Curro Cúchares (1818-1868) era un torero
seguro con el estoque, pero aquella tarde en la plaza de toros de Madrid no
acertaba a rematar el morlaco que le había caído en suerte. El público bramaba
contra el torero y Julián Romea (1813-1868), célebre actor de teatro de la
época romántica, participaba de la rechifla general.
Cúchares, parsimonioso, acabó
fatigosamente la faena, sacó la espada del morrillo del animal, la limpió con
la muleta, y con paso mesurado se dirigió a Julián Romea:
–Uzté dizimule, señó don Julián, que
otra vez saldrá mejor la faena… y arrepare, que aquí abajo no ze muere de
mentirijilla como en las tablas.
La anécdota la he tomado del libro «El
espectáculo más nacional» (1899), de Juan Gualberto López-Valdemoro de Quesada,
VI conde de Donadío de Casasola y de Las Navas, que con este nombre kilométrico
se llamaba este malagueño aficionado a los toros. Solo le pongo un pero a la
autenticidad de la anécdota: Cúchares era madrileño y difícilmente podía hablar
con ese mal acento ceceante andaluz.
Más que espectáculo nacional es la Fiesta Nacional, que así se ha conocido
siempre para distinguirla de otras fiestas y diversiones patrias y espero que,
en estos tiempos nuestros de penuria patriótica, lo siga siendo, a pesar de
tanto antitaurino como corre por ahí o esas nenas que, el otro día ante la
Plaza de toros de Valencia, en sus fiestas de las Fallas, mostraban en protesta
sus meloncitos tintados con salsa de tomate.
Espectáculo peculiar de España, que en
España ha nacido desde no se sabe cuántos siglos, no me extraña que se meta en
el mismo saco de rechazo junto a la bandera, el himno y la unidad de la patria.
Ya lo advierte Argote de Molina, en el
capítulo 38 del Discurso de la Montería,
cuando dice que: «el correr y montear toros en coso es costumbre en España de
tiempos antiquísimos».
Carlos V alanceó un toro en la plaza de
Valladolid en las fiestas por el nacimiento del príncipe Felipe y Felipe IV
también acosaba en el circo reses bravas. No así los borbones Felipe V y Carlos
III, que fueron enemigos de la fiesta taurina.
Y viniendo a los papas, tenemos a Pío V
(1566-1572) que emitió bulas y breves a propósito de la agitatio taurorum, hasta el punto de negar a los lidiadores cristiana
sepultura y excomulgar a los eclesiásticos, a los caballeros de las Órdenes
Militares y a los legos que asistieran a las corridas de toros.
Su sucesor Gregorio XIII (1572-1585)
alzó la excomunión que había fulminado Pío V a legos y caballeros y solo la
dejó para los eclesiásticos.
Sixto V (1585-1590) puso de nuevo la
prohibición en 1586, dirigiéndose al obispo de Salamanca. Pero el claustro de
profesores de la Universidad salmantina se negó a acatar el mandato pontificio
y fue precisamente fray Luis de León, comisionado por los doctores, el que
redactó la protesta.
Felipe II, al ver que todo el mundo se
oponía a las severas disposiciones del Papa, crecía el escándalo y los
eclesiásticos asistían a los toros disfrazados, se dirigió al Papa en estos
términos:
–… que la bula no surtía sus efectos,
por ser las corridas de toros una costumbre tan antigua que parecía estar en la
sangre de los españoles, que no podían privarse de ella sin gran violencia.
Las gestiones del embajador en Roma de
Felipe II, duque de Sessa, consiguieron nueva bula de Clemente VIII (1592-1605),
en la que, fundándose el pontífice en ser las fiestas de los toros «costumbre
muy antigua en la que los soldados, tanto la caballería como la de a pie,
luchando así, se hacen más aptos para la guerra; y también porque parece estar
en la sangre de los españoles esta clase de espectáculos…; considerando que
todas las penas, principalmente la de la excomunión y anatema, deben ser
saludables y deben imponerse para que, llenos de terror hacia las cosas que
prohíben, todos se aparten de ellas; y advirtiendo que las referidas censuras y
penas en los referidos Reinos de España, no solo no han aprovechado, sino que
son motivo de escándalo, por la frecuencia de incurrir en ellas, para evitar
todos estos males, como buen Pastor», levanta las anteriores excomuniones,
anatemas y las otras penas, excepto a frailes y hermanos mendicantes. Pide el
pontífice que las corridas de toros no se celebren en día de fiesta, «y que se
provea por el que pueda toda muerte».
Hay que anotar que la preocupación de
los Papas por prohibir las corridas no era por la defensa del toro sino porque
ocurrían demasiadas muertes en estos lances taurinos.
Libre ya de excomuniones, no había
fiesta patronal ni conmemoración alguna que no fuera acompañada de un festejo
taurino. La canonización de santa Teresa, por ejemplo, en el reinado de Felipe
III, costó la vida a más de 200 toros en una treintena de corridas, dadas donde
había conventos fundados por la Santa de Ávila.
Pintaron de toros: Goya, Villegas,
Jiménez Aranda, Picasso… Escribieron: Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Duque
de Rivas, Zorrilla, Moratín… En Francia, Federico Mistral en Mireya, canto IV, describe las fiestas
en que tanto se lucía Eliazar, el «domador de toros», pretendiente de la gentil
joven Mireya.
No hay colisión desde hace siglos entre
el mundo del toro y la Iglesia y prueba de ello es que pone en las plazas de
toros capilla, altar encendido y sacerdote dispuesto a administrar los últimos
sacramentos. Porque en el redondel, como diría Cúchares, no se muere de
mentirijiya.
Personalmente me gustan los toros, los
veo por la tele, me gusta el fútbol, lo veo por la tele, soy der Beti
manque’pierda, soy español, digo siempre España sin rubor y no Estado español,
y soy andaluz de pura cepa porque pienso que la manera de «hacer patria grande
es hacer patria chica», que dijo mi próximo biografiado el canónigo y novelista
Muñoz y Pabón.
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