viernes, 17 de marzo de 2017

Los toros, Fiesta Nacional

Curro Cúchares (1818-1868) era un torero seguro con el estoque, pero aquella tarde en la plaza de toros de Madrid no acertaba a rematar el morlaco que le había caído en suerte. El público bramaba contra el torero y Julián Romea (1813-1868), célebre actor de teatro de la época romántica, participaba de la rechifla general.
Cúchares, parsimonioso, acabó fatigosamente la faena, sacó la espada del morrillo del animal, la limpió con la muleta, y con paso mesurado se dirigió a Julián Romea:
–Uzté dizimule, señó don Julián, que otra vez saldrá mejor la faena… y arrepare, que aquí abajo no ze muere de mentirijilla como en las tablas.


La anécdota la he tomado del libro «El espectáculo más nacional» (1899), de Juan Gualberto López-Valdemoro de Quesada, VI conde de Donadío de Casasola y de Las Navas, que con este nombre kilométrico se llamaba este malagueño aficionado a los toros. Solo le pongo un pero a la autenticidad de la anécdota: Cúchares era madrileño y difícilmente podía hablar con ese mal acento ceceante andaluz.
Más que espectáculo nacional es la Fiesta Nacional, que así se ha conocido siempre para distinguirla de otras fiestas y diversiones patrias y espero que, en estos tiempos nuestros de penuria patriótica, lo siga siendo, a pesar de tanto antitaurino como corre por ahí o esas nenas que, el otro día ante la Plaza de toros de Valencia, en sus fiestas de las Fallas, mostraban en protesta sus meloncitos tintados con salsa de tomate.
Espectáculo peculiar de España, que en España ha nacido desde no se sabe cuántos siglos, no me extraña que se meta en el mismo saco de rechazo junto a la bandera, el himno y la unidad de la patria.
Ya lo advierte Argote de Molina, en el capítulo 38 del Discurso de la Montería, cuando dice que: «el correr y montear toros en coso es costumbre en España de tiempos antiquísimos».
Carlos V alanceó un toro en la plaza de Valladolid en las fiestas por el nacimiento del príncipe Felipe y Felipe IV también acosaba en el circo reses bravas. No así los borbones Felipe V y Carlos III, que fueron enemigos de la fiesta taurina.
Y viniendo a los papas, tenemos a Pío V (1566-1572) que emitió bulas y breves a propósito de la agitatio taurorum, hasta el punto de negar a los lidiadores cristiana sepultura y excomulgar a los eclesiásticos, a los caballeros de las Órdenes Militares y a los legos que asistieran a las corridas de toros.
Su sucesor Gregorio XIII (1572-1585) alzó la excomunión que había fulminado Pío V a legos y caballeros y solo la dejó para los eclesiásticos.
Sixto V (1585-1590) puso de nuevo la prohibición en 1586, dirigiéndose al obispo de Salamanca. Pero el claustro de profesores de la Universidad salmantina se negó a acatar el mandato pontificio y fue precisamente fray Luis de León, comisionado por los doctores, el que redactó la protesta.
Felipe II, al ver que todo el mundo se oponía a las severas disposiciones del Papa, crecía el escándalo y los eclesiásticos asistían a los toros disfrazados, se dirigió al Papa en estos términos:
–… que la bula no surtía sus efectos, por ser las corridas de toros una costumbre tan antigua que parecía estar en la sangre de los españoles, que no podían privarse de ella sin gran violencia.
Las gestiones del embajador en Roma de Felipe II, duque de Sessa, consiguieron nueva bula de Clemente VIII (1592-1605), en la que, fundándose el pontífice en ser las fiestas de los toros «costumbre muy antigua en la que los soldados, tanto la caballería como la de a pie, luchando así, se hacen más aptos para la guerra; y también porque parece estar en la sangre de los españoles esta clase de espectáculos…; considerando que todas las penas, principalmente la de la excomunión y anatema, deben ser saludables y deben imponerse para que, llenos de terror hacia las cosas que prohíben, todos se aparten de ellas; y advirtiendo que las referidas censuras y penas en los referidos Reinos de España, no solo no han aprovechado, sino que son motivo de escándalo, por la frecuencia de incurrir en ellas, para evitar todos estos males, como buen Pastor», levanta las anteriores excomuniones, anatemas y las otras penas, excepto a frailes y hermanos mendicantes. Pide el pontífice que las corridas de toros no se celebren en día de fiesta, «y que se provea por el que pueda toda muerte».
Hay que anotar que la preocupación de los Papas por prohibir las corridas no era por la defensa del toro sino porque ocurrían demasiadas muertes en estos lances taurinos.
Libre ya de excomuniones, no había fiesta patronal ni conmemoración alguna que no fuera acompañada de un festejo taurino. La canonización de santa Teresa, por ejemplo, en el reinado de Felipe III, costó la vida a más de 200 toros en una treintena de corridas, dadas donde había conventos fundados por la Santa de Ávila.
Pintaron de toros: Goya, Villegas, Jiménez Aranda, Picasso… Escribieron: Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Duque de Rivas, Zorrilla, Moratín… En Francia, Federico Mistral en Mireya, canto IV, describe las fiestas en que tanto se lucía Eliazar, el «domador de toros», pretendiente de la gentil joven Mireya.
No hay colisión desde hace siglos entre el mundo del toro y la Iglesia y prueba de ello es que pone en las plazas de toros capilla, altar encendido y sacerdote dispuesto a administrar los últimos sacramentos. Porque en el redondel, como diría Cúchares, no se muere de mentirijiya.
Personalmente me gustan los toros, los veo por la tele, me gusta el fútbol, lo veo por la tele, soy der Beti manque’pierda, soy español, digo siempre España sin rubor y no Estado español, y soy andaluz de pura cepa porque pienso que la manera de «hacer patria grande es hacer patria chica», que dijo mi próximo biografiado el canónigo y novelista Muñoz y Pabón. 

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