Lo fue doña María Coronel, que se desfiguró
el rostro con aceite hirviendo para huir de la lascivia del rey don Pedro I de
Castilla, para unos el Cruel, para otros el Justiciero. Su cuerpo incorrupto se
venera en el monasterio de Santa Inés de Sevilla, de monjas clarisas.
¿Cómo era doña María Coronel?
La tradición nos dice que era muy bella. Belleza
que no se puede apreciar en su cuerpo incorrupto, un cuerpo que muestra un
rostro añejo de vida —murió hacia los setenta y cinco años— y añejo de siglos.
Ya que no podemos contar con la descripción
física de los años de su juventud, husmeemos los cánones que regían el ideal de
belleza femenino de la Edad Media.
En una sociedad clasista como la medieval,
la belleza ha de ser concomitante con la nobleza, cosa que no poseen las clases
inferiores de moros, judíos, negros, serranas y villanos. Y el color rubio
prevalece sobre el moreno o el negro, con lo que a través de los gustos se
ponía cota y frontera en la diferenciación racial. Se dice que Alfonso XI era
«blanco y rubio, de ojos verdes» y la misma descripción sirve para Enrique III
y Juan II. Fernando de Antequera es descrito como «blanco y mesuradamente
colorado», y si caminamos en el tiempo, Isabel la Católica era «muy blanca y
rubia, los ojos entre verdes y azules».
¿Imaginamos así a doña María Coronel? ¿Por
qué no? Con una talla aproximada de 1,60, podría ser menuda de cuerpo, pero espigada
y alta para los índices de aquel tiempo.
Un escritor del siglo XIV, en su Historia
de la doncella Theodor, describe que «la mujer debe tener largos: el
cuello, los dedos, el talle. Pequeños los pies, la nariz, la boca. Blancas la
piel, los dientes, el blanco de los ojos. Negros, los cabellos, las cejas, las
pupilas, colorados los labios, las mejillas, las encías. Anchas las caderas,
las espaldas, la frente».
En cambio, para el Marqués de Santillana,
la mujer debe tener el cabello dorado o rubio, los ojos hermosos, el cutis
inmaculado, blanco y suave, los labios de carmín y el cuerpo esbelto.
Con lo que se demuestra que el ideal
femenino no ha cambiado gran cosa a través de los siglos. He aquí, al menos,
unos pequeños esquemas para imaginarnos la belleza de doña María Coronel, el
porqué de sus encantos que motivaron deseos tan vivos en Pedro I de Castilla.
¿Y el rey don Pedro?
En descripción de López de Ayala, siendo
noble entre los nobles, no podía ser menos que «blanco y rubio». Lástima que
«ceceaba un poco en la fabla» y le sonaban las canillas. Pero era parco en el
dormir, parco en el comer, y amante de mujeres.
Dos características predominantes en Pedro
I: su crueldad y su lascivia. De ambas cosas dio sobradas muestras, a pesar de
que los románticos sevillanos del siglo XIX, encabezados por Guichot, nos
quieran presentar la imagen de un Pedro I tan románticamente justiciero como
caballeroso con las damas.
Pienso que la solución al problema petrino
está en la biología. Falta el estudio biológico que de la mano de un nuevo
Marañón nos ofrezca un análisis certero. Ya hay algo de ello: el estudio médico
de sus restos por el doctor Gonzalo Moya. Su conclusión no puede ser más
elocuente: Pedro I de Castilla es un paralítico cerebral infantil. Y explica: «La
parálisis cerebral infantil no es, en realidad, una enfermedad, sino un
síndrome —esto es, un conjunto de síntomas— que puede ser producido por
procesos muy distintos. Este síndrome se debe a una lesión del encéfalo, de
gravedad muy variable, sufrida por el individuo en los primeros meses de su
existencia (hasta el segundo año de vida), lesión que determina la muerte de
las neuronas situadas en un área cerebral de extensión variable. Ello origina
un retraso general de la maduración del niño, primero —tarda más en andar y en
hablar que los otros niños—, y después, da lugar a un desarrollo incompleto de
las zonas del cuerpo que se hallan bajo la dependencia de las neuronas
lesionadas. El niño tendrá, por ejemplo, un brazo y una pierna más cortos en un
lado que en otro...». Y concluye, tras un estudio de su cráneo y demás huesos
de Pedro I efectuado en la catedral sevillana en 1968: «Podemos afirmar, por lo
tanto —y ello se hace ahora por primera vez—, que el rey Pedro I de Castilla
sufrió una parálisis cerebral infantil, y que esto explica —y excusa desde un
punto de vista médico que no histórico— los crímenes cometidos por el rey».
No nos hallamos ante un rey normal. «Ser
rey y ser rey en la Edad Media —continúa Gonzalo Moya— constituía una pésima
condición para que un paralítico cerebral fuera «domesticado», como dice con
extraordinaria perspicacia Saavedra Fajardo. Esta mezcla inextricable de
impulsividad, inestabilidad emocional, violencia, indiferencia y abulia no es
propia de un individuo normal. Por ello, creemos que habría que llamar a Pedro
I el Loco y no el Cruel; merece el primer epíteto con más justicia todavía que
el segundo y desde luego con más razón que la pobre doña Juana, la hija de los
Reyes Católicos».
Definitivamente, no fue un rey normal. Habría
que hacer pasar su figura por el filtro de la biología y del psicoanálisis para
ver qué nos ofrece. Y con resultados, quién sabe, apasionantes.
Aunque deformada por la fantasía, la
leyenda supone un sucedido real, un hecho embrionario. En la leyenda de doña
María Coronel tendríamos que decir que esa raíz embrionaria reside en esa
mancha que asoma en su cara y se extiende por el pecho: cauterio imborrable en
defensa de su propia castidad.
A priori, prescindiendo de la autenticidad
o no de este hecho concreto, tenemos que confesar que este gesto no es ajeno a
la mentalidad medieval. Un caso semejante, que quedó sólo en un intento, se
cuenta de santa Catalina de Suecia, contemporánea de doña María Coronel, quien,
según cuenta uno de sus biógrafos, tuvo la tentación de «estropear la belleza
de su rostro por medio de un ungüento repugnante y venenoso» ante el acoso de
un noble romano.
Es curioso observar cierto paralelismo
entre santa Catalina y doña María Coronel. Ambas provienen de familia noble,
también la sueca fue casada de muy joven y quedó viuda. A pesar de todo, no
existe correspondencia ni trasvase entre una leyenda y otra. Doña María Coronel
no conoció tan siquiera a santa Catalina de Suecia y si existe connotación
entre uno y otro relato, acháquese al espíritu de la Edad Media. Puesto a
buscar un modelo, doña María Coronel se fijó en aquella niñita romana por
nombre santa Inés, que tan valientemente defendió su castidad.
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