lunes, 14 de julio de 2014

¿San Fermín, patrono?

Tengo en mi biblioteca –no sé dónde– una pequeña obra de mi profesor de latín, cuando estudiaba Humanidades en la Universidad de Comillas. El padre Vallejo, que manejaba el latín como Cicerón, publicaba cosas en la lengua del Lacio. Y se le ocurrió describir una corrida de toros en la Maestranza de Sevilla. Tituló su obra: De taurorum agitatione.
De esa «agitación» o «corrida» de toros he gustado estos días de los sanfermines viendo por la tele los encierros matutinos. Hoy, 14 de julio, último encierro, con toros de Miura, muy peligrosos, con dos heridos por asta de toro. Y esta noche, los pamplonicas cantarán esa copla melancólica que dice: «Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín».



Hay una creencia de que san Fermín es el patrono de Pamplona. Y no es cierto. Lo es san Saturnino. Si hoy san Fermín, con sus sanfermines, se lleva la gloria de la popularidad, no fue así en la Edad Media en la que san Saturnino ganaba en fama a san Fermín. Además, si de alguno de ellos hay que dudar de su existencia más bien recaería la sospecha sobre san Fermín. La figura de san Saturnino ofrece más consistencia histórica.
Primer obispo de Toulouse, el culto a san Saturnino es muy antiguo en Francia y en España. Su fiesta se celebraba en la España visigoda y aparece en todos los calendarios mozárabes el 29 de noviembre. Dice de él el Martirologio Romano: «En Tolosa de Francia, san Saturnino obispo, el cual, detenido por los paganos, en tiempo de Decio, en el Capitolio de aquella ciudad, precipitado desde lo más alto de aquel alcázar por toda la gradería, rota la cabeza, saltados los sesos y destrozado todo el cuerpo, entregó a Cristo el alma, llena de merecimientos».
Existe una Passio Saturnini, escrita a mediados del siglo V, que lo sitúa como obispo de Toulouse en el año 250, bajo los consulados de Decio y Grato. En aquel tiempo existían pocas comunidades cristianas, con exiguo número de fieles, mientras que en los templos paganos pululaba la gente con sus sacrificios cruentos a los dioses.
Al parecer, la presencia de Saturnino hacía que los dioses paganos se volviesen mudos y los sacerdotes le inculparon de tal desafuero. La multitud amenazó al santo y le instó a que sacrificara un toro en el altar de Júpiter. Saturnino se negó y la gente enfurecida lo ató a la cola del toro que lo arrastró por las escaleras del Capitolio. Su cuerpo fue recogido por dos piadosas mujeres y se le dio sepultura «en una fosa muy profunda». Sobre esta tumba, un siglo después, san Hilario construyó una capilla de madera, destruida con el tiempo, hasta que en el siglo VI el duque Leunebaldo, recuperadas las reliquias del mártir, hizo edificar una iglesia dedicada a san Saturnino, en francés Saint-Sernin-du-Taur, y en el siglo XIII con el nombre de Notre-Dame du Taur.
Si todo esto es legendario, más legendario es lo de san Fermín. Al fin y al cabo, san Saturnino tiene en Francia, y también en España, un culto muy antiguo. Y puestos a relacionarlo con el mundo de los toros, san Saturnino lo merece con mejor fundamento ya que fue el instrumento escogido de su martirio. Por ello hay quien le ha proclamado patrono de los toros y en su iconografía se le suele representar con un toro a sus pies y una soga, instrumentos de su martirio.
El culto al mártir tolosano alcanzó en los siglos X y XI nueva difusión con la afluencia de monjes del mediodía de Francia y peregrinos a Santiago. Un siglo más tarde, a finales del XII, llegó a Pamplona el culto a san Fermín, que se veneraba en Amiens, traído por el obispo Pedro de Paris (1167-1193), que debió sentir su devoción durante sus estudios en la Sorbona. Uno de los pórticos de la catedral de Amiens está dedicado a san Fermín y en su fachada aparecen esculpidos los episodios de su vida, según una leyenda que se me antoja tardía y carente de verdad histórica.
Se dice que Fermín, hijo del senador Firmus, vivía en Pamplona. El padre, honrado pagano, era amigo del sacerdote cristiano Honesto, a quien prometió bautizarse, él y su familia, si venía a Pamplona el célebre san Saturnino, obispo de Toulouse.
Efectivamente, Saturnino vino a Pamplona y convirtió a cuarenta mil pamploneses (demasiados pamploneses para aquel tiempo, digo yo). Entre los convertidos estaba la familia Firmus, comprendido el hijo Fermín.
Fermín creció como un cristiano ejemplar. A los diecisiete años ya era misionero predicador y a los veintitrés fue consagrado obispo y enviado a predicar en las Galias. Evangelizó Agen, Clermont y Angers. Habiendo oído que en Beauvais arreciaba la persecución, se acercó para confortar en la fe a los cristianos. Fue arrestado pero los cristianos de la ciudad lograron liberarlo. Marchó a Amiens, donde fue encarcelado y decapitado en prisión, no se sabe el año ni el siglo. El Martirologio Romano lo celebra el 25 de septiembre y sitúa su martirio en la persecución de Diocleciano. Pues que así sea, aunque hoy no se da demasiado crédito a un relato aparecido tan tardíamente.
En Pamplona se conmemoraba su fiesta hasta finales del siglo XVI el 10 de octubre, tiempo otoñal en que no se celebraban corridas de toros, reservadas para las ferias que tenían lugar en julio, haciéndolas coincidir con la festividad del apóstol Santiago. Fue en 1591 cuando el Ayuntamiento pidió al obispo que la fiesta de san Fermín pasase de octubre a julio «por ser tiempo más cómodo». Y así vino a acontecer, ya en época moderna, cómo se unieron la feria y la fiesta y la corrida de toros se adjudicó a san Fermín, recibiendo el protagonismo del pueblo y pasando san Saturnino a la penumbra de un segundo puesto. La fiesta de san Fermín, por disposición episcopal, se comenzó a celebrar el séptimo día del mes séptimo. «Uno de enero, dos de febrero... siete de julio, san Fermín».
[Dentro de unos días, segunda entrega: El patrono que no es patrono en Sevilla].

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