo) a villano (digámoslo también en grado
superlativo). Y villano en su acepción figurada, no villano por su baja
condición o estado, sino villano por su ruindad.
Mi
decepción venía ya de hace unos diez años, cuando leí un libro suyo en el que
con un pensamiento ruin y villano describía al hombre andaluz con los
calificativos más despectivos. Recojo solo un párrafo:
–Es
un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que
vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es
un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de
comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada
constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he
dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número
llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría
Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir,
su falta de mentalidad.
Conocí
a Jordi Pujol y a su esposa Marta Ferrusola allá por el año 1977. Fui a
recogerlos al aeropuerto. Trabajaba yo entonces con Javierre en la revista
«Tierras del Sur» y lo invitamos a dar una conferencia en Sevilla. Era una
tapadera. Detrás, estaban unas conversaciones con Alejandro Rojas Marcos, para
concertar acuerdos de las incipientes formaciones políticas de Convergencia y
Partido Andalucista de cara a la composición del futuro parlamento español.
Años después, tuve ocasión de saludarlo dos o tres veces en el Palacio de la Generalitat,
en mi calidad de consiliario general del Movimiento Scout Católico (MSC), junto
con el presidente scout, y una vez también con el presidente mundial del
Escultismo, el húngaro László Nagy, cuya sede está en Ginebra. He de decir que
Jordi Pujol, en la conversación que se desarrolló con el presidente mundial, habló
solamente en francés y catalán. Ni una palabra en castellano.
En
otra ocasión, me vi en Barcelona con un enlace que me envió porque quería tener
noticias de ciertas cosas de Andalucía. Era un cura, ya mayor, y me dio la
sensación de ser todo un Fouché, ese genio tenebroso de la época napoleónica
tan estupendamente biografiado por Stefan Zweig. Comimos en un self-service de
la Rambla de Cataluña (¡ya me podía haber invitado a un restaurante mejor, que
pagaba el Honorable!). Se llamaba Lluis Fenosa, y era simplemente un
correveidile a la caza de los comadreos de la Generalitat. Un vulgar espía, que
sin tener cargo alguno, era temido desde el primer conseller al último
funcionario. Desayunaba con Pujol y le contaba los chismes de la gente. La
amistad de ambos venía de la cárcel de Zaragoza donde se conocieron. Pujol,
metido allí por el régimen de Franco, y el cura, que venía de América, pillado al
parecer por tráfico de divisas.
Consideraba
a Jordi Pujol un hombre de bien, un político aguerrido y… Ya veis en qué ha
acabado la historia. La suya y la de sus hijos, que al parecer han superado al
padre en eso de amasar fortunas con dinero público y guardarlas en paraísos
fiscales. Jordi Pujol ha terminado confesando sus vergüenzas y tirando por la
borda el prestigio que «falsamente» se había fabricado.
Hace
un par de años, predicando en una iglesia, y mosqueado por no sé qué actuación
política (posiblemente en relación de los Ere de Andalucía), dije a la
concurrencia del domingo:
–Imaginad
que en vez de vosotros estuvieran escuchándome los políticos. Ya sé que esto es
pura fantasía. Pero imaginémoslo. ¿Sabéis qué les diría? ¿Qué les predicaría?
Sencillamente les recordaría dos mandamientos de la Ley de Dios: el séptimo y el
octavo: No robarás, no mentirás.
En
esos juramentos (o promesas) que hacen los políticos al tomar posesión de su
cargo, yo añadiría, a la fórmula de acatar la constitución, etc., una frase
explícita que diga:
–Prometo
(porque ahora casi nadie jura) por mi honor que no robaré ni mentiré.
Tal
vez se limpiaría un tanto la imagen que nos están dejando. Yo pertenezco al
denominador común de la clase humana normal y estaba convencido, ingenuamente,
que los que nos dirigen son también seres normales. Pero he de confesar que en
mi decepción estoy tentado de pensar que estamos gobernados, en general, por desaprensivos.
Hay esa frase de Shakespeare al presentar a Hamlet:
–Esta
es una obra estúpida representada por idiotas.
Tal
vez tenga razón y así sea la realidad.