miércoles, 29 de marzo de 2017

Don Marcelo Spínola, treinta años de su beatificación

El 29 de marzo de 1987 –hoy hace de ello treinta años–, Roma fue una fiesta española. Cinco españoles subieron a los altares, beatificados por el papa Juan Pablo II: el cardenal don Marcelo Spínola, arzobispo de Sevilla, Manuel Domingo y Sol, fundador de los Sacerdotes Operarios, y tres monjas carmelitas martirizadas en Guadalajara en los primeros días de la guerra civil del 36.
Unos ocho mil peregrinos llegados a la Ciudad Eterna al calor del nuevo beato Marcelo Spínola –gloria de la diócesis de Sevilla–, más los cuatro o cinco mil peregrinos que acudieron para honrar a las monjitas mártires de Guadalajara –hijas del Carmelo– y a mosén Manuel Domingo y Sol, de los Operarios Diocesanos, dieron todo un colorido españolísimo a la vieja Roma.



 Roma fue una fiesta ese día. Fiesta española, y andaluza. Las niñas de las Esclavas Concepcionistas pululaban por todos los rincones de la vieja ciudad. Cantos por sevillanas, palmas, bullicio del nuestro… Durante la misa –la basílica de San Pedro, totalmente atestada de fieles–, el papa Juan Pablo II resaltó las virtudes de los nuevos beatos. Del cardenal Spínola puntualizó su heroicidad en el cumplimiento sacrificado de sus deberes episcopales, el amor y entrega a los pobres y su independencia eclesial: todo ello alimentado por un amor encendido a Jesucristo y revestido de una profunda humildad personal.
En el Ofertorio le fue presentada al Papa una serie de objetos y productos de las regiones de procedencia de los nuevos beatos. Cera y miel de la Alcarria, azucenas blancas y rosas rojas, vino de Jerez, aceite de las campiñas andaluzas, sal de las marismas gaditanas de San Fernando –cuna de Marcelo Spínola– figuraron entre los presentes.
La fiesta terminó en la plaza de San Pedro con bailes por sevillanas.
Don Marcelo Spínola –párroco de San Lorenzo, obispo auxiliar de Sevilla, obispo de Coria y Málaga– fue preconizado arzobispo de Sevilla en el Consistorio celebrado en Roma el 2 de diciembre de 1895 e hizo su entrada en Sevilla el 13 de febrero de 1896. Si él escribió que «Málaga es mi Tabor», también expresó «que me pone miedo el arzobispado de Sevilla». Eran tiempos políticamente difíciles, y don Marcelo lo va a sentir en sus carnes. Tachado de integrista y carlista, tuvo que responder una vez a la reina regente de España:
–El arzobispo de Sevilla, Señora, no es hombre de partido; es sólo un prelado de la Iglesia Católica.
En aquel cuerpo tan flaco, ascético y sencillo, se ocultaba una madera recia de santo. Luis Montoto –que era un extraordinario poeta, pero que como abogado ejercía de Notario Mayor en el Tribunal eclesiástico del Arzobispado– lo retrató así:
–Algo había en su gesto y en su figura que delataba al noble de raza... Señoril gravedad, distinción exquisita. ¿Quién puede olvidar el perfil elegante de aquel anciano de aniñado rostro y dulce mirada? A los que sepan leer en las fisonomías aquellos ojos francos y efusivos, aquella frente despejada y aquel perfil de asceta, dirán más de cuanto se puede escribir... ¡Qué alma tan fina debió animar su cuerpo de tan delicados trazos! De él se ha escrito «era hombre ante el cual no tenía puesto la indiferencia; había que amarle o adorarle»... Era la amabilidad, la atención, la benevolencia, la cortés ayuda de lo que se cifraba en su actitud... Apenas se comprende cómo alentaba en cuerpo tan endeble un corazón tan esforzado.
Y Diego Martínez Barrio, que fuera ministro en la República, recoge en sus memorias esta alusión a don Marcelo:
–El cardenal Spínola quizá ascienda algún día a los altares. Fue varón piadoso y caritativo, de los que predican con el ejemplo. Su nombre rotula una calle de Sevilla y, lo que es mejor, vive en el recuerdo de muchos sevillanos. Podía reprochársele cierta propensión polémica; pero ¿cómo no perdonarla cuando, en el trato con los hombres, era el primero en extender la mano fraternal sin cuidarse de las ideas de su interlocutor? Don Marcelo Spínola, que había reemplazado en la archidiócesis a un prelado inteligente, aunque asaz soberbio, el cardenal Sanz y Forés, figura entre los grandes arzobispos de mi ciudad.
En 1905 Sevilla sufre una terrible sequía. En agosto la situación es desesperante. Don Marcelo reúne una junta en su palacio para que ingenie la recogida de dinero y organice cocinas económicas que palien el hambre de la gente. No contento con ello, sale a la calle y puerta a puerta, como un mendigo, pide limosnas para los pobres. Ese mismo año, el 11 de diciembre, Pío X le creó cardenal. A los pocos días llegó a Sevilla el legado pontificio que le impuso el solideo. El 31 de diciembre, en Madrid, el rey le colocó la birreta. Don Marcelo, flaco y decaído, sufre de ese vaivén de ir y venir en tren a Madrid. El 12 de enero debe volver a la corte: se casa la hermana del rey, infanta María Teresa, y resultaría feo que el nuevo cardenal de Sevilla no estuviera presente. Que no se le pueda achacar una vez más de carlista. De vuelta a Sevilla el 13 de enero, don Marcelo acude al santuario de la Virgen de Regla en Chipiona para la bendición de la nueva iglesia. No se le puede convencer de que permanezca en Sevilla. A la vuelta de Chipiona, se echó a morir. Murió el 19 de enero de 1906, rodeado de los suyos y con el clamor en los labios de los sevillanos de que había muerto un prelado santo. 

miércoles, 22 de marzo de 2017

El amor imposible de don Pedro el Cruel

Lo fue doña María Coronel, que se desfiguró el rostro con aceite hirviendo para huir de la lascivia del rey don Pedro I de Castilla, para unos el Cruel, para otros el Justiciero. Su cuerpo incorrupto se venera en el monasterio de Santa Inés de Sevilla, de monjas clarisas.
¿Cómo era doña María Coronel?
La tradición nos dice que era muy bella. Belleza que no se puede apreciar en su cuerpo incorrupto, un cuerpo que muestra un rostro añejo de vida —murió hacia los setenta y cinco años— y añejo de siglos.


 Ya que no podemos contar con la descripción física de los años de su juventud, husmeemos los cánones que regían el ideal de belleza femenino de la Edad Media.
En una sociedad clasista como la medieval, la belleza ha de ser concomitante con la nobleza, cosa que no poseen las clases inferiores de moros, judíos, negros, serranas y villanos. Y el color rubio prevalece sobre el moreno o el negro, con lo que a través de los gustos se ponía cota y frontera en la diferenciación racial. Se dice que Alfonso XI era «blanco y rubio, de ojos verdes» y la misma descripción sirve para Enrique III y Juan II. Fernando de Antequera es descrito como «blanco y mesuradamente colorado», y si caminamos en el tiempo, Isabel la Católica era «muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules».
¿Imaginamos así a doña María Coronel? ¿Por qué no? Con una talla aproximada de 1,60, podría ser menuda de cuerpo, pero espigada y alta para los índices de aquel tiempo.
Un escritor del siglo XIV, en su Historia de la doncella Theodor, describe que «la mujer debe tener largos: el cuello, los dedos, el talle. Pequeños los pies, la nariz, la boca. Blancas la piel, los dientes, el blanco de los ojos. Negros, los cabellos, las cejas, las pupilas, colorados los labios, las mejillas, las encías. Anchas las caderas, las espaldas, la frente».
En cambio, para el Marqués de Santillana, la mujer debe tener el cabello dorado o rubio, los ojos hermosos, el cutis inmaculado, blanco y suave, los labios de carmín y el cuerpo esbelto.
Con lo que se demuestra que el ideal femenino no ha cambiado gran cosa a través de los siglos. He aquí, al menos, unos pequeños esquemas para imaginarnos la belleza de doña María Coronel, el porqué de sus encantos que motivaron deseos tan vivos en Pedro I de Castilla.
¿Y el rey don Pedro?
En descripción de López de Ayala, siendo noble entre los nobles, no podía ser menos que «blanco y rubio». Lástima que «ceceaba un poco en la fabla» y le sonaban las canillas. Pero era parco en el dormir, parco en el comer, y amante de mujeres.
Dos características predominantes en Pedro I: su crueldad y su lascivia. De ambas cosas dio sobradas muestras, a pesar de que los románticos sevillanos del siglo XIX, encabezados por Guichot, nos quieran presentar la imagen de un Pedro I tan románticamente justiciero como caballeroso con las damas.
Pienso que la solución al problema petrino está en la biología. Falta el estudio biológico que de la mano de un nuevo Marañón nos ofrezca un análisis certero. Ya hay algo de ello: el estudio médico de sus restos por el doctor Gonzalo Moya. Su conclusión no puede ser más elocuente: Pedro I de Castilla es un paralítico cerebral infantil. Y explica: «La parálisis cerebral infantil no es, en realidad, una enfermedad, sino un síndrome —esto es, un conjunto de síntomas— que puede ser producido por procesos muy distintos. Este síndrome se debe a una lesión del encéfalo, de gravedad muy variable, sufrida por el individuo en los primeros meses de su existencia (hasta el segundo año de vida), lesión que determina la muerte de las neuronas situadas en un área cerebral de extensión variable. Ello origina un retraso general de la maduración del niño, primero —tarda más en andar y en hablar que los otros niños—, y después, da lugar a un desarrollo incompleto de las zonas del cuerpo que se hallan bajo la dependencia de las neuronas lesionadas. El niño tendrá, por ejemplo, un brazo y una pierna más cortos en un lado que en otro...». Y concluye, tras un estudio de su cráneo y demás huesos de Pedro I efectuado en la catedral sevillana en 1968: «Podemos afirmar, por lo tanto —y ello se hace ahora por primera vez—, que el rey Pedro I de Castilla sufrió una parálisis cerebral infantil, y que esto explica —y excusa desde un punto de vista médico que no histórico— los crímenes cometidos por el rey».
No nos hallamos ante un rey normal. «Ser rey y ser rey en la Edad Media —continúa Gonzalo Moya— constituía una pésima condición para que un paralítico cerebral fuera «domesticado», como dice con extraordinaria perspicacia Saavedra Fajardo. Esta mezcla inextricable de impulsividad, inestabilidad emocional, violencia, indiferencia y abulia no es propia de un individuo normal. Por ello, creemos que habría que llamar a Pedro I el Loco y no el Cruel; merece el primer epíteto con más justicia todavía que el segundo y desde luego con más razón que la pobre doña Juana, la hija de los Reyes Católicos».
Definitivamente, no fue un rey normal. Habría que hacer pasar su figura por el filtro de la biología y del psicoanálisis para ver qué nos ofrece. Y con resultados, quién sabe, apasionantes.
Aunque deformada por la fantasía, la leyenda supone un sucedido real, un hecho embrionario. En la leyenda de doña María Coronel tendríamos que decir que esa raíz embrionaria reside en esa mancha que asoma en su cara y se extiende por el pecho: cauterio imborrable en defensa de su propia castidad.
A priori, prescindiendo de la autenticidad o no de este hecho concreto, tenemos que confesar que este gesto no es ajeno a la mentalidad medieval. Un caso semejante, que quedó sólo en un intento, se cuenta de santa Catalina de Suecia, contemporánea de doña María Coronel, quien, según cuenta uno de sus biógrafos, tuvo la tentación de «estropear la belleza de su rostro por medio de un ungüento repugnante y venenoso» ante el acoso de un noble romano.
Es curioso observar cierto paralelismo entre santa Catalina y doña María Coronel. Ambas provienen de familia noble, también la sueca fue casada de muy joven y quedó viuda. A pesar de todo, no existe correspondencia ni trasvase entre una leyenda y otra. Doña María Coronel no conoció tan siquiera a santa Catalina de Suecia y si existe connotación entre uno y otro relato, acháquese al espíritu de la Edad Media. Puesto a buscar un modelo, doña María Coronel se fijó en aquella niñita romana por nombre santa Inés, que tan valientemente defendió su castidad.
[Este libro puede adquirirse en el Monasterio de Santa Inés, c/ Doña María Coronel 5, 41007 Sevilla. O también por Amazon].

viernes, 17 de marzo de 2017

Los toros, Fiesta Nacional

Curro Cúchares (1818-1868) era un torero seguro con el estoque, pero aquella tarde en la plaza de toros de Madrid no acertaba a rematar el morlaco que le había caído en suerte. El público bramaba contra el torero y Julián Romea (1813-1868), célebre actor de teatro de la época romántica, participaba de la rechifla general.
Cúchares, parsimonioso, acabó fatigosamente la faena, sacó la espada del morrillo del animal, la limpió con la muleta, y con paso mesurado se dirigió a Julián Romea:
–Uzté dizimule, señó don Julián, que otra vez saldrá mejor la faena… y arrepare, que aquí abajo no ze muere de mentirijilla como en las tablas.


La anécdota la he tomado del libro «El espectáculo más nacional» (1899), de Juan Gualberto López-Valdemoro de Quesada, VI conde de Donadío de Casasola y de Las Navas, que con este nombre kilométrico se llamaba este malagueño aficionado a los toros. Solo le pongo un pero a la autenticidad de la anécdota: Cúchares era madrileño y difícilmente podía hablar con ese mal acento ceceante andaluz.
Más que espectáculo nacional es la Fiesta Nacional, que así se ha conocido siempre para distinguirla de otras fiestas y diversiones patrias y espero que, en estos tiempos nuestros de penuria patriótica, lo siga siendo, a pesar de tanto antitaurino como corre por ahí o esas nenas que, el otro día ante la Plaza de toros de Valencia, en sus fiestas de las Fallas, mostraban en protesta sus meloncitos tintados con salsa de tomate.
Espectáculo peculiar de España, que en España ha nacido desde no se sabe cuántos siglos, no me extraña que se meta en el mismo saco de rechazo junto a la bandera, el himno y la unidad de la patria.
Ya lo advierte Argote de Molina, en el capítulo 38 del Discurso de la Montería, cuando dice que: «el correr y montear toros en coso es costumbre en España de tiempos antiquísimos».
Carlos V alanceó un toro en la plaza de Valladolid en las fiestas por el nacimiento del príncipe Felipe y Felipe IV también acosaba en el circo reses bravas. No así los borbones Felipe V y Carlos III, que fueron enemigos de la fiesta taurina.
Y viniendo a los papas, tenemos a Pío V (1566-1572) que emitió bulas y breves a propósito de la agitatio taurorum, hasta el punto de negar a los lidiadores cristiana sepultura y excomulgar a los eclesiásticos, a los caballeros de las Órdenes Militares y a los legos que asistieran a las corridas de toros.
Su sucesor Gregorio XIII (1572-1585) alzó la excomunión que había fulminado Pío V a legos y caballeros y solo la dejó para los eclesiásticos.
Sixto V (1585-1590) puso de nuevo la prohibición en 1586, dirigiéndose al obispo de Salamanca. Pero el claustro de profesores de la Universidad salmantina se negó a acatar el mandato pontificio y fue precisamente fray Luis de León, comisionado por los doctores, el que redactó la protesta.
Felipe II, al ver que todo el mundo se oponía a las severas disposiciones del Papa, crecía el escándalo y los eclesiásticos asistían a los toros disfrazados, se dirigió al Papa en estos términos:
–… que la bula no surtía sus efectos, por ser las corridas de toros una costumbre tan antigua que parecía estar en la sangre de los españoles, que no podían privarse de ella sin gran violencia.
Las gestiones del embajador en Roma de Felipe II, duque de Sessa, consiguieron nueva bula de Clemente VIII (1592-1605), en la que, fundándose el pontífice en ser las fiestas de los toros «costumbre muy antigua en la que los soldados, tanto la caballería como la de a pie, luchando así, se hacen más aptos para la guerra; y también porque parece estar en la sangre de los españoles esta clase de espectáculos…; considerando que todas las penas, principalmente la de la excomunión y anatema, deben ser saludables y deben imponerse para que, llenos de terror hacia las cosas que prohíben, todos se aparten de ellas; y advirtiendo que las referidas censuras y penas en los referidos Reinos de España, no solo no han aprovechado, sino que son motivo de escándalo, por la frecuencia de incurrir en ellas, para evitar todos estos males, como buen Pastor», levanta las anteriores excomuniones, anatemas y las otras penas, excepto a frailes y hermanos mendicantes. Pide el pontífice que las corridas de toros no se celebren en día de fiesta, «y que se provea por el que pueda toda muerte».
Hay que anotar que la preocupación de los Papas por prohibir las corridas no era por la defensa del toro sino porque ocurrían demasiadas muertes en estos lances taurinos.
Libre ya de excomuniones, no había fiesta patronal ni conmemoración alguna que no fuera acompañada de un festejo taurino. La canonización de santa Teresa, por ejemplo, en el reinado de Felipe III, costó la vida a más de 200 toros en una treintena de corridas, dadas donde había conventos fundados por la Santa de Ávila.
Pintaron de toros: Goya, Villegas, Jiménez Aranda, Picasso… Escribieron: Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Duque de Rivas, Zorrilla, Moratín… En Francia, Federico Mistral en Mireya, canto IV, describe las fiestas en que tanto se lucía Eliazar, el «domador de toros», pretendiente de la gentil joven Mireya.
No hay colisión desde hace siglos entre el mundo del toro y la Iglesia y prueba de ello es que pone en las plazas de toros capilla, altar encendido y sacerdote dispuesto a administrar los últimos sacramentos. Porque en el redondel, como diría Cúchares, no se muere de mentirijiya.
Personalmente me gustan los toros, los veo por la tele, me gusta el fútbol, lo veo por la tele, soy der Beti manque’pierda, soy español, digo siempre España sin rubor y no Estado español, y soy andaluz de pura cepa porque pienso que la manera de «hacer patria grande es hacer patria chica», que dijo mi próximo biografiado el canónigo y novelista Muñoz y Pabón. 

domingo, 12 de marzo de 2017

San Luis Orione, «el peón de Dios»

Será difícil sintetizar la maravillosa aventura de este sacerdote italiano que se definió como «el peón de Dios». Hoy, 12 de marzo, se celebra su fiesta. Apóstol de la Misericordia, la divina Providencia guió los pasos de este humilde sacerdote, fundador de varias congregaciones religiosas, que recorrió Italia y América del Sur consagrando su vida a los más pobres y desventurados. Dirá y repetirá que «solo la caridad salvará al mundo» y que «la perfecta alegría está sólo en la entrega perfecta de sí a Dios y a los hombres, a todos los hombres».


 Nació en 1872 en Pontecurone, un pueblecito agrícola italiano entre el Piamonte y la Lombardía, cuarto hijo de Víctor Orione, picapedrero, generoso y de pocas palabras, no practicante pero tolerante de la religiosidad de su esposa, Carolina Feltri, ama de casa. Se habían casado el 11 de febrero de 1858, el mismo día que la Virgen se apareció en Lourdes. ¿Un presagio tal vez de la devoción de su hijo Luis por la Santísima Virgen?
A sus trece años, septiembre de 1885, fue acogido en el convento franciscano de Voghera (Pavia). Su madre le ha preparado un pequeño baúl con la mejor ropa que ha podido encontrar. Sus padres no le pudieron acompañar porque eran pobres. Subido a un carro llevado por un burro y conducido por un buen hombre, llegó Luis a un convento grande y hermoso. Un fraile le salió al encuentro:
–¿Qué traes en esa cosa? –y le señala el baúl–. ¿Tus trapos?
Luis pensaba para sus adentros que en ese baúl iba lo mejor que su madre le ha podido reunir. Y se dijo:
–Si Jesús quiere que sea sacerdote no quiero ser como este fraile.
Pero el guardián del convento era otra cosa, paternal y cariñoso. Pronto Luis Orione se aclimatará a la vida franciscana, pero cuando estaba a punto de tomar el hábito, con capucha y cordón blanco, le vino una pulmonía que a punto estuvo de costarle la vida y hubo de volver a casa en junio de 1886 con lágrimas en los ojos.
En octubre de ese año entrará de alumno en el Oratorio de Valdocco en Turín, donde conocerá a san Juan Bosco. Aquí permanecerá durante tres años. Don Bosco notó enseguida las cualidades de Luis Orione y lo contó entre sus predilectos, diciéndole:
–Nosotros seremos siempre amigos.
En Turín conocerá también las obras de caridad de san José Benito Cottolengo, vecino al Oratorio salesiano. Recuerda cómo veía a los hospicianos que «iban de cuatro en cuatro y se tenían de la mano de dos en dos: lisiados, ciegos, cojos, jóvenes y viejos… el sol les embestía… y la primavera caía sobre aquellos infelices, que se sostenían a duras penas, como el polen sobre la flor… Los que pasaban los miraban atónitos y después movían la cabeza: ¡cosas del Cottolengo!... Yo los miraba, sin embargo, y deseaba encontrarlos; los sentía hermanos, los amaba…».
Estando en Valdocco, murió don Bosco (31 enero 1888) y Luis, un año después (16 octubre 1889), inició el curso de filosofía en el seminario de Tortona.
Siendo aún seminarista, abrió su primer Oratorio en Tortona con una buena pandilla de chavales en dos salas de la planta baja del palacio episcopal, con permiso de su obispo, y uso de los jardines. La madre del obispo, mujer piadosa pero buena floricultora, veía desde su ventana cómo estos chavales de Luis Orione devastaban los domingos sus flores del jardín en la lucha feroz que sostenían los chicos en el juego de policías y ladrones.
Pero… aún no tenía el Oratorio un año de vida y fue suspendido «ad tempus» por el desorden que ocasionaban los chicos. Fue un golpe para Orione. Al salir del palacio episcopal, donde se le comunicó la noticia, se dirigió a la estatua de la Virgen María existente en el Oratorio y puso las llaves a sus pies con una carta:
–¡Oh Madre mía, no abandones a este, tu pobre y último hijo! Ya no puedo más... Sálvame, Madre querida, sálvame con mis jóvenes y con mi Oratorio. Todos nos calumnian y nos abandonan... Si tú no vienes, me ahogo con mis muchachos. Ven, Madre querida, ven y no tardes... ¡Aquí tienes la llave del Oratorio! Dejo en tus manos las almas de los jóvenes que me diste. Mi misión ha terminado. En tus manos quedan las almas de los innumerables hermanitos y todo el Oratorio. De ahora en adelante, tú eres nuestra patrona... ¡Tú eres nuestra Madre!
Y tuvo un sueño. Se le apareció la Virgen con el Niño en brazo y con un larguísimo manto azul que cubría una multitud de chavales de todos los colores y razas. Luis comprendió que no todo se ha acabado para él y sus queridos jóvenes.
Contar la larga aventura de su vida con las fundaciones que llevó a cabo en todo el mundo necesitaría un libro. A sus actividades les pondrá un nombre: Pequeña Obra de la Divina Providencia. Con un fin: fidelidad amorosa a la Iglesia y al Papa y la redención social de los humildes y de los pobres. Las palabras «Divina Providencia», «¡Almas y Almas!», «Instaurar todo en Cristo», «Jesús, Papa, Almas, María», son los carteles indicadores de su acción personal y de la finalidad del Instituto, mientras escoge a Don Bosco y al Cottolengo como sus principales inspiradores y maestros. Para sus colonias agrícolas, fundará los Ermitaños de la Divina Providencia.
Y envió misioneros a Brasil (1913), a Argentina y Uruguay (1921), a Palestina (1921), a Polonia (1924), a Estados Unidos (1934), a Inglaterra (1935), a Albania (1936)… Él mismo, en 1921-22 y en 1934-37, hará dos largas visitas misioneras a América del Sur, visitando Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. A su vuelta de América del Sur envía misioneros a Albania y a Inglaterra y funda nuevas casas en Italia.
En el invierno de 1940, intentando aliviar los problemas de corazón y pulmones que sufría, Don Orione fue llevado a una Casa de la Obra en San Remo. Él decía que aquello era comodidad, lujo y trataba de excusarse de ir. Pero obedece, aunque confiesa:
–No es entre las palmeras donde deseo vivir y morir, sino entre los pobres que son Jesucristo… Os recomiendo de estar y vivir siempre humildes y pequeños a los pies de la Iglesia, como niños… Amad a las tres grandes Madres: la Virgen, la santa Iglesia, nuestra Obra… Quered bien a los que lloran, a los que sufren… Veo cercana la muerte, nunca la he visto ni sentido tan cercana…
En la Villa Santa Clotilde, un pensionado llevado por sus Hermanas, vivió Don Orione tres días, del 9 al 12 de marzo de 1940 en oración y trabajo. En la tarde del 12, una llamada telefónica de Roma le implora que acoja en el Pequeño Cottolengo de Génova una pobrecita necesitada. Respondió que sí. El último sí a los hombres. Envía al papa Pío XII un telegrama con un mensaje de paz… A las 22,45 horas murió, reclinando la cabeza sobre el pecho del enfermero. Sus últimas palabras fueron: «¡Jesús, Jesús, Jesús… Voy!».
Su lema era: «Haz el bien siempre, a todos, el mal a ninguno». Y comenzaba sus cartas con este encabezado: «¡Jesús! ¡Almas! ¡Papa!».
Beatificado el 26 de octubre de 1980 por el papa Juan Pablo II, fue proclamado santo por el mismo Papa el 16 de mayo de 2004.
–Solo la caridad salvará al mundo –frase que repetía continuamente a los suyos.

miércoles, 8 de marzo de 2017

San Juan de Dios, el «loco» de Granada

He aquí una vida plagada de aventuras. Este portugués, Juan Ciudad se llamaba, recriado en Castilla, fue pastor, soldado, vendedor de libros, viajero por caminos de Europa e incluso de África, hasta asentarse en Granada donde descubrió su vocación definitiva: el cuidado de los enfermos que le llevó a la santidad.


 En Juan Ciudad se ha operado ya una transformación espiritual, pero Dios lo espera para el toque definitivo aquel 20 de enero de 1539. Predica en la Ermita de los Mártires san Juan de Ávila. Juan se halla entre los oyentes y las palabras del predicador, que ensalza las virtudes del santo del día, san Sebastián, calan tan hondo en su alma que, entre lágrimas y suspiros, comienza a gritar:
–¡Perdón, Señor, misericordia para este miserable pecador!
Salió del templo y por calles y plazas de Granada Juan Ciudad, enajenado totalmente, repetía la misma cantinela.
–¡Misericordia, Dios mío, misericordia!
Está como loco. ¿Se ha vuelto loco? Se tira por tierra, se da golpes con la cabeza contra los muros, se mesa la barba.
La chiquillería le sigue y le grita:
–¡Loco! ¡Loco!
Y le tira piedras.
Juan Ciudad llega a su tienda de la Puerta de Elvira y comienza a repartir sus cosas a quien las quiere. Después busca a Juan de Ávila y hace una confesión general, y sigue y sigue por las calles… Así, tres días. Unos vecinos piadosos lo recogen y lo llevan al Hospital Real, recluido en la sala de los dementes.
¿Estaba loco? ¿Se hizo el loco por amor a Cristo? Los biógrafos dividen sus opiniones. Bien parece ser que fue un ataque de locura.
En el manicomio, ya repuesto, ya tranquilo, pudo calibrar la suerte de sus colegas y la terapia de los enfermeros, a base de latigazos y azotes, que él también sufrió. Juan Ciudad pasa cuatro meses en el Hospital Real de Granada y esta triste experiencia le llevará en los años que le restan de vida a idear un hospital con una terapia bien distinta hacia los enfermos mentales. Un hospital fundado en el amor hacia los pobres enfermos y apoyado en normas higiénicas y sanitarias seguras.
Cuando sale, a mediados de mayo de 1539, se topó con un cortejo fúnebre que pasa por delante del Hospital. Conducidos por Francisco de Borja, los restos mortales de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, son llevados a su morada definitiva en la Capilla Real. Y surge un nuevo toque de la gracia. Al abrir el féretro para dar fe de la entrega de la emperatriz, Francisco de Borja pudo comprobar cómo la podredumbre se había apoderado de aquel bello rostro de mujer. No volvería a servir a señor que se le pudiera morir, se dijo a sí mismo, y en Granada, aquel mismo año, se produjo un nuevo arranque hacia la santidad.
Las honras fúnebres por la emperatriz duran tres días. El 19 de mayo predica Juan de Ávila y Juan Ciudad se consuela con él y le sigue a Baeza, donde el santo avileño regenta un colegio de niños junto a la iglesia de Espíritu Santo. Durante una corta temporada, Juan Ciudad hará las faenas de la casa e intimará con el santo Ávila. Después marcha en peregrinación a Guadalupe, «a visitar a la Virgen Nuestra Señora, darle gracias y pedirle nuevo socorro y ayuda para la nueva vida que pensaba hacer».
Juan Ciudad vuelve a Granada en el otoño de 1539 y entra en la ciudad con un hato de leña al hombro. Quiere venderlo y ganar un poco de dinero que compartir con los pobres. Así durante un tiempo en el que no se libraba tampoco de la fama que había dejado de su locura. Pernocta donde puede hasta que es acogido por una familia bien, los Venegas, moros conversos. El jefe de la casa, Miguel Abiz de Venegas, era nieto del rey Boabdil. Juan Ciudad duerme en el patio de la casa o en el zaguán. Pero un día lleva a un menesteroso que ha encontrado por la calle, y un día después a otros más. Y el patio de señor Venegas se llena de pordioseros y enfermos.
Juan Ciudad, ante esta situación, alquiló una casa vieja en la calle de Lucena, cercano a la plaza de Bibarrambla, y comenzó a recoger los primeros asilados: mendigos, locos, ancianos, huérfanos... Acaba de fundar su primer hospital, muy pobre, muy sencillo, casi sin nada, los asilados duermen en esteras de anea y mantas viejas. Pero así se da a conocer en Granada, no ya como loco sino como el santo de la caridad. Y al que llamaban «loco» lo apodan ahora de «santo». Él hace de todo: enfermero, cocinero, mandadero... Sale a pedir por las calles «con una espuerta grande en el hombro y dos ollas en las manos colgadas de unos cordeles», dice el P. Castro. Juan Ciudad, que aparece «flaco y maltratado», grita:
–¿Queréis hacer el bien a vosotros mismos? ¡Hermanos, por el amor de Dios, haced el bien a vosotros mismos!
«Haced el bien, hermanos», «Fatebenefratelli» en italiano, esta expresión salida repetidamente de labios de Juan Ciudad se convertirá en el nombre del instituto religioso en Italia. En España con el tiempo serán los Hermanos de San Juan de Dios, y en México serán conocidos por los Juaninos.
Porque Juan Ciudad se ha convertido en Granada en Juan de Dios. Don Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Tuy, a la sazón presidente de la Real Chancillería de Granada, será quien lo bautice de nuevo, admirado de la gran obra de caridad que Juan Ciudad realiza en Granada.
–Juan Ciudad es más de Dios que de los hombres– dijo el obispo.
Y como Juan de Dios será conocido desde entonces.
Lo dejó dicho Lope de Vega y así los artistas esculpen con frecuencia a Juan de Dios…

Porque amó la pobreza de manera
que si un ángel y un pobre juntos viera,
dejara al ángel y abrazara al pobre.

jueves, 2 de marzo de 2017

Una calle para Sor Ángela de la Cruz

La muerte de Sor Ángela de la Cruz el 2 de marzo de 1932 causó conmoción en Sevilla. Aquel miércoles, la ciudad se despertó con la noticia. «Ha muerto una santa», corrió la voz. Y una multitud ingente se dio cita en el convento desde las primeras horas. El cuerpo de Sor Ángela, bajado en procesión muy de mañana por sus Hijas, había sido colocado en la capilla sobre la tarima en que murió. Tocó la campana a la oración matutina y llegaron las novicias que, al ver el cadáver, comenzaron a llorar. No hubo lectura de meditación. No hacía falta. Aquella mañana, el cuerpo inerme de Sor Ángela, página abierta para novicias y profesas, era la única meditación.


Después... vino el pueblo de Sevilla, en cola interminable hasta las diez de la noche. Y al día siguiente. Y al otro. Hasta el sábado. Don Pedro Parias, que era mucho de las Hermanas, trataba de poner orden en la cola:
–Vamos, vamos. Es Madre de todos. Todos tienen derecho a verla. No seamos egoístas; no os detengáis. Id pasando; salid para que entren otros. Vamos, que todos tienen que pasar; que los patios y la calle están todavía macizos de gente…
Unas sesenta o setenta mil personas desfilaron ante el cadáver de Sor Ángela de la Cruz. Y ramos de flores. Y sollozos. Y un sinfín de rosarios y objetos piadosos pasados por su hábito.
Había una preocupación: ¿Podría ser enterrada en la capilla del convento? El Instituto poseía una real orden de 1912 que le concedía tal privilegio, pero una reciente ley de las Cortes republicanas había derogado este tipo de enterramientos.
El Ayuntamiento de Sevilla, compuesto de diversas facciones políticas, llegará al acuerdo de rotular la calle de los Alcázares, donde se halla la Casa Madre, con el nombre de Sor Ángela de la Cruz. Lo propuso la Minoría Católica, compuesta de 17 concejales de un total de 50:
–Ha fallecido una sevillana ilustre, Sor Ángela de la Cruz Guerrero, Fundadora de una Comunidad, que consagra su vida con admirable abnegación al cuidado del pobre y del enfermo. Una obra sublime de caridad, de humanitarismo, que sintió un corazón saturado de amor al prójimo y a la que dio forma un cerebro privilegiado. No necesita tan excelso espíritu póstumos homenajes de los hombres, que ella siempre eludió, por ser la humildad característica de su alma y precepto de la Regla de su Instituto. Pero es deber nuestro concedérselos máximos, como representantes de un pueblo que ha tributado a su cadáver el homenaje emocionado de su admiración y gratitud…
El señor Jiménez Tirado, de la Minoría Socialista –aquel que una vez dijo que cuando veía desfilar por las calles de Sevilla a un nazareno, penitente descalzo, se avergonzaba de pertenecer al género humano– pidió la palabra para decir que Sor Ángela de la Cruz no era un valor ingente del cristianismo, sino un valor de la humanidad. Y se adhirió a la propuesta de la rotulación de la calle. El señor Talavera, de la Minoría Radical, opinó igualmente lo mismo… Al final, todos los concejales acordaron por «unanimidad» constase en acta el sentimiento de la Corporación por la muerte de Sor Ángela y la rotulación con su nombre de la calle de los Alcázares.
Una sola objeción de un concejal: nombrar otra calle ante el abolengo literario e histórico del linaje de los Alcázares, especialmente del escritor Baltasar del Alcázar. Pero ante la observación del alcalde Fernández de La Bandera de que era la calle más indicada por estar enclavada en ella el convento, el concejal retiró su objeción. Y con el nombre de Alcázares se rotuló la vecina calle Coliseo.
Cosa sorprendente, se decía, que este Ayuntamiento republicano concediese a Sor Ángela una calle cuando estaba removiendo no pocos rótulos de nombres de calles poco afectos a la República.
Y hubo más. ¿Cómo no enterrar a Sor Ángela en su convento? Don Pedro Parias se dirigió al alcalde y este a Diego Martínez Barrio, jefe de la masonería de Sevilla, que salvó los inconvenientes legales ante el Ministerio de la Gobernación, que ostentaba Santiago Casares Quiroga.
Un telegrama del nuncio al cardenal de Sevilla rezaba así: «Hechas enseguida gestiones oportunas, complázcome en comunicarle que Ministerio Gobernación ha dado órdenes para que Madre Fundadora Congregación Hermanas de la Cruz sea enterrada en la cripta de la Casa Generalicia de Sevilla. Ruego a Vuestra Eminencia reciba mi más sentido pésame por pérdida virtuosísima Fundadora. Sírvase presentarlo a todo el Instituto con la seguridad de mis plegarias. Saludos afectuosos. Nuncio Apostólico».
Pues así es de verdadera, y sorprendente, esta historia de Madre.
El sábado, 5 de marzo, el entierro.
Los médicos habían ido vigilando el estado del cadáver día a día. En caso de corrupción, la hubieran embalsamado inmediatamente. No hizo falta. Y las Hermanas se alegraron no poco. Sor Ángela aparecía sencillamente como una flor dormida, tras varios días de su muerte.
Sobre el féretro de Sor Ángela, un solo ramo de claveles, los mejores claveles de Sevilla. Los trajo un obrero poco antes de que se iniciara el cortejo fúnebre.
—¡Por favor! —imploraba abriéndose paso ante todas las personalidades que rodeaban el túmulo.
—¡Por favor, que lo pongan en la caja de la Madre! No le habrán traído mejores claveles, porque mejores no los hay en Sevilla. Por haberlos comprado, me quedaré hoy sin comer; pero... ¡han sido muchos los días que ella me ha dado de comer a mí!
Y los claveles de aquel obrero anónimo irradiaron de fragancia el ambiente.
Fue el mejor tributo póstumo, la distinción más querida que podía recibir Sor Ángela: un ramo de flores, fruto del jornal de un obrero.