sábado, 5 de noviembre de 2016

Los santos amigos de Sor Ángela de la Cruz

Hoy celebra la Iglesia la festividad de Santa Ángela de la Cruz, fundadora en Sevilla de la Compañía de la Cruz y obligación impuesta en mí de hablar de ella llegado este día. Lo dedicaré a los santos amigos de Santa Ángela de la Cruz, los de su especial devoción.
En la primavera de 1894, el Consejo Nacional de las Corporaciones Ca­tólico-Obreras organizó una magna peregrinación a Roma. 13.000 obreros se dieron cita en la Plaza de San Pedro llegados de los más diversos rincones de España por los caminos de hierro.
Con ellos, viajó también Sor Ángela, como una obrera más, obrera del Señor.


 Resulta que León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la pe­regrinación española, promovió para estas fechas la beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila y Fray Diego José de Cádiz.
El milagro que dio el pase al ilustre misionero fray Diego a su beatificación lo realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hos­pital de las Cinco Llagas de Sevilla. Desahuciada de los médicos, a punto de expirar mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosa­mente al invocar al siervo de Dios fray Diego. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde, buscando una vida de ma­yor perfección, esta religiosa ingresó en la Compañía de las Hermanas de la Cruz. Es la Hermana Adelaida de Jesús, que ha marchado a Roma con Sor Ángela, con billete pagado por el arzobispo de Sevilla. En Roma la señalarán como «la monja del milagro».
Sor Ángela anota todas las incidencias del viaje en un cuaderno. «El viaje fue bastante cómodo –cuenta ella–; unas vistas preciosas, en particular las del Principado de Mónaco: es lindísimo, la natura­leza ha embellecido extraordinariamente aquellos caminos».
En Roma se dedica especialmente a la visita de santuarios e iglesias. En su diario llegó a anotar con gracia andaluza: «Se ponía el corazón como un garbanzo queriendo imitar a estos santos y sacaba propósitos de empezar con la gracia de Dios».
Y Sor Ángela llega a esta conclusión: «Saqué que no hay más remedio que padecer para santificarse; a todos los que lo han conseguido les ha costado». Y añadió: «¿Qué les pasaría a los santos en su interior para que sus acciones fueran tan agradables a los ojos de Dios? Quería entrarme en el interior de uno para aprender...»
Sor Ángela, no ya en Roma, desde el inicio mismo de la Compañía de la Cruz, ha tratado de vivir en sí misma e inculcar en sus hijas la veneración de los santos y la imitación de sus virtudes. Es costumbre establecida en la Compañía de la Cruz que el 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, se señale a cada Hermana un santo protector para el año litúrgico con el fin de que le imite en sus virtudes.
Y lo mismo se hace en los días de Ejercicios espirituales. Cuando Sor Ángela comenzaba unos Ejercicios, nombraba sus santos protectores. Leyendo sus papeles, he podido anotar, por ejemplo, los siguientes: Ángel de la Guarda, Ángeles Custodios, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Margarita de Cortona, Santa María Magdalena de Pazzi, Santa Ángela de Foligno, Santa María Magdalena…
Pero hay una curiosa lista de santos de especial devoción para Sor Ángela de la Cruz. Son sus amigos, los que nombró como santos protectores de su Instituto, la Compañía de las Hermanas de la Cruz. En total, dieciséis. A saber: Santos Ángeles Miguel y Rafael, Patriarca San José, San Francisco de Asís, San Pedro de Alcántara, San Cayetano, San Juan de Dios, San Félix de Cantalicio, San Nicolás de Bari, San Roque, San An­tonio de Padua, San Benito José de Labre; y, pasando al elemento femenino, Santa Ana, Santa Martina, Santa Clara y Santa Isabel de Hun­gría.
¿Los escogió por afinidad de su espíritu con el de ellos? Es posible. Aunque cada uno tiene su peculiar modo de vivir la santidad, elegidos como patronos y protectores y como modelos de virtud en su área particular.
La devoción a los arcángeles Miguel y Rafael es tal vez una personi­ficación de su devoción especial a los santos ángeles. En la carta del año 1909, dirigida a todas las Hermanas, Sor Ángela hace mención de su devoción a los espíritus bienaventurados, y la carta de 1905 la titu­la expresamente: «Las Hermanas de la Cruz deben imitar a los santos ángeles».
Patriarca San José... Bueno, aquí hay un rosario de motivaciones para que Sor Ángela le tenga una especialísima devoción al bueno del Patriarca. Su madre se llamaba Josefa y tenía la costumbre de pro­curar que todos los niños del barrio de Santa Lucía fuesen bautiza­dos. Si eran varones, madre Josefa deseaba que se llamasen José. San José es también titular de la Casa Madre: fue a él precisamente a quien Sor Ángela pasó la papeleta de encontrar casa espaciosa donde se ubicase definitivamente el Instituto. Y el bueno de San José lo con­cedió puntualmente. A San José acude en sus rezos la Compañía de las Hermanas de la Cruz y es el especial protector en los Ejercicios espirituales. O séase, que San José es un protector pero que muy es­pecial.
Luego sigue la lista de los demás santos.
Primero de todos, San Francisco de Asís. Sor Ángela ha querido ser un fiel calco en la pobreza del Poverello de Asís, pobreza en vida y en muerte. San Cayetano es el protector del noviciado. Fundó los Teatinos que vivían exclusivamente de las limosnas amparados en la Provi­dencia de Dios. Incansable en el servicio a los enfermos y apestados, san Cayetano fue llamado el «cazador de almas». No está lejos de su estilo el estilo de Sor Ángela. San Juan de Dios, otro coloso de la caridad, el loco de Granada por amor de Dios, por su ardiente amor a los enfermos. San Félix de Cantalicio, lego franciscano italiano, que brilló por la caridad con los necesitados y los desvalidos, será el especial abogado de las hermanas limosneras. San Nicolás de Bari, el santo popular y legendario, el Santa Claus que trae jugue­tes a los niños por Navidad, será el protector de las clases de niñas. San Roque, el peregrino de Montpellier, que recorre las ciudades de Italia cuidando a los enfermos de la epidemia de peste. En Piacenza, donde pilla la terrible enfermedad, un perro le trae diariamente un trozo de pan y le lame la úlcera de la pierna. Escogido como especial abogado contra la peste y las enfermedades contagiosas. San Antonio de Padua, entre los primeros de la devoción po­pular, también de Sor Ángela este santo milagrero y franciscano, especial protector de las jóvenes del Instituto, las hermanas de votos temporales. Se cuenta de él que en Rímini no quisieron oír su predicación. Marchó a la orilla del mar y comenzó a predicar a los peces que acudieron presurosos asomando sus cabecitas sobre el agua. San Benito José de Labre, el mendigo del Coliseo, «el santo que duerme en el suelo». Sor Ángela por dos veces se ha acercado en Roma a la iglesia donde se halla su sepulcro.
Y llegan las mujeres. Santa Ana, madre de la Virgen y patrona del hogar doméstico. Santa Martina, en recuerdo de la santa del día de su nacimiento: Sor Ángela recibió en el bautismo como segundo nombre Martina. Santa Clara, la «plantita del bienaventurado Francisco», como se denominó en su testamento y que se propuso como meta la pobreza absoluta y la sencillez de vida. Y Santa Isabel de Hungría, la princesa magnánima que, llevada de su caridad para con los pobres, se atrevió a llevar a un leproso a su alcoba. El príncipe enfadado quiso vengar la injuria, pero al fijarse en el leproso vio en su lugar al mismo Jesucristo. A la muerte de Santa Isabel, ya viuda, los pajarillos canta­ban sobre su lecho.
Estos son los especiales amigos santos que Sor Ángela puso por protectores de su Instituto. Los amigos de su devoción. 

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