Hoy celebra la Iglesia la festividad de
Santa Ángela de la Cruz, fundadora en Sevilla de la Compañía de la Cruz y
obligación impuesta en mí de hablar de ella llegado este día. Lo dedicaré a los
santos amigos de Santa Ángela de la Cruz, los de su especial devoción.
En la primavera de 1894, el Consejo
Nacional de las Corporaciones Católico-Obreras organizó una magna
peregrinación a Roma. 13.000 obreros se dieron cita en la Plaza de San Pedro
llegados de los más diversos rincones de España por los caminos de hierro.
Con ellos, viajó también Sor Ángela,
como una obrera más, obrera del Señor.
Resulta que León XIII, dispuesto a dar
solemnidad a la peregrinación española, promovió para estas fechas la
beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila y Fray
Diego José de Cádiz.
El milagro que dio el pase al ilustre
misionero fray Diego a su beatificación lo realizó en una Hija de la Caridad
residente en el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla. Desahuciada de los
médicos, a punto de expirar mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosamente
al invocar al siervo de Dios fray Diego. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde,
buscando una vida de mayor perfección, esta religiosa ingresó en la Compañía
de las Hermanas de la Cruz. Es la Hermana Adelaida de Jesús, que ha marchado a
Roma con Sor Ángela, con billete pagado por el arzobispo de Sevilla. En Roma la
señalarán como «la monja del milagro».
Sor Ángela anota todas las incidencias
del viaje en un cuaderno. «El viaje fue bastante cómodo –cuenta ella–; unas
vistas preciosas, en particular las del Principado de Mónaco: es lindísimo, la
naturaleza ha embellecido extraordinariamente aquellos caminos».
En Roma se dedica especialmente a la
visita de santuarios e iglesias. En su diario llegó a anotar con gracia
andaluza: «Se ponía el corazón como un garbanzo queriendo imitar a estos santos
y sacaba propósitos de empezar con la gracia de Dios».
Y Sor Ángela llega a esta conclusión:
«Saqué que no hay más remedio que padecer para santificarse; a todos los que lo
han conseguido les ha costado». Y añadió: «¿Qué les pasaría a los santos en su
interior para que sus acciones fueran tan agradables a los ojos de Dios? Quería
entrarme en el interior de uno para aprender...»
Sor Ángela, no ya en Roma, desde el
inicio mismo de la Compañía de la Cruz, ha tratado de vivir en sí misma e
inculcar en sus hijas la veneración de los santos y la imitación de sus
virtudes. Es costumbre establecida en la Compañía de la Cruz que el 1 de
noviembre, festividad de Todos los Santos, se señale a cada Hermana un santo
protector para el año litúrgico con el fin de que le imite en sus virtudes.
Y lo mismo se hace en los días de
Ejercicios espirituales. Cuando Sor Ángela comenzaba unos Ejercicios, nombraba
sus santos protectores. Leyendo sus papeles, he podido anotar, por ejemplo, los
siguientes: Ángel de la Guarda, Ángeles Custodios, San Ignacio de Loyola, San
Francisco Javier, Santa Margarita de Cortona, Santa María Magdalena de Pazzi,
Santa Ángela de Foligno, Santa María Magdalena…
Pero hay una curiosa lista de santos de
especial devoción para Sor Ángela de la Cruz. Son sus amigos, los que nombró
como santos protectores de su Instituto, la Compañía de las Hermanas de la
Cruz. En total, dieciséis. A saber: Santos Ángeles Miguel y Rafael, Patriarca
San José, San Francisco de Asís, San Pedro de Alcántara, San Cayetano, San Juan
de Dios, San Félix de Cantalicio, San Nicolás de Bari, San Roque, San Antonio
de Padua, San Benito José de Labre; y, pasando al elemento femenino, Santa Ana,
Santa Martina, Santa Clara y Santa Isabel de Hungría.
¿Los escogió por afinidad de su espíritu
con el de ellos? Es posible. Aunque cada uno tiene su peculiar modo de vivir la
santidad, elegidos como patronos y protectores y como modelos de virtud en su
área particular.
La devoción a los arcángeles Miguel y
Rafael es tal vez una personificación de su devoción especial a los santos
ángeles. En la carta del año 1909, dirigida a todas las Hermanas, Sor Ángela
hace mención de su devoción a los espíritus bienaventurados, y la carta de 1905
la titula expresamente: «Las Hermanas de la Cruz deben imitar a los santos
ángeles».
Patriarca San José... Bueno, aquí hay un
rosario de motivaciones para que Sor Ángela le tenga una especialísima devoción
al bueno del Patriarca. Su madre se llamaba Josefa y tenía la costumbre de procurar
que todos los niños del barrio de Santa Lucía fuesen bautizados. Si eran
varones, madre Josefa deseaba que se llamasen José. San José es también titular
de la Casa Madre: fue a él precisamente a quien Sor Ángela pasó la papeleta de
encontrar casa espaciosa donde se ubicase definitivamente el Instituto. Y el
bueno de San José lo concedió puntualmente. A San José acude en sus rezos la
Compañía de las Hermanas de la Cruz y es el especial protector en los
Ejercicios espirituales. O séase, que San José es un protector pero que muy especial.
Luego sigue la lista de los demás
santos.
Primero de todos, San Francisco de Asís.
Sor Ángela ha querido ser un fiel calco en la pobreza del Poverello de
Asís, pobreza en vida y en muerte. San Cayetano es el protector del noviciado.
Fundó los Teatinos que vivían exclusivamente de las limosnas amparados en la
Providencia de Dios. Incansable en el servicio a los enfermos y apestados, san
Cayetano fue llamado el «cazador de almas». No está lejos de su estilo el estilo
de Sor Ángela. San Juan de Dios, otro coloso de la caridad, el loco de Granada
por amor de Dios, por su ardiente amor a los enfermos. San Félix de Cantalicio,
lego franciscano italiano, que brilló por la caridad con los necesitados y los
desvalidos, será el especial abogado de las hermanas limosneras. San Nicolás de
Bari, el santo popular y legendario, el Santa Claus que trae juguetes a
los niños por Navidad, será el protector de las clases de niñas. San Roque, el
peregrino de Montpellier, que recorre las ciudades de Italia cuidando a los
enfermos de la epidemia de peste. En Piacenza, donde pilla la terrible
enfermedad, un perro le trae diariamente un trozo de pan y le lame la úlcera de
la pierna. Escogido como especial abogado contra la peste y las enfermedades
contagiosas. San Antonio de Padua, entre los primeros de la devoción popular,
también de Sor Ángela este santo milagrero y franciscano, especial protector de
las jóvenes del Instituto, las hermanas de votos temporales. Se cuenta de él
que en Rímini no quisieron oír su predicación. Marchó a la orilla del mar y
comenzó a predicar a los peces que acudieron presurosos asomando sus cabecitas
sobre el agua. San Benito José de Labre, el mendigo del Coliseo, «el santo que
duerme en el suelo». Sor Ángela por dos veces se ha acercado en Roma a la
iglesia donde se halla su sepulcro.
Y llegan las mujeres. Santa Ana, madre
de la Virgen y patrona del hogar doméstico. Santa Martina, en recuerdo de la
santa del día de su nacimiento: Sor Ángela recibió en el bautismo como segundo
nombre Martina. Santa Clara, la «plantita del bienaventurado Francisco», como
se denominó en su testamento y que se propuso como meta la pobreza absoluta y
la sencillez de vida. Y Santa Isabel de Hungría, la princesa magnánima que, llevada
de su caridad para con los pobres, se atrevió a llevar a un leproso a su
alcoba. El príncipe enfadado quiso vengar la injuria, pero al fijarse en el
leproso vio en su lugar al mismo Jesucristo. A la muerte de Santa Isabel, ya
viuda, los pajarillos cantaban sobre su lecho.
Estos
son los especiales amigos santos que Sor Ángela puso por protectores de su
Instituto. Los amigos de su devoción.
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