El 29 de marzo de 1987 –hoy hace de ello
treinta años–, Roma fue una fiesta española. Cinco españoles subieron a los
altares, beatificados por el papa Juan Pablo II: el cardenal don Marcelo
Spínola, arzobispo de Sevilla, Manuel Domingo y Sol, fundador de los Sacerdotes
Operarios, y tres monjas carmelitas martirizadas en Guadalajara en los primeros
días de la guerra civil del 36.
Unos ocho mil peregrinos llegados a la
Ciudad Eterna al calor del nuevo beato Marcelo Spínola –gloria de la diócesis
de Sevilla–, más los cuatro o cinco mil peregrinos que acudieron para honrar a
las monjitas mártires de Guadalajara –hijas del Carmelo– y a mosén Manuel
Domingo y Sol, de los Operarios Diocesanos, dieron todo un colorido
españolísimo a la vieja Roma.
Roma fue una fiesta ese día. Fiesta
española, y andaluza. Las niñas de las Esclavas Concepcionistas pululaban por
todos los rincones de la vieja ciudad. Cantos por sevillanas, palmas, bullicio
del nuestro… Durante la misa –la basílica de San Pedro, totalmente atestada de
fieles–, el papa Juan Pablo II resaltó las virtudes de los nuevos beatos. Del
cardenal Spínola puntualizó su heroicidad en el cumplimiento sacrificado de sus
deberes episcopales, el amor y entrega a los pobres y su independencia eclesial:
todo ello alimentado por un amor encendido a Jesucristo y revestido de una
profunda humildad personal.
En el Ofertorio le fue presentada al Papa
una serie de objetos y productos de las regiones de procedencia de los nuevos
beatos. Cera y miel de la Alcarria, azucenas blancas y rosas rojas, vino de
Jerez, aceite de las campiñas andaluzas, sal de las marismas gaditanas de San
Fernando –cuna de Marcelo Spínola– figuraron entre los presentes.
La fiesta terminó en la plaza de San Pedro
con bailes por sevillanas.
Don Marcelo Spínola –párroco de San
Lorenzo, obispo auxiliar de Sevilla, obispo de Coria y Málaga– fue preconizado arzobispo
de Sevilla en el Consistorio celebrado en Roma el 2 de diciembre de 1895 e hizo
su entrada en Sevilla el 13 de febrero de 1896. Si él escribió que «Málaga es
mi Tabor», también expresó «que me pone miedo el arzobispado de Sevilla». Eran
tiempos políticamente difíciles, y don Marcelo lo va a sentir en sus carnes.
Tachado de integrista y carlista, tuvo que responder una vez a la reina regente
de España:
–El arzobispo de Sevilla, Señora, no es
hombre de partido; es sólo un prelado de la Iglesia Católica.
En aquel cuerpo tan flaco, ascético y
sencillo, se ocultaba una madera recia de santo. Luis Montoto –que era un
extraordinario poeta, pero que como abogado ejercía de Notario Mayor en el
Tribunal eclesiástico del Arzobispado– lo retrató así:
–Algo había en su gesto y en su figura que
delataba al noble de raza... Señoril gravedad, distinción exquisita. ¿Quién
puede olvidar el perfil elegante de aquel anciano de aniñado rostro y dulce
mirada? A los que sepan leer en las fisonomías aquellos ojos francos y
efusivos, aquella frente despejada y aquel perfil de asceta, dirán más de
cuanto se puede escribir... ¡Qué alma tan fina debió animar su cuerpo de tan
delicados trazos! De él se ha escrito «era hombre ante el cual no tenía puesto
la indiferencia; había que amarle o adorarle»... Era la amabilidad, la
atención, la benevolencia, la cortés ayuda de lo que se cifraba en su
actitud... Apenas se comprende cómo alentaba en cuerpo tan endeble un corazón
tan esforzado.
Y Diego Martínez Barrio, que fuera ministro
en la República, recoge en sus memorias esta alusión a don Marcelo:
–El cardenal Spínola quizá ascienda algún día
a los altares. Fue varón piadoso y caritativo, de los que predican con el
ejemplo. Su nombre rotula una calle de Sevilla y, lo que es mejor, vive en el
recuerdo de muchos sevillanos. Podía reprochársele cierta propensión polémica; pero
¿cómo no perdonarla cuando, en el trato con los hombres, era el primero en
extender la mano fraternal sin cuidarse de las ideas de su interlocutor? Don
Marcelo Spínola, que había reemplazado en la archidiócesis a un prelado
inteligente, aunque asaz soberbio, el cardenal Sanz y Forés, figura entre los
grandes arzobispos de mi ciudad.
En 1905 Sevilla sufre una terrible sequía.
En agosto la situación es desesperante. Don Marcelo reúne una junta en su
palacio para que ingenie la recogida de dinero y organice cocinas económicas
que palien el hambre de la gente. No contento con ello, sale a la calle y
puerta a puerta, como un mendigo, pide limosnas para los pobres. Ese mismo año,
el 11 de diciembre, Pío X le creó cardenal. A los pocos días llegó a Sevilla el
legado pontificio que le impuso el solideo. El 31 de diciembre, en Madrid, el
rey le colocó la birreta. Don Marcelo, flaco y decaído, sufre de ese vaivén de
ir y venir en tren a Madrid. El 12 de enero debe volver a la corte: se casa la
hermana del rey, infanta María Teresa, y resultaría feo que el nuevo cardenal
de Sevilla no estuviera presente. Que no se le pueda achacar una vez más de
carlista. De vuelta a Sevilla el 13 de enero, don Marcelo acude al santuario de
la Virgen de Regla en Chipiona para la bendición de la nueva iglesia. No se le
puede convencer de que permanezca en Sevilla. A la vuelta de Chipiona, se echó
a morir. Murió el 19 de enero de 1906, rodeado de los suyos y con el clamor en
los labios de los sevillanos de que había muerto un prelado santo.